lunes, 17 de diciembre de 2007

Yo me bajo en Ezeiza

Después de casi una semana fue imposible resistir la tentación. El aroma llama y, aunque uno intente ponerse freno, no puede evitar pasar por el carrito que está estacionado justo frente al acceso al supermercado Kaufland, sobre la Venloerstraße.
Este señor vende crépes, que no son otra cosa que nuestros viejos y queridos panqueques. Hay dulces y salados, pero los primeros son los que tienen más salida. Una pizarra muy prolijamente escrita informa sobre la variedad de ingredientes disponibles. Ya elegí: banana y Nutella, una crema que tiene la misma consistencia que nuestro dulce de leche y se elabora a base de avellanas y chocolate.
Con muy buena voluntad y, obviamente, ganas de vender, el dueño del puesto dice que entiende mi pobre alemán. Lo primero que hace es poner a calentar los discos sobre los que va a cocinar la masa e ir a la heladera a buscar el bol donde tiene la mezcla. Después toma una banana impecable, la pela y la corta en rodajas finitas. Las deja a un costado y, como las planchas ya están listas, revuelve suavemente la preparación que tiene en el cuenco y deja caer el contenido de un cucharón. Inmediatamente lo esparce con una especie de espátula larga sobre la superficie caliente, lo que debe terminar de hacer antes de que la masa, de unos treinta centímetros de diámetro, se cocine; la da vuelta y la posa sobre el otro disco para dorar la otra cara del panqueque.
Ahora, la mejor parte: este buen señor, que creo que tampoco es alemán, cubre medio círculo con las rodajas de banana y sobre ellas unta la Nutella. Dobla la otra mitad de la masa sobre la primera y después le hace otro doblez. Lo pone sobre una base de cartón y, previo pago de tres euros con veinte, me encuentro con mi glorioso crépe caliente, que da mucho más placer todavía comiéndolo mientras camino por la vereda con tres grados de temperatura. Inolvidable. Como diría mi amigo Alejandro Apo, es tan rico que tengo ganas de comprar otro nada más que para refregármelo por el pecho.
Cuando ustedes estén leyendo esto ya estaré en viaje de regreso a la Argentina. Se fueron cuatro meses de experiencia alemana y creo que no exagero si digo que no pudo ser mejor, en todos los aspectos. Primero en lo profesional, motivo por el cual se produjo este traslado. La gente que me contrató cumplió en todos sus términos el acuerdo que tenemos, pero además estuvieron atentos a resolver cualquier situación que me excediese. Ernesto Aramayo y sus hijos Cristian y Roberto demostraron ser gente con la que da gusto trabajar. Encontré, como ya conté en textos anteriores, un excelente ambiente de trabajo con compañeros con un enorme sentido del profesionalismo, al que, con mi presencia, debieron agregarle una buena dosis de paciencia para hablarme muy lentamente en alemán o recurrir al inglés cuando la comunicación se complicaba. Nunca en este tiempo ni uno solo de ellos tuvo una actitud negativa al respecto, sino todo lo contrario; siempre colaboraron conmigo, mucho más de lo necesario en la mayoría de las veces. Otra cosa notoria en lo laboral es que a todo el mundo se le respeta la profesión u oficio. En nuestro caso, me refiero a los que tenemos el privilegio de vivir de lo que nos encanta hacer, no somos culpables de disfrutar nuestra actividad y que nos paguen por ello. Nada es un regalo, todo es fruto de la dedicación y de la pasión que suplen, en mi caso, la carencia de talento. “Du hast einen Traumjob (tenés un trabajo soñado)”, me dice siempre mi amigo francés Nicholas, el del bistrot de todos mis mediodías, cuando me ve metido en la computadora llenando las planillas de estadística o tomando notas de la información que uso en las transmisiones; pero eso no lleva el tono de ironía que en realidad esconde la idea de “¡qué fácil te ganás la vida!”, como tantas veces y no tan elípticamente escuchamos entre los nuestros.
En lo personal también esta etapa fue altamente fructífera. Los alemanes han derribado, al menos en mi convicción, el mito de que son fríos y distantes, como nos gusta decir apresuradamente en la Argentina. Son extremadamente educados y cordiales y da gusto, no exento de una buena dosis de envidia, ver de qué manera hacen mejor su vida de todos los días con pequeñas actitudes como las que detallé en varios de estos relatos. Tienen la convicción de que las leyes están hechas para el beneficio de todos y también tienen claro que transgredirlas no es gratis; y no por eso les faltan libertades. No existe la impunidad; es un concepto que han desterrado con el mismo empeño con el que muchos lo alimentan en nuestro país. No por nada los alemanes tienen el país que tienen habiéndolo levantado desde la destrucción total. Esa reconstrucción no fue solo material, sino que también debieron recrearse como sociedad; para eso ejercieron una feroz autocrítica y aprendieron de sus errores y pecados, que, a diferencia de nosotros, no repiten. Tienen una de las economías más fuertes del mundo y en exportaciones recién este año fueron superados por China; pero el gigante asiático equivale en superficie a veintiséis veces el territorio alemán y tiene dieciséis chinos por cada habitante del país europeo, que ha sabido subirse al tren a tiempo.
¿Tren dije? Los dejo, porque si no me apuro se me va el mío a Frankfurt y no quiero perder el vuelo a Buenos Aires.
Nos vemos pronto.

