lunes, 17 de diciembre de 2007

Yo me bajo en Ezeiza

Después de casi una semana fue imposible resistir la tentación. El aroma llama y, aunque uno intente ponerse freno, no puede evitar pasar por el carrito que está estacionado justo frente al acceso al supermercado Kaufland, sobre la Venloerstraße.
Este señor vende crépes, que no son otra cosa que nuestros viejos y queridos panqueques. Hay dulces y salados, pero los primeros son los que tienen más salida. Una pizarra muy prolijamente escrita informa sobre la variedad de ingredientes disponibles. Ya elegí: banana y Nutella, una crema que tiene la misma consistencia que nuestro dulce de leche y se elabora a base de avellanas y chocolate.
Con muy buena voluntad y, obviamente, ganas de vender, el dueño del puesto dice que entiende mi pobre alemán. Lo primero que hace es poner a calentar los discos sobre los que va a cocinar la masa e ir a la heladera a buscar el bol donde tiene la mezcla. Después toma una banana impecable, la pela y la corta en rodajas finitas. Las deja a un costado y, como las planchas ya están listas, revuelve suavemente la preparación que tiene en el cuenco y deja caer el contenido de un cucharón. Inmediatamente lo esparce con una especie de espátula larga sobre la superficie caliente, lo que debe terminar de hacer antes de que la masa, de unos treinta centímetros de diámetro, se cocine; la da vuelta y la posa sobre el otro disco para dorar la otra cara del panqueque.
Ahora, la mejor parte: este buen señor, que creo que tampoco es alemán, cubre medio círculo con las rodajas de banana y sobre ellas unta la Nutella. Dobla la otra mitad de la masa sobre la primera y después le hace otro doblez. Lo pone sobre una base de cartón y, previo pago de tres euros con veinte, me encuentro con mi glorioso crépe caliente, que da mucho más placer todavía comiéndolo mientras camino por la vereda con tres grados de temperatura. Inolvidable. Como diría mi amigo Alejandro Apo, es tan rico que tengo ganas de comprar otro nada más que para refregármelo por el pecho.
Cuando ustedes estén leyendo esto ya estaré en viaje de regreso a la Argentina. Se fueron cuatro meses de experiencia alemana y creo que no exagero si digo que no pudo ser mejor, en todos los aspectos. Primero en lo profesional, motivo por el cual se produjo este traslado. La gente que me contrató cumplió en todos sus términos el acuerdo que tenemos, pero además estuvieron atentos a resolver cualquier situación que me excediese. Ernesto Aramayo y sus hijos Cristian y Roberto demostraron ser gente con la que da gusto trabajar. Encontré, como ya conté en textos anteriores, un excelente ambiente de trabajo con compañeros con un enorme sentido del profesionalismo, al que, con mi presencia, debieron agregarle una buena dosis de paciencia para hablarme muy lentamente en alemán o recurrir al inglés cuando la comunicación se complicaba. Nunca en este tiempo ni uno solo de ellos tuvo una actitud negativa al respecto, sino todo lo contrario; siempre colaboraron conmigo, mucho más de lo necesario en la mayoría de las veces. Otra cosa notoria en lo laboral es que a todo el mundo se le respeta la profesión u oficio. En nuestro caso, me refiero a los que tenemos el privilegio de vivir de lo que nos encanta hacer, no somos culpables de disfrutar nuestra actividad y que nos paguen por ello. Nada es un regalo, todo es fruto de la dedicación y de la pasión que suplen, en mi caso, la carencia de talento. “Du hast einen Traumjob (tenés un trabajo soñado)”, me dice siempre mi amigo francés Nicholas, el del bistrot de todos mis mediodías, cuando me ve metido en la computadora llenando las planillas de estadística o tomando notas de la información que uso en las transmisiones; pero eso no lleva el tono de ironía que en realidad esconde la idea de “¡qué fácil te ganás la vida!”, como tantas veces y no tan elípticamente escuchamos entre los nuestros.
En lo personal también esta etapa fue altamente fructífera. Los alemanes han derribado, al menos en mi convicción, el mito de que son fríos y distantes, como nos gusta decir apresuradamente en la Argentina. Son extremadamente educados y cordiales y da gusto, no exento de una buena dosis de envidia, ver de qué manera hacen mejor su vida de todos los días con pequeñas actitudes como las que detallé en varios de estos relatos. Tienen la convicción de que las leyes están hechas para el beneficio de todos y también tienen claro que transgredirlas no es gratis; y no por eso les faltan libertades. No existe la impunidad; es un concepto que han desterrado con el mismo empeño con el que muchos lo alimentan en nuestro país. No por nada los alemanes tienen el país que tienen habiéndolo levantado desde la destrucción total. Esa reconstrucción no fue solo material, sino que también debieron recrearse como sociedad; para eso ejercieron una feroz autocrítica y aprendieron de sus errores y pecados, que, a diferencia de nosotros, no repiten. Tienen una de las economías más fuertes del mundo y en exportaciones recién este año fueron superados por China; pero el gigante asiático equivale en superficie a veintiséis veces el territorio alemán y tiene dieciséis chinos por cada habitante del país europeo, que ha sabido subirse al tren a tiempo.
¿Tren dije? Los dejo, porque si no me apuro se me va el mío a Frankfurt y no quiero perder el vuelo a Buenos Aires.
Nos vemos pronto.

lunes, 10 de diciembre de 2007

Cada vez más cerca

Hay algo en lo que Colonia se parece al Macondo que Gabriel García Márquez hizo mundialmente famoso en “Cien años de soledad”: aunque no tan intensamente como en los pagos en los que el coronel Aureliano Buendía enfrentaba al pelotón de fusilamiento, acá también llueve todos los días. Además, el hecho de que antes de las cinco de la tarde sea de noche aporta un matiz al que no es fácil acostumbrarse, aunque tampoco es nada con lo que no se pueda convivir, lo mismo que el frío; es intenso, sí, se siente. Pero, por lo que pude percibir, no es muy distinto al que tenemos en el invierno porteño. El único detalle a favor del nuestro es que allá, aun en los meses de días más cortos, la luz natural dura más horas y el sol, aquí totalmente infrecuente, puede ayudar en Buenos Aires a que la baja temperatura sea un poco más llevadera.
Con el comienzo de diciembre y en cada rincón de la ciudad todos los edificios se vistieron de Navidad. Papá Noel es el gran protagonista de cualquier ornamentación, para lo cual también se usan trineos, renos y todo lo relacionado con el gran repartidor mundial de regalos, al que puede vérselo arriba de su vehículo, parado agitando una campana, cargando la legendaria bolsa o, en la versión más original, colgado de una cuerda luminosa en muchos balcones y ventanas de las casas colonesas. Las calles también están adornadas con luces que forman estrellas y motivos alusivos a las celebraciones de cada fin de año.
Los alemanes están preocupados por el aumento del precio de los combustibles, que últimamente, y con tipografía de catástrofe, hasta ha sido tapa de algún diario. Un litro de nafta súper vale algo menos de un euro con cuarenta y uno de gasoil, aquí llamado directamente Diesel, un euro con veintisiete centavos. Para el que quiera saber a qué equivale eso en la Argentina debe tener en cuenta, como conté en otra entrada, que con un euro se hace un poco más que con un peso en nuestro país y cuesta algo menos de trabajo ganarlo. De esto se desprende que acá los combustibles son bastante más accesibles que para nosotros, que tenemos la dicha, licuada desde los 90, de vivir en un país que dispone de petróleo debajo de su extensísima superficie.
Una de las últimas novedades en Colonia es que también han impuesto, y regirá desde el 1 de enero próximo, la “Kölner Umweltzone (zona ambiental)”. Se trata de la delimitación de un área alrededor del centro de la ciudad a la cual no se podrá acceder con vehículos que no estén autorizados. Para lograr ese permiso hay que obtener una oblea que indica que el auto no emite gases contaminantes más allá de los valores aceptables. Hay tres tipos de oblea: roja, amarilla y verde. Al propietario del auto se le entregará la que corresponda al tipo de emisión que se detecte en su auto y al combustible con el que se alimente ese motor. Para los vehículos diesel, además de pagar entre uno y cuatro euros según el caso, se deberá agregarle al escape un filtro de partículas. El folleto oficial dice que con esta medida se busca beneficiar a unas ciento cuarenta mil personas que viven en ese sector y que tendrán con la puesta en vigencia de esta iniciativa aire más puro y mejor calidad de vida.
Con esta semana también comenzaron, lentamente, los preparativos para mi vuelta temporaria a la Argentina. La mayoría de ellos tendrán que ver con la puesta en orden de las cosas que así deberán estar para cuando regrese a Alemania, a fines de enero próximo. Laboral y legalmente está todo acordado y cumplido respectivamente, con el permiso de residencia y trabajo otorgado por el gobierno alemán hasta la finalización mi contrato, que expirará con la temporada en curso de la Bundesliga en mayo de 2008. El boleto tiene fecha para el lunes 17 partiendo desde Frankfurt am Main (Frankfurt sobre el Main, así es el nombre completo de esta ciudad, centro financiero de Europa) y con un trasbordo de avión en San Pablo. La llegada al aeropuerto de Ezeiza, al que alegremente y por decreto han otorgado por veinte años más a sus actuales concesionarios, está prevista para la mañana del 18.
Estas líneas llegan a ustedes en una fecha muy especial, en la que no puedo soslayar una mención a la asunción de la nueva presidente en nuestra querida Argentina. El primer sentimiento ante un cambio de estas características suele ser, casi naturalmente, de esperanza. Pero como pocas veces, esa sensación está ausente. Hace poco, tras una visita a Berlín, Cristina dijo que aspira a tener desde su gestión un país como Alemania. La aspiración es válida, todos la tenemos. Debiéramos tomar el ejemplo de los alemanes en infinidad de aspectos de organización social y política, a partir de la implacable autocrítica que sirvió para sentar las bases de la formidable reconstrucción que llevaron a cabo. Ellos han crecido desde la nada absoluta hasta lo que son hoy en el mismo lapso en el que nosotros bajamos desde el mejor momento de nuestra historia hacia las cercanías del abismo. Pero aun no conociéndola mucho todavía puedo decir que Alemania es lo que es, entre otras razones, porque ha tomado la saludable decisión de privarse de dirigentes como los que nosotros hemos tenido y, desde hoy, seguiremos teniendo. La genial Mafalda, ante una situación como esta en los años setenta, se preguntó con la lucidez con la que siempre nos deleita a sus fanáticos: “¿se puede abrigar esperanzas con camisas de tul?”

