Sábado 31 de mayo. Tuve mi primera transmisión desde un estadio después de mi llegada a la Argentina y mi reincorporación a la radio. Pasadas las 23 terminó el partido entre Banfield y Newell’s en el estadio del Taladro. Ni bien el árbitro pitó el final, la Policía invitó a los hinchas rosarinos a dejar la tribuna visitante sin darle tiempo ni siquiera para festejar el inmerecido triunfo de su equipo por 1 a 0. Los efectivos de la Infantería vienen bajando desde lo más alto y van arreando –ningún término se ajusta mejor- a los aficionados hacia la salida de la calle Peña.
Enfrente, en la cabecera que da a Gallo, están los de Banfield. La mayoría sentados, algunos otros de pie; están esperando que les permitan la salida, cosa que sucederá media hora después, una vez que los micros con los rosarinos ya estén en el camino de regreso a su ciudad.
La noche está fría y, viendo a la gente desde la cabina, uno no puede evitar pensar en las cosas a las que tenemos que recurrir por culpa de nuestro comportamiento. La mayoría de esas personas podría estar en sus casas pocos minutos después de terminado el partido, pero la hipótesis de conflicto que rodea a casi cualquier encuentro obliga a estos procedimientos y a sitiar los alrededores de cualquier estadio del fútbol argentino como si se tratara de una guerra. No sólo es cuestión de las barras bravas; los demás hinchas también entonan las canciones que, lejos de ser de aliento para el equipo, en una abrumadora mayoría aluden a la propia hinchada, a sus “huevos”, a su “aguante”, a su odio a la Policía y a los placeres de ir a la cancha “re loco”, borracho o drogado. No sólo los barrabravas gozan más de los triunfos por lo que éstos pueden generarles a los clásicos rivales que a sí mismos; de la misma forma, una caída del “enemigo” les provoca una alegría tanto o más intensa que la derivada de un logro propio.
Pregunto, sólo pregunto: ¿no será que tenemos el fútbol que nos merecemos?
Lunes 2 de junio, minutos antes de las cuatro de la tarde. Como todos los días a esa hora estoy camino a la radio. Vengo con tiempo, muy tranquilo, por la avenida San Juan y debo girar a la izquierda para tomar 9 de Julio. Una vez que el semáforo se pone en verde, avanzo hasta pasar el carril que va hacia el sur y, con la luz de giro encendida, me freno antes de la senda peatonal para permitir el cruce de los peatones que por la vereda iban en el mismo sentido que yo. Como un acto reflejo, antes de parar totalmente el coche miro por el espejo; detrás de mí queda un auto blanco manejado por un señor cincuentón de bigotes. Las que cruzaban eran aproximadamente diez personas de diferentes edades y, por lo tanto, diferentes ritmos de caminata. En la espera no se fueron más de quince segundos.
Una vez que terminan de cruzar todos, completo el giro y tomo la avenida más ancha del mundo (¿lo será todavía?) hacia el norte, con el Obelisco de frente. El cincuentón me aparea y me menea la cabeza como para hacerme entender que no me entendía. Menea la cabeza insistentemente, por lo que en el siguiente semáforo, el de Carlos Calvo, paro al lado de él, abro la ventanilla y le pregunto cuál es el problema.
-“¿Por qué no estacionás también para dejar cruzar a la gente?”, me dice tan socarronamente como intentaré responderle.
-“Los que cruzaron son personas como vos y esto es una ciudad donde vive gente, no animales”, contesté.
-“Sos un puto; ¡puto, puto! ¡Andá a la puta que te parió, puto!”, gritó el cincuentón haciendo gala de su más refinada urbanidad, a lo que, como a su ironía anterior, respondí; con algo de vergüenza debo confesar que lo hice con una violencia verbal un poco mayor a la de su ataque. Sé que estuve mal, pero el motivo de mi bronca fue que, más allá de sus pésimos modos, nunca entendí qué habría querido este hombre que yo hiciera. ¿Debía poner la trompa del auto entre los peatones para cortar la fila y pasar diez segundos antes que lo que finalmente lo hicimos? ¿Debía pasar antes que ellos para ahorrar los quince? Ya no sólo el señor dejó en claro que él no les habría permitido cruzar, sino que también se enojó porque otro lo hizo.
Posiblemente alguno me recuerde, como si no lo supiera, que esto es común acá y se sorprenda al leer este comentario; y sí, obviamente, sé que este tipo de cosas es moneda corriente entre nosotros. Esta es la clase de detalles a los que me refiero cuando digo que en muchos aspectos podríamos vivir mejor con sólo tomar la decisión de hacerlo, ya que no es necesario invertir dinero para poder llevarlo a cabo. Esta es la clase de detalles por los cuales, e independientemente de los que nos exceden, degradamos nuestra calidad de vida.