lunes, 10 de diciembre de 2007

Cada vez más cerca

Hay algo en lo que Colonia se parece al Macondo que Gabriel García Márquez hizo mundialmente famoso en “Cien años de soledad”: aunque no tan intensamente como en los pagos en los que el coronel Aureliano Buendía enfrentaba al pelotón de fusilamiento, acá también llueve todos los días. Además, el hecho de que antes de las cinco de la tarde sea de noche aporta un matiz al que no es fácil acostumbrarse, aunque tampoco es nada con lo que no se pueda convivir, lo mismo que el frío; es intenso, sí, se siente. Pero, por lo que pude percibir, no es muy distinto al que tenemos en el invierno porteño. El único detalle a favor del nuestro es que allá, aun en los meses de días más cortos, la luz natural dura más horas y el sol, aquí totalmente infrecuente, puede ayudar en Buenos Aires a que la baja temperatura sea un poco más llevadera.
Con el comienzo de diciembre y en cada rincón de la ciudad todos los edificios se vistieron de Navidad. Papá Noel es el gran protagonista de cualquier ornamentación, para lo cual también se usan trineos, renos y todo lo relacionado con el gran repartidor mundial de regalos, al que puede vérselo arriba de su vehículo, parado agitando una campana, cargando la legendaria bolsa o, en la versión más original, colgado de una cuerda luminosa en muchos balcones y ventanas de las casas colonesas. Las calles también están adornadas con luces que forman estrellas y motivos alusivos a las celebraciones de cada fin de año.
Los alemanes están preocupados por el aumento del precio de los combustibles, que últimamente, y con tipografía de catástrofe, hasta ha sido tapa de algún diario. Un litro de nafta súper vale algo menos de un euro con cuarenta y uno de gasoil, aquí llamado directamente Diesel, un euro con veintisiete centavos. Para el que quiera saber a qué equivale eso en la Argentina debe tener en cuenta, como conté en otra entrada, que con un euro se hace un poco más que con un peso en nuestro país y cuesta algo menos de trabajo ganarlo. De esto se desprende que acá los combustibles son bastante más accesibles que para nosotros, que tenemos la dicha, licuada desde los 90, de vivir en un país que dispone de petróleo debajo de su extensísima superficie.
Una de las últimas novedades en Colonia es que también han impuesto, y regirá desde el 1 de enero próximo, la “Kölner Umweltzone (zona ambiental)”. Se trata de la delimitación de un área alrededor del centro de la ciudad a la cual no se podrá acceder con vehículos que no estén autorizados. Para lograr ese permiso hay que obtener una oblea que indica que el auto no emite gases contaminantes más allá de los valores aceptables. Hay tres tipos de oblea: roja, amarilla