lunes, 3 de diciembre de 2007

Fin de año


Empezó el mes de diciembre y, con él, la cuenta regresiva para la Navidad. También, aunque en este caso será más corta, la de mi regreso temporario a la Argentina. Desde Frankfurt y vía Río de Janeiro, está previsto para dentro de dos semanas exactamente.
En esta parte de cada año se inician los Weihnachtsmarkt (mercados de Navidad), para lo que en distintos puntos de la ciudad se montan puestos portátiles de madera en los que se ofrecen distintas especialidades. Se puede conseguir juguetes artesanales, preferentemente hechos con madera, tejidos, adornos navideños y bijouterie.
En la tarde lluviosa del domingo pasé por dos de ellos: uno está en Rudolfplatz y el otro en Neumarkt, dos lugares que les mencioné en entradas anteriores. Para que tengan una idea, imagínense que estas ferias se ubican en lugares estratégicos como podrían ser las plazas Miserere o Constitución. Esos pequeños locales están distribuidos de manera tal que se forman angostos pasillos entre ellos, en los que no fue difícil notar un detalle: la gente, en su inmensa mayoría, camina por la derecha ordenando el tránsito como si se tratara de autos sobre una calle. De ese modo, el movimiento de personas es fluido a pesar de la gran cantidad de concurrentes.
También es muy variada la oferta de comestibles típicos. Se ofrece desde las clásicas salchichas con chucrut o variantes de pescado hasta waffles e incontables chocolates y dulces. Pero una de las cosas más buscadas es el Gluhwein, que es un vino tinto que sirve caliente con el agregado de algunas especias como albahaca, canela, laurel y otras. Cada uno cuesta dos euros y se debe pagar uno más por el vaso, aunque ese monto se recupera al devolverlo. Había largas filas frente a cada uno de los puestos en lo que se lo conseguía; como me habían recomendado muy especialmente probarlo, compré el mío donde encontré menos gente. Tiene muy buen sabor y es un interesante aporte de calorías para las jornadas frías como la de ayer, en la que la temperatura rondaba los cinco grados y antes de la cinco de la tarde ya era casi totalmente de noche. Pero para que la crónica no omita ningún detalle debo agregar que el dolor de cabeza que me produjo el Gluhwein resistió varias horas antes de dejarme en paz.
Nadie se acobarda por la lluvia, que no afloja. Todos caminan tranquilamente y sin apuro, aun lo que no están debidamente protegidos; Yo soy uno de ellos; en realidad, tengo buen abrigo salvo en la azotea, a la que la campera sin capucha deja librada a los rigores de la intemperie. Con las dos manos rodeando el vaso, como la mayoría de la gente, sigo caminando. Es irresistible la tentación de frenarse ante los bombones (acá se llaman Praline) y cada una de las delicias hechas en base a chocolate, blanco y negro, que usan para bañar bananas, frutillas, nueces y almendras, entre otras cosas. Las frutas secas son utilizadas en muchísimas especialidades, una más rica que la otra.
Un chino pintaba esferas de cristal, pero del lado de adentro introduciendo el pincel por un pequeño orificio. Los dibujos son muy chiquitos, por lo que cuesta creer la habilidad de este hombre para hacerlos. Un señor ofrecía juguetes hechos con madera balsa, algunos de ellos espectaculares, como un portaaviones con sus correspondientes avioncitos, helicópteros y todo, un karting, un camión, autitos, etcétera. Una chica rubia de ojos increíbles vende prendas tejidas, que pueden ser gorros, bufandas o unos guantes muy particulares en los que las yemas de los dedos quedan descubiertas. Una pelirroja con antiparras azules trabajaba con vidrio, al que ablandaba con un mechero cada vez que tenía que hacer algún retoque a la pieza que estaba creando.
El club de fútbol de la ciudad no podía estar ausente. En uno de los puestos se puede conseguir todo el merchandising alusivo al F.C. Köln; están todos los modelos de la camiseta, bufandas, tazas, vasos, gorritos y llaveros; esta es una ciudad muy grande, que siente mucho el fútbol y la gente está entusiasmada porque después de la victoria de ayer por tres a cero ante Augsburgo, el equipo de la ciudad se ubicó tercero y, por primera vez en mucho tiempo, ocupa un puesto de ascenso. La única salvedad es que todavía faltan diecinueve fechas, más de medio campeonato, para saber si finalmente esta gente verá a los suyos jugando otra vez en la primera división de la Bundesliga. Se fueron a la Segunda justo antes del Mundial y en la temporada pasada navegaron en la mitad de la tabla.
Ahora la ilusión es muy grande y la verdad es que, sin haberme hecho hincha ni nada parecido, me gustaría que asciendan. Por lo bien que me hicieron sentir los coloneses con los que me tocó cruzarme desde mi primer día acá; por no haberme hecho sentir culpable de portación de pasaporte; porque nadie se comporta conmigo como si debiera agradecerle que me están “matando el hambre” en Alemania y por todo lo que he venido contando en este tiempo es que quiero que Colonia tenga a su equipo en Primera División. Porque eso es lo único en lo que esta gente necesita ascender. En todo lo demás, no sólo están en lo más alto sino que también merecen dar la vuelta olímpica todos los días.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Pequeñas apostillas colonesas

No es misoginia ni nada que se le parezca; los que me conocen saben que no tengo ese problema. Pero no puedo negar que me sorprendió llegar el viernes a jugar al fútbol con mis amigos alemanes y ver que en cada una de las canchas de al lado había una mujer mezclada entre todos los hombres y, además, jugando como cualquiera de ellos. Al verlo me preguntaba si nosotros, con nuestros grupos de los jueves o de los lunes en la Argentina, contemplaríamos esa posibilidad. Sin analizarlo demasiado me animo a decir que no, aunque también es cierto que las mujeres en nuestro país no tienen esa cercanía con la redonda que ellas tienen acá; mucho más desde hace poco tiempo, cuando la selección alemana de fútbol ganó el Mundial que se jugó en China –retuvo el título- derrotando en la final a las brasileñas. A las mujeres que estén leyendo esto, sobre todo a las argentinas, las invito a dejar algún comentario al respecto si es que tienen algo para decirnos.
Tengo amigos uruguayos en Uruguay y, como saben, trabajo con uruguayos en la radio. Es verdaderamente muy triste leer todos los días lo que pasa con el tema de la bendita o maldita Botnia. No se puede creer que un gobierno del pueblo como proclama ser el nuestro vaya tan detrás de la gente en el reclamo, mientras que también es poco presentable que un gobierno de izquierda se convierta sin reparos en el brazo político de una transnacional de esas que son algo así como el demonio mismo en las campañas proselitistas de los partidos de esa orientación. No es raro que nos vaya como nos va.
El sábado hubo en El Rincón una fiesta de cumpleaños. Eran alrededor de sesenta invitados que, como podrán imaginar, tomaron todo lo que fuera líquido y apto para el consumo humano. Llegaron a eso de las nueve de la noche y siguieron hasta las seis de la mañana. Algunos quedaron verdaderamente averiados, pero un detalle me llamó poderosamente la atención. No hubo un solo roce ni discusión, ni siquiera alguien que levantara la voz. Cuando se acercaban a la barra a pedir algo, siempre lo hacían educadísimamente y agregando siempre el “bitte (por favor)”. Una chica argentina que atendía las mesas, que también solía hacer este trabajo en Buenos Aires, me hizo notar algo más: cada vez que ella debía recorrer el salón para llevar cosas o recolectar vasos vacíos no tuvo ningún tipo de inconveniente con los hombres, aun con los que estaban en peor estado. A pesar del escaso lugar que tenía para pasar, ninguno de ellos aprovechó esto para propasarse ni hacerle pasar un mal rato. Cada vez que ella pedía permiso para pasar, se lo daban. Eso sí: es muy difícil ver que un alemán, aun estando fresco, tenga algún detalle de caballerosidad como abrir la puerta para el paso de una mujer o quitarle o ponerle el abrigo al entrar o salir de un lugar. Alguien me explicaba que lo que en realidad pasa es que las damas de esta parte del mundo no son afectas a aceptar este tipo de atenciones por considerarlas atentatorias contra la “igualdad”. No quiero iniciar una polémica que podría tomar el rumbo de los tomates, pero creo que lo mejor que nos puede pasar a hombres y mujeres es ser todo lo distintos que seamos capaces de ser unos de otras o unas de otros (así dejamos ilesas las susceptibilidades). Cerca de la barra pude advertir otra cosa que me resultó interesante. Por andanadas, y aunque las bebidas alcohólicas todavía abundaban, todos se acercaban a pedir agua. Dos o tres veces; después volvían a la Kölsch o al tinto de la casa, aquel que derribó en el cuarto round y por toda la cuenta a nuestro amigo francés del texto anterior.
El domingo me tocó relatar Núremberg – Borussia Dortmund, por lo que para ir al estudio tomé primero el tranvía número cinco. Al final del recorrido está la parada del ómnibus que me deja en la puerta del edificio del CBC. Es el 148, que tiene dos ramales; el mío es el que va a Ossendorf. Los sábados, domingos y feriados hay uno cada media hora y se utiliza el mismo boleto de dos euros con treinta que saqué arriba del tranvía. Llega el micro y subimos tres personas; los otros dos, un hombre y una mujer, se conocen. Como en los trenes y tranvías, cada vez que el ómnibus se pone en movimiento una voz grabada anuncia la próxima parada. Él se sienta sobre la derecha al lado de la ventanilla; ella en el otro extremo de la misma hilera, contra el cristal del otro lateral. Fueron conversando todo el viaje y no pude entender por qué no se sentaron uno al lado del otro como creo que hubiese hecho cualquiera de nosotros en un caso como ese. Por ahí es un detalle muy menor, pero me resultó curioso. Cuando el chofer dobla a la izquierda en la Richard Byrd-Straße me paro y camino hasta la puerta, donde está el botón con el que se pide la parada. No hay timbre, pero al momento de presionarlo se enciende un cartel rojo que indica que la detención ya está pedida. Al verme bien cerca de la puerta el conductor me pregunta si yo quiero bajar en la parada en la que él no pensaba hacerlo. Le respondo que sí y me dice que debí haber presionado el botón cuando dejamos la parada anterior, pero se ve que la lluvia lo puso comprensivo y frena el micro unos metros después del poste con la H que indica que allí hay una Haltestelle (parada).
Después lo de siempre: imprimir papeles, un café con algo sólido para acompañar y recolectar los datos que necesito utilizar durante el partido. La noticia es el resultado: por fin ganó Núremberg, aunque no le sirve de mucho: dentro de una semana, cuando nos reencontremos, seguirá en zona de descenso.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Anécdotas