Este texto no fue escrito con la misión de pontificar sobre los temas a los que alude. Lejos de eso, tiene la humilde intención de recalcar las cosas que hacemos mal, desde la experiencia de haber visto que en otros lugares se manejan de otra manera. Son más civilizados, se respetan más y, por eso, viven mejor.
¿Por qué nos costará tanto entenderlo?
Enfrente, en la cabecera que da a Gallo, están los de Banfield. La mayoría sentados, algunos otros de pie; están esperando que les permitan la salida, cosa que sucederá media hora después, una vez que los micros con los rosarinos ya estén en el camino de regreso a su ciudad.
La noche está fría y, viendo a la gente desde la cabina, uno no puede evitar pensar en las cosas a las que tenemos que recurrir por culpa de nuestro comportamiento. La mayoría de esas personas podría estar en sus casas pocos minutos después de terminado el partido, pero la hipótesis de conflicto que rodea a casi cualquier encuentro obliga a estos procedimientos y a sitiar los alrededores de cualquier estadio del fútbol argentino como si se tratara de una guerra. No sólo es cuestión de las barras bravas; los demás hinchas también entonan las canciones que, lejos de ser de aliento para el equipo, en una abrumadora mayoría aluden a la propia hinchada, a sus “huevos”, a su “aguante”, a su odio a la Policía y a los placeres de ir a la cancha “re loco”, borracho o drogado. No sólo los barrabravas gozan más de los triunfos por lo que éstos pueden generarles a los clásicos rivales que a sí mismos; de la misma forma, una caída del “enemigo” les provoca una alegría tanto o más intensa que la derivada de un logro propio.
Pregunto, sólo pregunto: ¿no será que tenemos el fútbol que nos merecemos?
Lunes 2 de junio, minutos antes de las cuatro de la tarde. Como todos los días a esa hora estoy camino a la radio. Vengo con tiempo, muy tranquilo, por la avenida San Juan y debo girar a la izquierda para tomar 9 de Julio. Una vez que el semáforo se pone en verde, avanzo hasta pasar el carril que va hacia el sur y, con la luz de giro encendida, me freno antes de la senda peatonal para permitir el cruce de los peatones que por la vereda iban en el mismo sentido que yo. Como un acto reflejo, antes de parar totalmente el coche miro por el espejo; detrás de mí queda un auto blanco manejado por un señor cincuentón de bigotes. Las que cruzaban eran aproximadamente diez personas de diferentes edades y, por lo tanto, diferentes ritmos de caminata. En la espera no se fueron más de quince segundos.
Una vez que terminan de cruzar todos, completo el giro y tomo la avenida más ancha del mundo (¿lo será todavía?) hacia el norte, con el Obelisco de frente. El cincuentón me aparea y me menea la cabeza como para hacerme entender que no me entendía. Menea la cabeza insistentemente, por lo que en el siguiente semáforo, el de Carlos Calvo, paro al lado de él, abro la ventanilla y le pregunto cuál es el problema.
-“¿Por qué no estacionás también para dejar cruzar a la gente?”, me dice tan socarronamente como intentaré responderle.
-“Los que cruzaron son personas como vos y esto es una ciudad donde vive gente, no animales”, contesté.
-“Sos un puto; ¡puto, puto! ¡Andá a la puta que te parió, puto!”, gritó el cincuentón haciendo gala de su más refinada urbanidad, a lo que, como a su ironía anterior, respondí; con algo de vergüenza debo confesar que lo hice con una violencia verbal un poco mayor a la de su ataque. Sé que estuve mal, pero el motivo de mi bronca fue que, más allá de sus pésimos modos, nunca entendí qué habría querido este hombre que yo hiciera. ¿Debía poner la trompa del auto entre los peatones para cortar la fila y pasar diez segundos antes que lo que finalmente lo hicimos? ¿Debía pasar antes que ellos para ahorrar los quince? Ya no sólo el señor dejó en claro que él no les habría permitido cruzar, sino que también se enojó porque otro lo hizo.
Posiblemente alguno me recuerde, como si no lo supiera, que esto es común acá y se sorprenda al leer este comentario; y sí, obviamente, sé que este tipo de cosas es moneda corriente entre nosotros. Esta es la clase de detalles a los que me refiero cuando digo que en muchos aspectos podríamos vivir mejor con sólo tomar la decisión de hacerlo, ya que no es necesario invertir dinero para poder llevarlo a cabo. Esta es la clase de detalles por los cuales, e independientemente de los que nos exceden, degradamos nuestra calidad de vida.
Este texto no fue escrito con la misión de pontificar sobre los temas a los que alude. Lejos de eso, tiene la humilde intención de recalcar las cosas que hacemos mal, desde la experiencia de haber visto que en otros lugares se manejan de otra manera. Son más civilizados, se respetan más y, por eso, viven mejor.
¿Por qué nos costará tanto entenderlo?