y verde. Al propietario del auto se le entregará la que corresponda al tipo de emisión que se detecte en su auto y al combustible con el que se alimente ese motor. Para los vehículos diesel, además de pagar entre uno y cuatro euros según el caso, se deberá agregarle al escape un filtro de partículas. El folleto oficial dice que con esta medida se busca beneficiar a unas ciento cuarenta mil personas que viven en ese sector y que tendrán con la puesta en vigencia de esta iniciativa aire más puro y mejor calidad de vida.
Con esta semana también comenzaron, lentamente, los preparativos para mi vuelta temporaria a la Argentina. La mayoría de ellos tendrán que ver con la puesta en orden de las cosas que así deberán estar para cuando regrese a Alemania, a fines de enero próximo. Laboral y legalmente está todo acordado y cumplido respectivamente, con el permiso de residencia y trabajo otorgado por el gobierno alemán hasta la finalización mi contrato, que expirará con la temporada en curso de la Bundesliga en mayo de 2008. El boleto tiene fecha para el lunes 17 partiendo desde Frankfurt am Main (Frankfurt sobre el Main, así es el nombre completo de esta ciudad, centro financiero de Europa) y con un trasbordo de avión en San Pablo. La llegada al aeropuerto de Ezeiza, al que alegremente y por decreto han otorgado por veinte años más a sus actuales concesionarios, está prevista para la mañana del 18.
Estas líneas llegan a ustedes en una fecha muy especial, en la que no puedo soslayar una mención a la asunción de la nueva presidente en nuestra querida Argentina. El primer sentimiento ante un cambio de estas características suele ser, casi naturalmente, de esperanza. Pero como pocas veces, esa sensación está ausente. Hace poco, tras una visita a Berlín, Cristina dijo que aspira a tener desde su gestión un país como Alemania. La aspiración es válida, todos la tenemos. Debiéramos tomar el ejemplo de los alemanes en infinidad de aspectos de organización social y política, a partir de la implacable autocrítica que sirvió para sentar las bases de la formidable reconstrucción que llevaron a cabo. Ellos han crecido desde la nada absoluta hasta lo que son hoy en el mismo lapso en el que nosotros bajamos desde el mejor momento de nuestra historia hacia las cercanías del abismo. Pero aun no conociéndola mucho todavía puedo decir que Alemania es lo que es, entre otras razones, porque ha tomado la saludable decisión de privarse de dirigentes como los que nosotros hemos tenido y, desde hoy, seguiremos teniendo. La genial Mafalda, ante una situación como esta en los años setenta, se preguntó con la lucidez con la que siempre nos deleita a sus fanáticos: “¿se puede abrigar esperanzas con camisas de tul?”