El de la gorrita es un comensal habitual de El Rincón; es camarógrafo, trabaja en un canal de la ciudad y la mayoría de las veces viene con una rubia muy linda que es presentadora de un programa. Hoy la chica se fue temprano y más tarde se sumaron a la mesa tres colegas de él, que venían desde Hamburgo y también parecían ser sus amigos. Después de un rato, como el de la gorrita tiene amistad con Gustavo, lo invitan a la mesa. No entiendo exactamente lo que dicen, pero sí que la charla es sobre fútbol. En un momento, uno de ellos saca algo así como una palm y empieza a hacerles a los demás preguntas sobre los Mundiales. La primera era acerca de los seleccionados que más goles habían logrado en una sola Copa del Mundo. A los tirones van saliendo las respuestas; Hungría, Alemania y Francia. El interrogador, envalentonado por los resbalones de los demás, va por otra. Pero antes de hacerla saca del bolsillo cincuenta euros que deja sobre la mesa para premiar al que pueda responder la siguiente: “además del alemán Lothar Matthäus, ¿quién es el único jugador de la historia que jugó cinco Mundiales?”, pregunta con la certeza de que no arriesga su dinero. “Ich weisse das (yo lo sé)”, le digo. Él mira incrédulo y le doy la precisión: “ein Mexicaner, Antonio Carbajal”. Me pide que lo repita más lento para cotejar mi pronunciación con lo que lee en su base de datos. El hamburgués, sorprendido, se para y me entrega los cincuenta euros, que intento no aceptar diciéndole a Gustavo que se lo explique. Pero el muchacho no recibe de buen modo eso y le pregunta si estamos “jugando con su honor”; agrega que él perdió y que corresponde que pague. Un caballero; y para que tengan una idea, con cincuenta euros en Alemania se hace un poco más que con la misma suma de pesos en la Argentina. Así terminó el viernes, en el que horas antes había podido darme el gusto de jugar mi segundo partido de fútbol cinco encajonado como el que se juega acá, que hasta da para que mis dudosas cualidades técnicas se destaquen y eleve mi cosecha goleadora a cinco tantos. Un amigo mío imaginaría: “¡cómo será la cañada, si el gato la cruza al trote!”
El señor de enfrente, de quien tampoco recuerdo el nombre, fue el primero en llegar a El Rincón el sábado. Se sentó en la barra, prendió el primer cigarrillo y pidió una Weißbier (la traducción es “cerveza blanca” y con eso se pide medio litro en un vaso alto). Habiendo llegado ni bien abrió el bar, este hombre pudo ver cómo se inicia la actividad de cada día. El ambiente estaba mejorado por la presencia sonora del “Polaco” Roberto Goyeneche, que empieza el disco que le grabé a Gustavo con “Balada para un loco”.
Mientras las chicas terminaban de armar las mesas y ponían en orden los detalles, entraron los primeros comensales. Padre, madre e hija eligieron la mesa dos y, para empezar, vino tinto y cerveza tirada Kölsch, que tiene el mismo costo por vaso que el agua mineral: un euro con veinte.
Nos preparábamos para ver el partido Argentina – Bolivia por las eliminatorias del Mundial; las primeras imágenes del estadio de River mostraban las pésimas condiciones del campo de juego y al sector de la tribuna Centenario que ocupaba el nutrido grupo de hinchas del seleccionado vecino. En eso llegó Jean Pierre, un francés que lleva muchos años radicado en Köln; es un cliente frecuente, que viene a cenar y luego se queda leyendo un libro acompañado de su copa de tinto. Como hoy no hay lugar en las mesas porque la mayor parte del salón está reservada, muchos comensales ocasionales reciben la disculpa y la explicación de por qué hoy no hay más plazas disponibles. Nuestro amigo Jean Pierre se sienta en la barra, al lado del señor de enfrente, que ya va por el final de su segunda Weiß.
Ya es la hora para la cual había sido hecha la reserva y es extraño que los alemanes que la pidieron no hayan llegado todavía. Gustavo va a la agenda para chequear y se escuchan invocaciones a alguna que otra madre y hermana y a no sé quién que parió a quién. Se había equivocado. La reserva para la que se venía preparando desde hacía días no era para el sábado 17 sino para el próximo, el 24.
Empezó el partido y el primer tiempo nos aburre bastante. No mucho más que el gol de Agüero y las cosas de siempre de Messi. El señor de la barra, el que entró primero, pide por primera vez la cuenta. Cuatro Weiß, dos litros de cerveza; 12,40 euros. Jean Pierre, que tampoco lo conocía al momento de entrar, ya estaba en charla con este hombre, que habla un correctísimo inglés y me cuenta que tiene pasaportes alemán e israelí. Por cuarta vez en la noche, JP, que hoy no cena, pide una copa de tinto.
Llegaron los demás goles. Uno y cuarto de Riquelme, las otras tres cuartas partes del tercero de la Argentina –que me perdonen los fundamentalistas ultrarriquelmistas- fueron de Messi; y con el mismo estrépito que cayó la ilusión boliviana en el Monumental aterrizó nuestro amigo Jean Pierre en El Rincón, quien después de pedir la cuenta quiso bajarse del banco alto de la barra... y se desplomó en el suelo noqueado por su cuarta copa del tinto de la casa. Afortunadamente, la pata de la mesa que evitó que su nuca diera contra el piso es redonda y eso ayudó a que no se le hiciera un corte. Lo pusimos de pie y Jaime, el mexicano que trabaja en la cocina, lo acompañó hasta su casa previa despedida comprensiva de su ocasional compañero de copas, que se impuso en la carrera con la fusta debajo del brazo: pagó las tres últimas cervezas, con las que llegó a siete (tres litros y medio), se abrigó y se despidió hasta la próxima. Como yo.

lunes, 12 de noviembre de 2007

Humedad, llovizna y frío

No se trata sólo del ya inmortal café de la esquina de Gaona y Boyacá, al que le canta el genial Cacho Castaña. Esas tres palabras definen también con un alto grado de fidelidad al otoño colonés, en el que el sol es menos frecuente que una aparición pública presentable del presidente de River, José María Aguilar.
Ya pasaron tres meses de estada en esta ciudad y ese era el lapso por el cual se me permitía estar en Alemania desde mi ingreso, el 9 de agosto último. Por eso, hubo que hacer otra presentación en la oficina de extranjeros de Bergisch Gladbach, distante treinta kilómetros del centro de Köln.
Hay que estar atento a la hora de tomar un tranvía o un subte. A diferencia de los nuestros, que tienen recorridos fijos, desde la misma estación se puede alcanzar varios destinos. No hay molinetes ni seguridad privada en los accesos. El ticket se saca en máquinas expendedoras que están en los andenes o arriba de los trenes. Si se viaja con la bicicleta, el costo es algo mayor. Se puede hacer el intento de viajar sin boleto y a veces puede resultar, pero no es recomendable; los inspectores suelen estar sentados en el tren disimulados como un pasajero más. Cuando encuentran a un “colado” lo invitan a bajar en la próxima parada, donde estará esperando una patrulla policial que labrará un acta de infracción que será redimida con el pago de 40 euros de multa. Ese monto más el embarazoso momento que representa ser “pescado” no justifican el ahorro de los 3,20 euros que cuesta el tramo más largo de viaje dentro de Colonia y las localidades vecinas. Mi tranvía es el número 1, el que termina en Bensberg. Lo tomé en Neumarkt, una especie de plaza Once donde confluyen varias líneas de transporte público. El tren se detiene casi un minuto en la estación siguiente, Heumarkt; enfrente hay en construcción un edificio público y por más que lo busco no hay caso, no lo encuentro. En el cartel que informa sobre los detalles de la obra no figuran el nombre ni, mucho menos, el rostro del Burgermeister (jefe de gobierno o intendente, si no se enoja el suegro de Shakira). En la cabecera del recorrido está esperándome mi jefe para acompañarme.
Debemos ir al primer piso, a la oficina en la que está mi expediente desde la primera Anmeldung (alta). Nos atiende la misma chica de aquella vez, tan delgada como atenta, que nos recuerda de la visita anterior y nos invita a sentarnos mientras busca mi nombre en el sistema. Primero pide la documentación de rigor: el pasaporte, el nuevo contrato de trabajo vigente hasta mayo próximo y un resumen de mi cuenta bancaria donde consta el ingreso del dinero de mi remuneración. Hay que llenar un formulario que lleva algunos minutos, por lo que salimos al pasillo y nos sentamos alrededor de unas mesas que están dispuestas para eso. Después, en la planta baja, tengo que hacerme una foto biométrica. Es una cabina que tiene una pantalla y se empieza con el proceso poniendo un dedo sobre ella; para elegir el idioma aparecen banderas de varios países y el dedo índice de la mano derecha va hacia la roja y amarilla de España. Una voz me va guiando, recomendándome introducir el importe justo, seis euros, porque no da cambio. Me indica que me siente de forma tal que el rostro me quede dentro del espejo que tengo delante tomando como ejemplo una imagen que muestra la pantalla y que no me ría. La máquina me informa que se intentarán tres tomas; viene la primera y una franja verde debajo la convalida; las dos siguientes no son apropiadas y la franja es de color rojo. La elección es fácil, así que el dedo va hacia la única toma aceptable. A los treinta segundos salen las impresiones, con cuatro fotos tamaño carnet y una más grande a un costado. Ya de vuelta en la oficina, el trámite dura pocos minutos más. La empleada saca una de las fotos de la plancha que le entregué y se la lleva. Al minuto vuelve con dos etiquetas que pega en páginas libres del pasaporte; una de ellas es la nueva visa y la otra es una constancia de que estoy trabajando legalmente en Alemania y me evitará inconvenientes para mi ingreso a este país cuando vuelva a fines de enero próximo.
Son las cinco y media de la tarde y la ventana del bistrot de mis amigos franceses deja que ver que ya es de noche desde hace un buen rato. Ayer, domingo 11, comenzó en Köln la celebración del carnaval. Todos los años, los coloneses se disfrazan para esta fecha y a las 11.11 del 11 del 11, el Burgermeister inicia oficialmente los festejos abriendo un enorme barril de cerveza, en la plaza de Neumarkt. Como se podrán imaginar, corre gran cantidad de la bebida preferida de los alemanes. Pero no hay excesos ni incidentes de ningún tipo, la gente celebra y no se molesta entre sí. Ya lo comenté antes, pero creo que vale la pena volver a destacar el grado de civismo y urbanidad que reina acá. Existe un enorme respeto por el semejante, aun por aquel con el que se tienen radicales diferencias y de toda índole. No hace falta caminar mucho para encontrar gente de las más variadas razas y religiones; en el barrio donde vivo predominan los turcos, pero hay africanos, latinos y personas llegadas desde otros países de Europa, no sólo del sector oriental del continente sino también de España, Francia e Italia, países en los que no existe la necesidad de emigrar para encontrar una realidad mejor. Todos conviven pacíficamente y, cada uno desde su lugar, hacen su aporte al muy buen nivel de vida que ofrece Köln, una ciudad a la que siempre le agradeceré las enseñanzas que la escuela de sus noches (y sus días) le aportaron a mis días (y a mis noches).

lunes, 5 de noviembre de 2007

La vida continúa

La coyuntura política en la Argentina me había hecho dispersar un poco en los últimos relatos. Ya había comentado que seguir la información de lo que pasa en nuestro país se vuelve un poco insalubre a veces y uno trata de evitarlo; pero por mejor que se pueda estar acá la intención no es, de ninguna manera, desentenderse de lo que pasa allá. Lo de uno tira, y mucho, aunque haya muchísimas cosas para contar desde esta ahora fría y casi siempre encapotada ciudad del oeste de Alemania, país al que nuestra nueva mandamás quiere tener como guía para su gobierno. Cuando hizo este comentario me invadió la nostalgia, porque me llevó a recordar los tiempos en los que con mi escaso metro sesenta y ocho centímetros soñaba con ser campeón de la NBA jugando como pivote para los New York Knicks o Los Angeles Lakers.
La idea fundamental de este espacio es hablar de cómo transcurre la vida en Köln. Para volver a alusiones a la cotidianeidad colonesa puedo contar que el viernes pasado tuve mi reencuentro con el fútbol cinco. Con los amigos de mi amigo Roberto Aramayo nos juntamos a jugar en unas canchas cubiertas muy lindas de césped sintético, aunque en una versión muy particular: eran iguales a las que se usan para el Showball, que tienen los arcos más grandes que los de Futsal y paredes que sirven para que el juego no se interrumpa nunca. Todo un desafío para las reservas de aire, mucho más después de dos meses de abstinencia deportiva. A pesar de que, a excepción de Roberto, nadie entendía las indicaciones que yo intentaba dar desde atrás a mis compañeros, mi equipo ganó con cierta comodidad y pude aportar cuatro goles, aunque los músculos de las piernas me facturaron durante los días siguientes el esfuerzo que debieron realizar.
Cuando llegué de vuelta a El Rincón estaba cenando Guido (no sé el apellido), un cliente frecuente; él es director de una escuela en Köln, en la cual los alumnos estudian la lengua de Cervantes entre otras materias. Cada año, mi amigo Gustavo y el mencionado Guido, que habla casi perfecto castellano con un marcado acento español, organizan con los estudiantes alemanes de nuestro idioma una fiesta a beneficio de dos escuelas de Sarandí, cercanas a la costa del Río de la Plata. Ya realizaron varios eventos de este tipo, todos con mucho éxito de concurrencia. Así, esas escuelas reciben ayuda fundamental para su sostén y funcionamiento. Hasta la embajada alemana toma parte en alguna etapa de la iniciativa. Obviamente, las autoridades municipales del partido de Avellaneda se enteraron del asunto y también quisieron sumarse; pero sólo intentaron hacerlo en el momento de la foto, de la cual fueron prudentemente excluidos, como debe ser. Los que esconden las boletas de los rivales políticos nos dicen que crecemos a niveles sorprendentes y que los índices de pobreza e indigencia caen vertiginosamente. Pero no hace mucho, el dinero recaudado en Alemania para nuestros chicos en Avellaneda debió ser utilizado para gastos fuera de previsión: antes de comprar pinturas, cerramientos, estufas, computadoras, pupitres y útiles debieron procurar una buena cantidad de champú para la sarna, porque varios de los chicos padecían este problema. En 2007, con recaudación impositiva récord al punto de habernos permitido cancelar diez mil millones de dólares de deuda con un organismo internacional y a diez minutos de viaje desde la Casa Rosada.
Guido y su esposa tuvieron un hijo hace alrededor de un mes. El bebé, hermoso, nació con síndrome de Down. Obviamente, no fue la mejor noticia para sus padres. Pero no estarán solos en la atención de este ser especial que se ha sumado a la familia. A lo largo de toda su vida, el Estado alemán estará cerca de ellos, especialmente del hijo del matrimonio. Durante la etapa de crecimiento recibirá atención pedagógica adecuada a sus necesidades y será estimulado por profesionales idóneos para que su desarrollo se produzca en las mejores condiciones posibles. Cuando termine los estudios y tenga edad para trabajar será ubicado en alguna empresa o repartición pública en la que desempeñará tareas acordes con sus posibilidades. Seguramente no se tratará de aspectos relacionados con la responsabilidad, pero nada impide que, por ejemplo, trabajen como correo interno dentro de las dependencias trasladando documentación de una oficina a otra. El Estado obliga a que se dé lugar a personas de estas características en los casos en los que es viable hacerlo. Eso es verdadera asistencia, no sólo económica; y no hace falta que corten calles ni que hagan número en los actos políticos del gobernante de turno.
Aunque me encuentre a mucha distancia geográfica, y remarco que es sólo geográfica, nunca evitaré, como no lo hice hasta ahora, las referencias a nuestra realidad. Detrás de la crítica que muchas veces yace en estos textos está el anhelo de que copiemos lo que otras sociedades hacen mejor que nosotros. Tenemos mucho que absorber de los alemanes en este rubro, que han aprendido a la perfección la lección que no hace mucho les dio la historia; y perdón por volver sobre esto, pero no necesariamente les va mejor porque son ricos; hasta es posible que el camino haya sido el inverso: son el motor de Europa porque saben administrar los recursos mucho más eficientemente y, más importante aun, no se permiten reivindicaciones ni segundas oportunidades para los que no entienden el poder como un instrumento para mejorar la vida de todos sino como un fin en sí mismo y por el cual no vacilan en despojarse hasta del último escrúpulo.

lunes, 29 de octubre de 2007

No fue un domingo cualquiera

Desde mayo de 1989, año de mi debut electoral, esta fue la primera elección de la que me fue imposible participar. A la distancia, también fue un día especial para mí y para los argentinos con los que tengo trato cotidiano en Alemania. Todos, incluyendo a los que tienen años o décadas fuera del país, dejamos parte de nuestro corazón en la Argentina. La enorme mayoría de nosotros tiene allá familia y amigos y no son pocos los que día a día alimentan la ilusión de volver cuando las condiciones inviten a hacerlo. Obviamente, sabíamos que había un resultado más que probable y que sólo quedaba por determinar si los números le serían suficientes a “mitad Hillary y mitad Evita (¿qué parte tendrá de cada una si es que efectivamente las tiene?)” para evitar una segunda vuelta.
Mientras en la Argentina se votaba, a mí me tocaba relatar Borussia Dortmund – Bayern Múnich. El resultado ya entregó la primera señal de que el domingo no me sería favorable. En mi trigésimo séptimo partido en Alemania tuve mi primer 0 a 0 después de que ambos equipos desperdiciaran ocho situaciones claras de gol, entre las cuales hubo tres tiros en los palos, uno de ellos un disparo desde larga distancia de Martín Demichelis.
Estábamos esperando con la taza llena de café para grabar el último segmento de nuestra transmisión cuando en la televisión alemana apareció un informe sobre la Argentina. Un cronista estuvo en Buenos Aires en el fin de semana en el que se jugó el River – Boca, visitó escuelas de tango para turistas y también se adentró en el Gran Buenos Aires para tantear el clima preelectoral. Un grupo barrial de cumbia le dedicaba una canción, o algo así, a Cristina. Nos llamaron al estudio y el televisor del “catering room” quedó mostrándole a nadie a los hinchas de River gritándoles el gol de penal de Ortega en la cara a los de Boca que habían elegido el mismo bar para ver el partido. Nadie lo festejó para sí, sino para los que lo sufrían.
La particularidad de la jornada y la maravilla de Internet hicieron que después de las 22 de Alemania los contactos con la Argentina fueran más que los que son habitualmente; la computadora, con la lectura de los diarios argentinos y conversaciones escritas y orales con nuestra gente allá, se convirtió en el conducto a través del cual empezaron a llegar, con el correr de la noche del domingo, los detalles aledaños a la mala noticia general. Nadie reprimía su indignación, su frustración y, los más vehementes, su bronca. La frase que más escuché fue “nunca había visto algo igual”, en relación con lo caótico de la jornada electoral.
Alguien me contó de las enormes dificultades para votar y de las esperas interminables; otro, con estupor, me detallaba de qué manera se llevaban las boletas de la “enemiga”, en algunos casos empaquetadas y, los más impúdicos, a la vista de cualquiera. Una amiga estaba enfurecida porque cuando se presentó con su DNI en la mesa en la que estaba empadronada le dijeron que ya había votado. Hizo labrar un acta para denunciar la anormalidad, para lo cual debió demorar un par de horas su vuelta a casa. El hecho ocurrió en Lanús, el dominio de Quindimil, uno de los preferidos de los pingüinos. Otro amigo, un poco más curtido en estas cosas, se reía mientras me contaba que notó que en el cuarto oscuro de su mesa abundaban las boletas de Cristina y que, además, mezclaban las de ella en la pila de las de la candidata con mejores chances de pelear la elección. Así todo, no faltó el cínico de siempre que muy suelto de cuerpo y sin que le temblara el bigote calificó como “ejemplar” a la votación. Tienen el rostro de titanio, a prueba de todo.
La primera preocupación es la de comprobar, con los datos del escrutinio en la mano, que la gente ha decidido legitimar, por ejemplo, a los que reformaron el Consejo de la Magistratura, creado como reaseguro de transparencia de la actividad judicial, como si fuese un saco que les chingaba por todos lados y que ahora les calza a la perfección; también se aprobó el armado de una Justicia a medida que les evita los problemas con la ley a los socios y amigos del poder, que se mueven y hacen negociados al margen de ella. También ha decidido darle la derecha a los que sostienen que la inflación y la inseguridad son sólo sensaciones, a los que no dudan en presionar de las formas más sutiles o groseras posibles a los periodistas que quieren ejercer su profesión sin formar parte de la cohorte de adulones y beneficiarios del favor oficial, magnánimo al extremo con los amigos e implacable con los otros. ¿Hay mayor grosería que el hecho de que la ahora ex Primera Dama haya votado en Santa Cruz siendo senadora por la provincia de Buenos Aires? O lo de El Calafate, loteado y repartido generosamente entre ellos mismos, parientes, adherentes y favorecedores a precios de mesa de saldos. Ni siquiera cuidan las formas, lo que deja de manifiesto cierta convicción de impunidad.
No hace falta que me digan que todas estas delicias no son creación de los K. Ya sé que no es así; pero hace cuatro años, cuando asumieron el poder habiendo sido votados por menos de uno de cada cuatro argentinos y tras haber salido segundos en la primera vuelta, prometieron, como siempre, cambiar la vieja política. Pero decidieron sumarse a ella y hasta perfeccionaron algunos vicios de los muchos que nos aquejan desde hace tanto tiempo. Hoy son más de lo mismo y hasta peor; y, en el mejor de los casos, lo serán por los próximos cuatro años.