lunes, 3 de diciembre de 2007

Fin de año


Empezó el mes de diciembre y, con él, la cuenta regresiva para la Navidad. También, aunque en este caso será más corta, la de mi regreso temporario a la Argentina. Desde Frankfurt y vía Río de Janeiro, está previsto para dentro de dos semanas exactamente.
En esta parte de cada año se inician los Weihnachtsmarkt (mercados de Navidad), para lo que en distintos puntos de la ciudad se montan puestos portátiles de madera en los que se ofrecen distintas especialidades. Se puede conseguir juguetes artesanales, preferentemente hechos con madera, tejidos, adornos navideños y bijouterie.
En la tarde lluviosa del domingo pasé por dos de ellos: uno está en Rudolfplatz y el otro en Neumarkt, dos lugares que les mencioné en entradas anteriores. Para que tengan una idea, imagínense que estas ferias se ubican en lugares estratégicos como podrían ser las plazas Miserere o Constitución. Esos pequeños locales están distribuidos de manera tal que se forman angostos pasillos entre ellos, en los que no fue difícil notar un detalle: la gente, en su inmensa mayoría, camina por la derecha ordenando el tránsito como si se tratara de autos sobre una calle. De ese modo, el movimiento de personas es fluido a pesar de la gran cantidad de concurrentes.
También es muy variada la oferta de comestibles típicos. Se ofrece desde las clásicas salchichas con chucrut o variantes de pescado hasta waffles e incontables chocolates y dulces. Pero una de las cosas más buscadas es el Gluhwein, que es un vino tinto que sirve caliente con el agregado de algunas especias como albahaca, canela, laurel y otras. Cada uno cuesta dos euros y se debe pagar uno más por el vaso, aunque ese monto se recupera al devolverlo. Había largas filas frente a cada uno de los puestos en lo que se lo conseguía; como me habían recomendado muy especialmente probarlo, compré el mío donde encontré menos gente. Tiene muy buen sabor y es un interesante aporte de calorías para las jornadas frías como la de ayer, en la que la temperatura rondaba los cinco grados y antes de la cinco de la tarde ya era casi totalmente de noche. Pero para que la crónica no omita ningún detalle debo agregar que el dolor de cabeza que me produjo el Gluhwein resistió varias horas antes de dejarme en paz.
Nadie se acobarda por la lluvia, que no afloja. Todos caminan tranquilamente y sin apuro, aun lo que no están debidamente protegidos; Yo soy uno de ellos; en realidad, tengo buen abrigo salvo en la azotea, a la que la campera sin capucha deja librada a los rigores de la intemperie. Con las dos manos rodeando el vaso, como la mayoría de la gente, sigo caminando. Es irresistible la tentación de frenarse ante los bombones (acá se llaman Praline) y cada una de las delicias hechas en base a chocolate, blanco y negro, que usan para bañar bananas, frutillas, nueces y almendras, entre otras cosas. Las frutas secas son utilizadas en muchísimas especialidades, una más rica que la otra.
Un chino pintaba esferas de cristal, pero del lado de adentro introduciendo el pincel por un pequeño orificio. Los dibujos son muy chiquitos, por lo que cuesta creer la habilidad de este hombre para hacerlos. Un señor ofrecía juguetes hechos con madera balsa, algunos de ellos espectaculares, como un portaaviones con sus correspondientes avioncitos, helicópteros y todo, un karting, un camión, autitos, etcétera. Una chica rubia de ojos increíbles vende prendas tejidas, que pueden ser gorros, bufandas o unos guantes muy particulares en los que las yemas de los dedos quedan descubiertas. Una pelirroja con antiparras azules trabajaba con vidrio, al que ablandaba con un mechero cada vez que tenía que hacer algún retoque a la pieza que estaba creando.
El club de fútbol de la ciudad no podía estar ausente. En uno de los puestos se puede conseguir todo el merchandising alusivo al F.C. Köln; están todos los modelos de la camiseta, bufandas, tazas, vasos, gorritos y llaveros; esta es una ciudad muy grande, que siente mucho el fútbol y la gente está entusiasmada porque después de la victoria de ayer por tres a cero ante Augsburgo, el equipo de la ciudad se ubicó tercero y, por primera vez en mucho tiempo, ocupa un puesto de ascenso. La única salvedad es que todavía faltan diecinueve fechas, más de medio campeonato, para saber si finalmente esta gente verá a los suyos jugando otra vez en la primera división de la Bundesliga. Se fueron a la Segunda justo antes del Mundial y en la temporada pasada navegaron en la mitad de la tabla.
Ahora la ilusión es muy grande y la verdad es que, sin haberme hecho hincha ni nada parecido, me gustaría que asciendan. Por lo bien que me hicieron sentir los coloneses con los que me tocó cruzarme desde mi primer día acá; por no haberme hecho sentir culpable de portación de pasaporte; porque nadie se comporta conmigo como si debiera agradecerle que me están “matando el hambre” en Alemania y por todo lo que he venido contando en este tiempo es que quiero que Colonia tenga a su equipo en Primera División. Porque eso es lo único en lo que esta gente necesita ascender. En todo lo demás, no sólo están en lo más alto sino que también merecen dar la vuelta olímpica todos los días.