lunes, 22 de octubre de 2007

Elegir, sí; pero no sólo dirigentes

Llegó el frío. Todavía no es todo lo intenso que dicen que puede llegar a ser en esta parte del mundo, pero en los últimos días se hizo sentir. La llovizna, pertinaz de viernes a domingo, lo hizo un poco más difícil.
Ya pasó la primera mitad del tiempo que durará esta primera etapa de trabajo formal y residencia en Alemania. No tengo quejas, todo se cumplió tal como fue pactado con la gente que me trajo.
Ernesto Aramayo, mi empleador actual, lleva casi cuatro décadas viviendo en este país, al cual llegó desde su Bolivia natal. Trabajó muchos años en la Deutsche Welle y fue el productor, hace años, de Telematch, aquella competencia entre ciudades alemanas que se veía en la televisión argentina en las décadas de los setenta y los ochenta. Con él tuve el primer contacto por correo electrónico en agosto de 2006 y luego visitó la Argentina en febrero de este año, donde acordamos llevar a cabo el período de prueba de abril y mayo y, más tarde, la concreción de la etapa que terminará en diciembre; y parece que todo anda bien para ambas partes, ya que hace pocos días me ofrecieron la continuidad para la segunda parte de la temporada, entre febrero y mayo próximos. Firmamos papeles por una exigencia de la legislación alemana, pero no como una precaución; ambas partes sabíamos que ninguno iba a cambiar arteramente las condiciones a las que nos habíamos comprometido oportunamente. ¿Tan difícil es cumplir con un acuerdo verbal que se selló con un apretón de manos en una oficina?
Es más fuerte que yo, no hay caso; no logro superar la adicción a leer los diarios argentinos a pesar de que no hace mucho les comenté que no era un ejercicio saludable, más aun si estamos atentos a las novedades de los últimos días, en los que quedó claro que los “muchachos” están dispuestos a todo con vistas al próximo domingo ¿Cómo se hará para terminar con eso? ¿Lo lograremos alguna vez?
La estada acá me hizo cambiar un punto de vista con respecto a las elecciones. Antes pensaba que los argentinos que se iban del país por opción, como yo, no tenían por qué votar. Mi razonamiento se basaba en que si uno decide irse en busca de mejores condiciones o tentado por una oferta irresistible debe aceptar, por añadidura, renunciar a participar en decisiones que influirían principalmente en quienes se quedaron a poner el pecho en la Argentina. Ahora creo que no es así, porque estando lejos puedo entender cuál es, en muchos casos, el aspecto más irresistible de las propuestas que recibimos para salir de nuestro país. Créanme que nunca se trata solamente de dinero, aunque es efectivamente importante. Hay un montón de cuestiones anexas que terminan de redondear una buena posibilidad.
En esta sociedad, como en otros habituales destinos de la emigración de los argentinos, hay un enorme respeto por la profesión de cada uno. A nadie le hacen sentir que están haciéndole el favor de darle trabajo, como sucede en la Argentina en muchos casos. Se valora al individuo por lo que es y por el aporte que le hace a la sociedad desde la actividad en la que se desempeña, cualquiera sea. Puedo dar fe de esto después de ver de qué manera me tratan todos los alemanes con los que me toca interactuar en el trabajo y en la vida cotidiana. Cuando mi alemán es insuficiente, nadie duda en intentar el diálogo en inglés con la mejor sonrisa y sin facturarme mis dificultades con el idioma. Siempre estaré agradecido por eso.
También, ya lo mencioné hace un tiempo, combaten duramente contra el racismo. En todos los órdenes y con firmeza. En esta fecha y en la próxima del fútbol alemán se lleva a cabo una iniciativa relacionada con este tema. Espectadores, jugadores y árbitros, antes de los partidos, levantan simultáneamente un cartón rojo que dice “Zeig Rassismus die rote Karte (mostrale tarjeta roja al racismo)”. Todavía quedan racistas, siempre hay alguno por ahí. Pero no hay racismo como tendencia generalizada, sino todo lo contrario.
Por todo esto es que vivir más tranquilo, por lo tanto mejor, es uno de los argumentos más poderosos para sostener la decisión de irse. Porque además, aunque uno se prive de tenerlos cerca, puede ser de más ayuda para los que quedaron allá. Por eso ahora pienso distinto y creo que todos los argentinos tenemos que votar en cualquier lugar del mundo en el que nos encontremos. Con esa inquietud averigüé en el consulado argentino en Bonn los requisitos para votar en las elecciones del 28 de octubre. Pero no podré hacerlo porque debía empadronarme antes del 30 de junio. Está en nosotros ser mejores y pedirles que lo sean a quienes nos conducen. Si mienten, roban, estafan, destruyen y hasta matan con tal de ganar o conservar el poder, hagámoles saber que todo eso tiene un costo. Primero, no votándolos y después, sí o sí y sin concesiones, llevándolos ante la Justicia (a la seria, no a la que armaron a su medida) para rendir cuentas por todas sus tropelías y trapisondas. Los alemanes tienen el país que tienen habiéndolo construido en sesenta años partiendo desde la destrucción total. En ese mismo lapso, la Argentina, que se encontraba en el mejor momento de su historia tras la Segunda Guerra, está devastada por la corrupción y la degradación social, aun habiendo recibido mucho más que Alemania en concepto de créditos y ayuda.
El domingo tenemos otra chance, una más (y van...) de demostrar que la mayoría de nosotros no nos merecemos los gobiernos que venimos padeciendo desde hace décadas. La paradoja es que los que sí los merecen son justamente los que más a salvo están del problema. Son ellos mismos: EL problema.

lunes, 15 de octubre de 2007

De Bielsas y Basiles

Ya está claro que Alemania es un lugar en el que uno puede sentirse a gusto; al menos si le toca llegar en las condiciones en las que pude hacerlo, con las necesidades básicas satisfechas. Sin embargo, nada logra disimular totalmente la distancia. Por eso tuvieron algo de especial las noches de sábado y domingo en El Rincón, ya que en ambas hubo una mini concentración de argentinos para ver al seleccionado de fútbol y a Los Pumas.
Todos los compatriotas que estuvimos viendo a los muchachos del devoto de los códigos, el talco, los cuernitos y el saco a pesar de los más de cuarenta grados de Venezuela, llegamos a este país buscando un horizonte mejor, aunque a algunos no estuviera yéndonos mal al momento de dejar Argentina. De hecho, yo mismo no tengo aun decidido cuánto tiempo va a durar mi estada en Köln. Pero creo que no me equivoco si afirmo que nos habría encantado tener la chance de desestimar por poco tentadoras las ofertas o posibilidades que se nos presentaron oportunamente; y la ecuación cierra no sólo desde lo económico, sino que al poco tiempo de estar instalado acá uno percibe que se trata de un modo de vida diferente y que esa diferencia está dada, fundamentalmente, por el respeto que los alemanes se entregan a sí mismos y a todos aquellos que de una manera u otra nos insertamos en su sociedad. Creo que por todo esto es que se dio algo curioso en las charlas que manteníamos mientras mirábamos el partido, en las cuales Marcelo Bielsa se llevó el protagonismo. Con matices, algunos somos militantes de esa causa y otros son más moderados, todos coincidíamos en que nos pondría más contentos verlo con el buzo de la AFA; casi como una declaración de principios.
Hice una mención en la entrada anterior acerca de las similitudes entre el fútbol y la sociedad de cada una de las naciones que, modestamente, este blog intenta unir. En la tierra del matrimonio que no tiene ningún reparo en manejar todo a favor de su proyecto de poder hegemónico, el fútbol hace casi treinta años que tiene al mismo presidente, tan grosero es sus procederes como los K. En el fútbol del país que tiene sugerentemente vacantes juzgados federales en los que se ventilan causas de corrupción no debe sorprendernos que un tipo intachable como Bielsa se haya hartado de nuestro medio y pegado el portazo, como tampoco puede tomarnos desprevenidos que la Selección esté a cargo de quien está. Pero que no sorprenda no nos sumerge en la resignación. En todos los órdenes, en todos sin excepción, deberíamos estar llenos de Bielsas. Pero no va a ser posible, no al menos en el corto plazo, porque las encuestas dicen que a la consorte le van a entregar la banda y al otro ya le aseguraron los próximos cuatro años de padrinazgo. Por si hace falta la aclaración, cuando nombro a Bielsa sólo me refiero a Marcelo, el entrenador de fútbol. Aunque no fuera del todo favorable a nuestra camiseta, creo que nos habría gustado que le fuese un poco mejor a quien consideramos el “bueno” de esta historia llena de “malos”. Será por eso que el 2 a 0 del final no nos euforizó ni nada parecido, más allá del deleite que en nuestra calidad de amantes de este juego nos produjeron los dos implacables tiros libres de Riquelme y las vertiginosas gambetas de Leo Messi.
A miles de kilómetros de distancia tampoco estuvimos exentos de la fiebre por Los Pumas. La televisión alemana entregó el partido ante Sudáfrica en vivo y un grupo de compatriotas se reunió en El Rincón para seguirlo durante la cena. Algunos pidieron subir el volumen de la transmisión televisiva y permanecieron parados mientras en el estadio se escuchó el Himno Nacional. Acá tampoco hubo desborde emocional, pero en este caso porque los sudafricanos marcaron desde el comienzo que eran los claros favoritos y que esa noche no habría margen para ningún milagro. Argentinos al fin, varios de los presentes sabían cómo había que ganarles a los Springbocks, aunque algunos de ellos eran los mismos a los que minutos antes habían tenido que explicarles cómo se contabilizan las anotaciones en este deporte y se sorprendían porque la mayoría de los jugadores rivales no eran negros.
En un regreso a las menciones sobre la vida cotidiana, después del fin de semana libre me espera una gran vuelta a los relatos. El viernes me toca el electrizante duelo entre Energie Cottbus y Duisburgo, último y antepenúltimo respectivamente del campeonato, ambos en puestos de descenso. Voy a preparar especialmente la garganta, porque temo que tendré que gritar para que se me escuche desde tan cerca del fondo de la tabla. Pero me conformaré con que haya al menos un gol para conservar mi invicto, que ya lleva treinta y tres partidos relatados en vivo sin empates en cero.
También puedo agregar que la semana pasada me convertí, con la apertura de una cuenta bancaria en la cual depositar mis ingresos, en un mísero e insignificante crustáceo en el océano de una de las economías más importantes del mundo, en la que no existe el riesgo de ahorros forzosos, planes Primavera o Austral, BonEx, BoCon, LeCOP, Patacones, feriados bancarios y cambiarios, corralitos, corralones, blindajes, megacanjes, riesgo país, índices truchos y todas esas delicias que han hecho que nuestra historia reciente no sea tan aburrida como la de estos amargos y monótonos alemanes.

lunes, 8 de octubre de 2007

Éstos no saben lo que es la pasión

Hasta ahora no me había referido al fútbol en este espacio. No lo hice porque hay cosas que me parecían más interesantes de la vida en Alemania para compartir en los primeros contactos. Pero no olvido que fue gracias a este incomparable deporte que llegué a este gran país y algunos futboleros seguidores de estas crónicas me sugirieron hacer un relato relacionado con nuestro deporte favorito. Espero no defraudarlos.
Partiendo de la advertencia de que se trata de un parecer personal, debo decir que en Alemania son muy pocos los jugadores por los que pagaría una entrada. El francés Franck Ribéry, de Bayern Múnich, el brasileño Diego, de Werder Bremen, y mi preferido, el holandés Rafael van der Vaart, que juega en Hamburgo. Hay algunos otros interesantes. Pero acá también el fútbol es, como en la Argentina, un fiel reflejo de la sociedad; por eso, todos los equipos prefieren basar sus planteos en lo colectivo. Ningún entrenador de este medio explicaría que perdieron “porque un día te levantás mal y no te sale una”, como no hace mucho lo intentó un célebre pensador bahiense, porteño naturalizado, ante una derrota inapelable y dolorosa de nuestra camiseta más querida.
También hay cosas para contarles a los hinchas de las hinchadas. Borussia Dortmund tiene el estadio más grande de la Bundesliga. En el Signal Iduna Park caben nada menos que ochenta mil espectadores y el equipo, que está apenas por encima de los que hoy descenderían, juega siempre a estadio lleno. Es casi imposible conseguir una entrada si no se está abonado. El panorama es impresionante a la distancia, así que imagino lo que debe ser presenciarlo. Pero más allá de este caso particular, a los alemanes les gusta ir a los estadios. El promedio de ocupación de las localidades disponibles para los nueve encuentros que se juegan cada fin de semana nunca baja del 80% y en los tramos decisivos se acerca mucho al "ausverkauft" (agotado).
Los hinchas toman parte del espectáculo, pero no son los protagonistas. Antes de los partidos, un animador conduce una serie de actividades que van amenizando la espera. A pocos minutos de la aparición de los equipos se anuncian las formaciones; primero y rápidamente, los visitantes. Después los dueños de casa, empezando, obviamente, por el arquero y continuando con los demás según el número de camiseta en orden ascendente, con suplentes incluidos. El locutor dice casi a los gritos, por ejemplo, “nummer sechs (6), Martiiiiiiiiiiiiiiinnnnnn... ” y todos los hinchas de Bayern gritan “¡De-mi-che-lis!”.
El fútbol no es más que un entretenimiento para los espectadores; con lo que voy a contar, seguramente, muchos de mis amigos futboleros asiduos visitantes de estadios argentinos se van a reír o, algunos, a enojar. Todos los hinchas llegan y se van por las mismas calles o tomando los mismos ómnibus, trenes o tranvías. Cuando termina el partido cada uno dispone de la libertad de irse cuando le parezca y no tiene que esperar que le abran la jaula. Acá no hay cantos en los que las hinchadas aludan a sí mismas, al “aguante”, no amenazan con quemar nada ni matar a nadie y ni hablar de esperarse en una estación para ver quién es el “capo” o quién “manda”. Tampoco se ven esas banderas con las que alguien quiere demostrarle a alguien, no se sabe a quién, qué está ahí, aun a costa de que otros no puedan ver el partido gracias a esa bendita bandera. Los hinchas se mezclan en las tribunas, cada uno alentando a los suyos y gritando sus goles sin que nadie lo crea algo peor que una violación o un asesinato.
No hay histeria por los resultados y les cito algunas muestras de esto: de los tres equipos que descendieron, sólo uno cambió de técnico. Los grandes que hicieron malas campañas también mantuvieron a los entrenadores en sus puestos. En la temporada anterior me tocó estar acá para las últimas cinco fechas, las de la definición. Me llenó de envidia ver que los hinchas de un club grande como Borussia Mönchengladbach, que descendió dos fechas antes del final y como local, despidieron con aplausos a los jugadores y prometiéndoles acompañarlos en Segunda División, algunos lagrimeando. O lo que pasó con los de Schalke 04, que esperan ser campeones desde 1958 y estuvieron a un paso de serlo en mayo último. Fueron punteros hasta la penúltima fecha y resignaron esa posición tras una derrota en el clásico de toda la vida contra Dortmund. En la última jornada no fue suficiente la victoria como local ante Bielefeld y el trofeo se lo llevó Stuttgart. Tras el partido, jugadores e hinchas de Schalke se acompañaban en su pena aplaudiéndose mutuamente. Imaginemos por un minuto qué pasaría en nuestro querido fútbol si un equipo atravesara el trance que les tocó vivir a los de Gelsenkirchen, de perder las mayores chances de ser campeón ante el clásico rival. Si tenemos en cuenta que hace poco, por ejemplo, a los muchachos de Gimnasia los amenazaron con armas para que le allanaran oprobiosamente el camino a quien peleaba el campeonato con Estudiantes, lo mejor será no hacer el ejercicio que les proponía líneas más arriba.
Hemos escuchado millones de veces la frase “en ningún lugar del mundo se vive el fútbol como en la Argentina”; y, después de mucho tiempo, estoy llegando a la conclusión de que los que la sostienen tienen razón. Solamente nosotros, y muy pocos más, podemos lograr que una cosa tan maravillosa y disfrutable como el fútbol se convierta en un padecimiento por el que algunos imbéciles o delincuentes, o ambas cosas, lleguen a matar o a morir.

lunes, 1 de octubre de 2007

La dura vida del relator

No es una queja, pero la verdad es que me llama la atención la frecuencia con la que llueve en esta ciudad. Podría decir con certeza que desde que llegué, el 9 de agosto, no tuvimos tres días seguidos en los que no cayera agua en algún momento. No es del todo desagradable, pero a los que no estamos acostumbrados nos cuesta bastante habituarnos a la permanente compañía, a veces molesta, de la lluvia.
El CBC (Cologne Broadcasting Center) está en la Richard Byrd-Straße, en el barrio noroccidental de Ossendorf. Ese es el lugar desde el que transmitimos los partidos de cada jornada de la Bundesliga. El edificio forma parte de un complejo enteramente dedicado a los trabajos relacionados con los medios audiovisuales y cuenta con el más moderno equipamiento. Esta “ciudad” de la radio, la televisión y el cine está sobre lo que era el aeropuerto militar de Colonia, del que todavía quedan algunos vestigios.
Los días de mayor actividad, los sábados, llegamos poco antes de las 14.00. Somos cuatro Kommentatoren (relatores para nosotros); dos narramos en español y los otros dos en inglés. Se emiten en vivo dos partidos en ambos idiomas. Una vez que estamos todos, el jefe de edición toma la palabra y les comunica a los editores los lineamientos que deberán seguir en la elaboración de los “highlights”, que son los resúmenes de cada uno de los seis partidos que se juegan simultáneamente cada sábado. El criterio, a grandes rasgos, es el de la difusión de lo mejor del fútbol alemán. No hay indicaciones para los periodistas. Hay absoluta libertad para quienes comentamos, que lo hacemos solos. La reunión se hace en una pequeña sala denominada “Team catering”, donde hay una cocina, una heladera, un lavavajillas y tenemos a disposición los Brötchen (pancitos) con diferentes fiambres y quesos; algunos de ellos vienen con manteca o lechuga. También hay varios termos con café, hay leche entera y descremada, azúcar, sacarina y varios tipos de bebida sin alcohol (agua mineral con y sin gas, gaseosas y jugos de frutas). En una canastita, tipo panera, hay distintas clases de chocolates, que son uno más rico que el otro y que desaparecen antes que cualquier otra cosa. Desde mayo último, los que quieren fumar tienen que salir del edificio.
Antes de las tres de la tarde, generalmente, llegan los productores con las formaciones. En una hoja aparecen los planteles y en otra, manuscrita y enviada por fax, vienen los nombres de los titulares de cada equipo dispuestos tácticamente. Con esa información, ya se puede ir al estudio.
En la mesa de trabajo hay dos monitores; en el más grande tengo el partido que debo relatar y en el más chico se puede ir siguiendo de reojo el resto de los encuentros. En los auriculares tengo el sonido ambiente del estadio. Divido una hoja en dos horizontalmente y en cada mitad escribo un equipo con biromes de colores asociados a los de sus camisetas mientras es posible; a la izquierda de la mesa pongo la notebook con la que puedo consultar los archivos con estadística que nos hicieron llegar durante la semana.
A las 15.30 empiezan los partidos y ahí estamos, solos con nuestras almas, contando la Bundesliga. En el entretiempo nos reencontramos los cuatro relatores con los productores e intercambiamos datos e impresiones mientras comemos y/o tomamos lo poco que quedó en la sala que les describí al comienzo. Este paso se repite al final del partido exceptuando la parte de las vituallas, que a esta altura son historia. También se hace un pasada por el baño, siempre impecablemente limpio, donde un sensor de luz activa un sistema que hace salir el agua de los mingitorios una vez que el visitante cumplió su cometido. Después de lavarse las manos, con un suave tirón una máquina deja salir unos cuarentas centímetros de un rollo de toalla para secarlas. Inmediatamente se activa un motor que guarda el usado y deja expuesto otro segmento para cuando haya que repetir el ciclo. Pero ahora la espera es más larga, porque los editores deben terminar de armar los compactos, que pueden durar, según el caso, entre cinco y siete minutos. Mientras aguardamos empiezan a llegar las planillas con toda la estadística de cada encuentro. Después, nos avisan que las ediciones están listas y hay que subir al primer piso a visualizar las imágenes. A cada uno de nosotros le toca comentar el compacto del partido que relatamos más otros dos, para lo que cada editor nos entrega una Sprecherliste (rutina) que, a veces mejor y otras peor, describe la jugada y detalla el número de repeticiones cuando las hay. En la última hoja dice en qué momento debemos terminar; si la edición dura seis minutos dirá “Ende Kommentar: 5:55”.
Acá empieza el momento más estresante de la semana: con todos los papeles a cuestas, cada relator vuelve a su estudio. Se sienta y espera que el operador diga las palabras mágicas: “es geht los (arranca)”. Aparece el primer resumen, que uno comenta en inglés y otro en castellano al mismo tiempo; los mismos se encargarán del tercero y el quinto. El otro dúo le pondrá la voz al segundo, al cuarto y al sexto, con el agregado de que al final del último también deberá repasar los resultados de la fecha y la tabla de posiciones. El estrés se produce porque cuando uno se equivoca hay que detener la grabación de todos, ya que, como dije antes, se está haciendo simultáneamente; además del orgullo personal de querer hacerlo bien de entrada, a nadie le gusta alargar su jornada y la de los demás. Al final, con la satisfacción del deber cumplido, llega la despedida: “bis nächste Wochenende (hasta el próximo fin de semana)”.

lunes, 24 de septiembre de 2007

Lejos, pero muy cerca

Esto es noticia. El sol brilló sobre Köln durante todo el fin de semana. Ideal para hacer rodar la bicicleta que me regaló un alemán, Thomas Schumacher, hace pocos días. Fue un gesto que no esperaba recibir de él, que acaba de casarse y con quien sólo había conversado tres o cuatro veces durante mi otra estada acá. Thomas tiene un local enorme en el que se dedica a la venta y acondicionamiento de este tipo de rodados, que comparte con los tranvías la preferencia de los coloneses para trasladarse dentro de la ciudad.
Aunque me gusta mucho hacerlo, llegué a la conclusión de que no es un buen ejercicio la lectura de los diarios argentinos. Quizás la distancia nos pone más sensibles a los que estamos lejos; pero hay cosas que, me parece, no tienen que ver con eso. Estoy escuchando la radio mientras escribo esto; Víctor Hugo y Daniel López comentan que las encuestas dicen que la inseguridad es el problema que más atormenta a los argentinos. La vida parece valer cada vez menos, todos los días alguien muere por unos pocos pesos o algún elemento de poco o mucho valor. Me cuesta creer lo que leí hace un rato: a un chico de doce años le reventaron la cabeza de un balazo en un cíber porque el padre tenía poco dinero encima. Pero desde arriba insisten con que los índices de pobreza bajan, aunque después de lo que pasó últimamente uno no sabe si eso es real o si también en este rubro los números son dibujados. No era fácil determinarlo estando allá, mucho menos lo es a una distancia que excede lo meramente geográfico.
Acá se vive seguro y se puede percibir hasta qué punto no estarlo degrada la calidad de vida. Se ven mujeres y chicos solos en bicicleta por la calle y a toda hora. La gente, en general, no necesita mirar para todos lados a ver de dónde viene el intento de atraco. Los cajeros automáticos dan a la calle y en todos los vagones de trenes y tranvías hay cámaras que permiten identificar inmediatamente al autor de cualquier tipo de ataque contra la integridad del otro; y un detalle fundamental, que lo expongo con una anécdota. Cuando me iba para la Argentina al regreso de mi viaje anterior a Alemania, la esposa de Gustavo me acercó un par de regalos para llevarles a mis sobrinos. A Camila le envió una carterita y otras cosas de nena. Para Ian había un autito de carreras; mientras yo le agradecía, Almut me explicó que “pensaba comprarle un auto de policía, pero como sé que en Argentina no tienen buena imagen preferí esto. Acá, a los chicos se les regala muchos juguetes alusivos a ellos, porque todos acá sabemos que los policías son nuestros amigos y que están para ayudarnos por cualquier problema que se nos presente”. Huelga cualquier comentario.
Gracias a nuestras joyitas, cada vez que hay elecciones viene la denuncia de fraude adjunta. Van a hacer el recuento de los votos, porque nunca es del todo confiable el primer conteo, y resulta que hay más sufragios que electores habilitados. Hay casos en los que hasta el que gana tiene dudas. Al ministro que maneja una de las áreas estratégicas del país le ponen como control a su esposa. Uno de los dos pares de bigotes mágicos que siempre intenta convencernos de que el sol sale de noche, Alberto, ahora dice que la inflación no existe en la Argentina; y para peor, tengo que aguantar que uno de los nuestros que lleva muchos años viviendo acá me diga que el otro, Aníbal, es un tipo brillante porque tiene respuesta para todo. Parece joda. Esto no es el Edén absoluto, acá también aparece cada tanto un caso de corrupción, pero cuando uno le cuenta estas cosas a los alemanes no pueden contener el sentimiento de compasión, que sucede a la incredulidad. Por estos lares todavía tienen valor las instituciones, el sistema tiene alguna defensa contra este tipo de enfermedades que a nosotros se nos han hecho crónicas. Para peor, parece que no vamos a curarnos; porque según los mismos diarios que todavía tengo en la pantalla, lo más probable es que después del ataque agudo que tendremos en octubre sigamos afectados por otra cepa de este mismo virus y quién sabe si la que viene no es todavía más virulenta que la que padecemos por estos días. Perdón a todos por la catarsis.
El otoño volvió a hacerse notar el lunes. Otra vez la lluvia, días cada vez más cortos. A las siete y media de la tarde ya no hay luz natural y cuentan que en el invierno eso sucede a las cinco. Todos dicen que es triste, pero voy a esperar a verlo para estar de acuerdo o no.

lunes, 17 de septiembre de 2007

Mi rincón en Köln


El barrio colonés en el que vivo se llama Ehrenfeld, que traducido al español significa “campo del honor”. Posiblemente se trate del sector más cosmopolita de una ciudad tan multirracial como esta. Es un Viertel que en los últimos tiempos se ha puesto “de moda”. Muchos intelectuales y gente de los medios buscan departamento por esta zona. Algo parecido a nuestro Palermo Viejo, con la diferencia de que acá no le agregaron “Soho” o “Hollywood”. Sigue siendo el Ehrenfeld de siempre.
En la esquina de la Simrockstraße y la Stammstraße está El Rincón, el restaurante de mi amigo y guía Gustavo Flamma. Oriundo de Sarandí, divide su amor futbolero entre Boca y Arsenal. Está casado con una alemana llamada Almut y desde hace algo más de dos años tienen a Adrián, que nació en Köln y se comunica en alemán con la madre (que habla casi perfecto castellano) y en español –porteño- con el padre. Gustavo vive en esta ciudad desde 1999 y es quien me da alojamiento durante mi estada acá y me acompaña en las gestiones para las cuales mi manejo del idioma es insuficiente, lo que equivale a decir casi todas. Pobre, de repente le cayó desde la Argentina un hijo que tiene casi su misma edad.
El Rincón fue inaugurado hace poco más de un año, en junio de 2006. Por ahora, sólo abre para la cena: martes a domingos de 18.00 a 1.00; los lunes está cerrado. Es un bar de tapas al estilo español que también ofrece algunas especialidades argentinas, como nuestros clásicos bifes. La clientela es de lo más variada. Uno de los más asiduos comensales, que viene dos o tres veces por semana sin fallar, es un escritor muy conocido en Alemania; se llama Günther Wallraff, es un señor muy atento y cordial que tiene unos sesenta años y habla con un pronunciado seseo. Una de sus obras más famosas es un libro que fue traducido a varios idiomas y que se titula “Cabeza de turco”, para cuya investigación Wallraff se hizo llamar Alí, se caracterizó como uno de ellos y durante dos años buscó los empleos, siempre insalubres y peligrosos, que estaban destinados a los turcos que llegaron en gran cantidad a trabajar en la reconstrucción de Alemania tras la guerra. Wallraff es muy consultado por estudiantes universitarios, a quienes cita en El Rincón para conversar con ellos durante la cena, siempre regada con los mejores tintos disponibles en la bodega. No son pocas las veces en las que no podemos dejar de mirar a las estudiantes que se entrevistan con este buen señor con modales de caballero, a quien en la cocina ya le conocen todos sus gustos y se los conceden.
Gustavo atiende casi personalizadamente a cada uno, lo que a los alemanes les gusta de manera especial. Va a saludarlos apenas entran, con un abrazo a los más conocidos, y les sugiere una mesa donde ubicarse. Muchos son visitantes frecuentes, que encuentran un ambiente cálido y familiar para sentarse a cenar y conversar. La luz es tenue y se suena mucha música en castellano, que incluye mayoritariamente a Joaquín Sabina, ritmos españoles tradicionales y tangos interpretados por el “Polaco” Goyeneche. Al momento de pedir la cuenta, los comensales reciben una última atención: “Was trinken Sie gerne auf El Rincón?” (algo así como “¿qué le gustaría beber por invitación de El Rincón?”). Cuando los clientes se retiran, el saludo se repite con la misma calidez que a la llegada y se escucha el habitual “schön Abend noch” del anfitrión, una forma muy atenta de despedirse entre los alemanes que quiere decir “que termine bien la noche”.
La galería de los personajes también tiene a los difíciles. Uno muy especial es un calabrés que vive a pocos metros, a quien Gustavo llama “allenatore (director técnico, en italiano)”. Hace treinta y cinco años que está radicado en Alemania y es vendedor ambulante de helados. No mide más de 1,60, casi es más ancho que alto y camina sacando pecho a lo compadrito. Pasa siempre después de cenar en su casa con la firme intención de que le inviten un café, cosa que a veces logra. Pero fue muy gracioso una noche en la que después de tomarse su “espresso” le acercó a Gustavo el puño cerrado como para pagarle con monedas, mientras le preguntaba cuánto era. Cuando escuchó “un euro con sesenta” se sorprendió y tuvo que meter la mano en el bolsillo para sacar monedas realmente, porque el puño estaba vacío. Un trucho.
Cerca de la hora del cierre, a la medianoche, suele venir Yuri, el mecánico de la mitad de cuadra. Es muy flaco y alto, tiene un poco más de cuarenta años, el pelo cano hasta los hombros y camina como esforzándose por mantener el equilibrio. Pide sugerencias sobre qué comer, pero siempre terminará eligiendo los chorizos a la sidra con papas. Parece divertirse haciendo ácidos comentarios mientras come sentado en un banco de la barra. Es como si se regodeara con el alemán en ningún caso perfecto de todos los que trabajan acá. Insiste en dialogar con Gustavo, pero éste adivina a dónde llevan esas charlas y las evita. Al final, Yuri paga y se va dejando la sensación, cada vez más certeza, de que tiene algún serio problema con la cisterna y no le llega el agua al tanque.

viernes, 14 de septiembre de 2007

¿Por qué es imposible para nosotros?


Mi amigo Roberto Aramayo redactó la carta en alemán y la envié por fax a la señora Keller, la encargada de prensa de la federación alemana de fútbol, quien pidió que adjuntara una fotocopia de mi carné de periodista. Debía retirar la credencial el día del partido en el hotel Intercontinental de Köln, en el centro. No hubo sorpresas. En la recepción me la entregaron con el solo requisito de acreditar mi identidad.
Tomamos el tranvía en Neumarkt, un punto de combinación de transportes. En los lados largos de la plaza hay andenes para los Straßenbahn. Para ocasiones como esta, el ente que los administra pone una persona en cada puerta con la sola misión de determinar cuándo no hay más lugar e impedir que suban más pasajeros y asegurarse de que las puertas pueden cerrarse sin riesgo. No hay aglomeración, porque ni bien sale una formación de la estación entra otra con el mismo destino. Ahí subimos a la línea E, que se habilita para los días de partido y termina a cien metros del Rhein Energie-Stadion.
A Roberto le negaron la acreditación, por lo que no tenía asegurada su presencia en el partido amistoso entre Alemania y Rumania. Ni bien nos bajamos del tranvía aparecieron los revendedores. Parece que encontramos novatos o muy urgidos, porque ofrecen a veinticinco euros la entrada que vale veinte.
Desde el ingreso al sector de prensa hasta mi ubicación, todos los controladores son, al menos, bilingües. Me tocó en el sector alto de la tribuna oeste. Para que tengan una idea, el estadio es parecido al de Vélez y estoy en las primera filas de la platea norte alta. El grupo más compacto de rumanos, unos tres mil, está en un codo; pero se ven camisetas amarillas, rojas y azules por todos lados. Dos de ellos están un par de butacas delante de la mía, en medio de todos los alemanes. En cada asiento pago hay una banderita alemana prolijamente enrollada.
Toda la previa tiene un conductor que está dentro de la cancha y es permanentemente mostrado por las dos pantallas gigantes, ubicadas en las esquinas sudeste y noroeste del estadio. Cuando anuncia las formaciones, primero nombran a los visitantes; después, se cumplirá con un rito de cada partido del fútbol alemán: empezando por el arquero y continuando en orden ascendente según el número de la camiseta de cada jugador, el anunciador menciona el nombre de pila y todos los hinchas corean el apellido. Hay dos que son los créditos locales: Lukas Podolski, que tras el Mundial pasó a Bayern Múnich, y Patrick Helmes, delantero de Colonia y único futbolista del Nationalmannschaft que no juega en Primera.
El entusiasmo de los alemanes sufre un rápido impacto. A los tres minutos, un centro desde la izquierda, toque de Goian al lado del arquero y gol de Rumania. Me pareció off side, pero la pantalla gigante no entrega una buena repetición. Los rumanos festejan el tanto y nadie los molesta. Me compadezco de ellos con sólo imaginarlos intentándolo contra la Argentina en la Bombonera o en el Monumental.
El aliento para los locales es constante. Todos siguen el ritmo que imponen diez bombistas “oficiales” que están detrás de los arcos, sobre el césped, en el espacio que queda entre los carteles de la publicidad y la tribuna. El tiempo pasa y el estadio sufre, porque los rumanos manejan bien los pelotazos cruzados y generan situaciones muy claras. Pero no se escuchan insultos ni gritos desaforados. A los cuarenta y uno empata Schneider –de Leverkusen, de cabeza- y los alemanes explotan. Por los parlantes sale una canción que obviamente no entiendo y todo el mundo la canta mientras agita las banderas alemanas.
En el entretiempo hay largas filas para comprar cerveza, que en este partido fue permitida. Para conseguirla, los hinchas debían adquirir antes de entrar una tarjeta a la que se le carga un crédito. Cuando pasan por el puesto de venta, un lector descuenta los cuatro euros que cuesta cada vaso. No se maneja dinero y eso agiliza mucho el movimiento porque, entre otras cosas, no hay que esperar el vuelto, mucho más si aparece alguno que no dispone de billetes “chicos”. Si quedó crédito, sirve para otro partido.
Alemania lo dio vuelta en el segundo tiempo con los goles de Odonkor –jugador de Betis, en España- y Podolski, el mimado de la gente. A pesar de que sus compañeros lo intentan por todos los medios y el técnico Joachim Löw lo deja en la cancha los noventa minutos, Helmes no convierte. La verdad es que creo que debe ser un gran pibe para que la gente lo banque tanto. Porque si es por lo que juega...
Cerca del final, las pantallas informan que hay 44,500 espectadores. Ni bien termina el partido salgo a buscar el punto de encuentro con Roberto, para ir a tomar el tranvía de vuelta. Hay uno que va al centro que me deja a dos cuadras de casa, pero el que está en el andén no tiene más lugar; y en la espera del siguiente, no más de dos minutos, percibo un detalle que me supera: los anuncios del recorrido de los trenes, tanto sonoros como en los carteles electrónicos, son hechos en alemán ¡¡¡y en rumano!!!
Con mi incredulidad a cuestas y media hora después del final del partido ya estoy cenando en El Rincón. A mis amigos futboleros les pido perdón por la ausencia de detalles sobre el partido. Le presté poca atención porque fui al estadio con la intención de ver otras cosas; y no saben cómo me duele haber comprobado que lo que en la Argentina es casi un delirio romántico en otros lugares es una realidad cotidiana.

lunes, 10 de septiembre de 2007

Buena onda a orillas del Rin


Después del primer mes de experiencia germana, que se cumplió el domingo 9, debo decir que no puedo quejarme de cómo me ha recibido este país. Vivo y trabajo sin ningún tipo de inconveniente dentro del marco de una ciudad acerca de la cual ya les conté en los envíos anteriores.

Dicen que Colonia es un lugar especial de Alemania por la calidez de su gente, que difiere en este aspecto del resto de los alemanes. Alguna vez me referí al concepto que tenemos de ellos, a quienes definimos como gente fría y poco sociable. Estoy en lo de los franceses, como todos los mediodías. Olivier, fanático del rugby, me recibe con felicitaciones y un apretón de manos por la victoria de anoche de Los Pumas ante los suyos en el Mundial. Los nuestros les ganaron en el patio de su casa, en Saint Denis. Yo había pronosticado un triunfo con mucho trabajo de los azules, pero los de Loffreda defendieron como leones en el segundo tiempo e hicieron historia.
Para variar, afuera está nublado y la lluvia es una promesa que otra vez se cumple. Observo a mi alrededor en "Les saveurs de Provence" y veo las siete mesas ocupadas, incluyendo a la mía. Cualquier persona que entra saluda a todo aquel con quien cruce la mirada. Cada uno está en su tema, pero llama la atención la facilidad con la que nacen charlas de una mesa a otra. No son comentarios ocasionales sobre el tiempo, la caída de una servilleta o algo así. No se conocen, no se vieron nunca antes, pero conversan de cualquier cosa como si se conocieran de mucho tiempo. Mi escuálido alemán no me permite seguir la conversación, pero se los ve interesados en lo que dice el de la mesa de al lado; después de un rato, la distribución de las sillas no tiene nada que ver con el orden que tenían hace media hora. Esto es muy común verlo en cualquier café o restaurante y, cuando es necesario, los alemanes no tienen ningún inconveniente en hablar en inglés. Ya no me quedan dudas: sociables, son sociables; y extremadamente educados.
También es curioso lo que pasa a la hora de pagar. Si en la mesa hay dos o más personas, cuando se pide la cuenta viene la pregunta del mozo o de quien atienda: “¿getrennt oder zusamenn (separado o todo junto)?” Si no es una mesa ocupada por una familia, la respuesta mayoritaria es getrennt. Se le hace la cuenta a cada uno, paga y listo. Cuando alguien se va antes que el grupo que lo acompaña, pasa por la caja, recita todo lo que consumió y le cobran. Muchas veces, en las mesas con parejas o personas en tratativas para formarla, la que paga es la mujer. Hay otra situación que se observa con mucha frecuencia, que debiera parecernos normal y a la cual, lamentablemente, nosotros no estamos acostumbrados: puede suceder que haya un error en la cuenta y el beneficiado sea el cliente; éste, inmediatamente, advierte de la equivocación a quien sumó mal. Siempre. Lo hacen con la misma convicción con la que esperan los centavos de vuelto, tras lo cual dejarán la propina.
El fin de semana que pasó lo tuve libre porque la Liga entró en receso por el compromiso de la selección por las eliminatorias de la Eurocopa 2008. Dediqué toda la tarde del domingo a caminar por la ciudad. Frente a la catedral, hay una muestra de imágenes de los ataques nucleares de Estados Unidos sobre Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945. Allí se ven fotos espantosas y cuadros que aluden al tema, además de los testimonios escritos de algunos sobrevivientes. Cuesta desatar el nudo de la garganta para retomar la caminata.
Antes de llegar a la orilla del Rhein se pasa por la estación central de trenes de Colonia. Es increíble como el ferrocarril mueve a este país. El tránsito es incesante desde y hacia distintos puntos de Alemania y Europa. Planeando el viaje con cierta antelación y comprando el pasaje por Internet se consiguen muy buenos precios, por lo que es el medio de transporte preferido para cubrir recorridos cortos y medios; hay quienes también lo prefieren para trayectos más largos.
Una vez en la costa, hay que cerrar bien el abrigo porque el viento es frío. Justo detrás de la catedral hay un par de embarcaderos de los cuales parten los barcos que ofrecen viajes y paseos. Se puede navegar una hora por siete euros (tres para los chicos) y esas mismas empresas ofrecen programas de todo un día que cuestan un poco más de veinte. También se puede viajar a las ciudades cercanas –Bonn, Düsseldorf- por vía fluvial. A cada rato pasan también barcazas en las que se transporta todo tipo de elementos. El Rhein, que también recorre ciudades como Estrasburgo, Karlsruhe, Mannheim y Duisburgo, tiene más de 1300 kilómetros de longitud y desde 1868 es considerado como “aguas internacionales”, lo que le permite a la mediterránea Suiza acceso al Mar del Norte sin ningún tipo de restricción. Desde el punto suizo más cercano a la desembocadura, Basilea, son alrededor de 880 kilómetros de aguas navegables para llegar a Rotterdam, en Holanda, donde finaliza el curso del río.
Se hizo de noche y hace frío. Después de la caminata de vuelta, de casi cincuenta cuadras, el café con leche me devuelve la energía que consumí. Mientras, se pone en marcha la computadora para empezar a escribir.

jueves, 6 de septiembre de 2007

¿Mejor o peor? Sin dudas, distinto

Hay algo que me separa decididamente de los alemanes: se puede fumar en casi todos lados, incluidos los lugares donde se come. Ese fue uno de los motivos por los cuales adopté el bistrot de mis amigos franceses; ellos no lo permiten. Pero hay una buena noticia: el próximo 1 de enero entrará en vigor en todo el país la ley que prohíbe terminantemente fumar en todos los espacios cerrados. ¡Vamos todavía!
Esta semana tuve mis primeros días seguidos de automovilista en Köln. El tránsito es tan ordenado que hasta aburre, pero hay que conocer bien la señalización y algunas reglas; por ejemplo, si uno llega a un cruce de avenidas por el carril derecho DEBE girar; si intenta seguir adelante por una distracción o un arrepentimiento súbito, es Strafe (multa) segura. Sí o sí hay que poner la luz de giro para cambiar de carril o para doblar, aunque no venga nadie detrás.
El peatón y el ciclista siempre tienen prioridad si no hay semáforo y al girar en una esquina hay que mirar si por la bicisenda o la vereda no viene nadie, porque en ese caso también tiene preferencia el que pedalea o camina. No dan tregua con el estacionamiento. El barrio en el que vivo, Ehrenfeld, no es céntrico. Pero permanentemente se ve a los inspectores con esos posnet con los que toman nota de las infracciones. Imprimen el comprobante y lo dejan en el parabrisas; mientras, en ese aparato quedan los datos que al final de la jornada se descargan en el sistema del municipio. A los pocos días llega la carta con la boleta y no hay amigos que eviten el pago, aunque los montos no son muy altos. Si hay un choque, por mínimo que sea el daño, el damnificado tiene que dar parte a la Policía si quiere cobrarle a alguna compañía de seguros. Sin esa constancia es imposible iniciar cualquier trámite. También existen las fotomultas para el exceso de velocidad, con variantes: la imagen incluye el rostro del conductor y el valor que se paga depende de la diferencia entre la velocidad registrada y el máximo permitido.
El tiempo sigue dándonos sol en dosis muy bajas y día a día se va sintiendo más cerca al frío. Ya hay que usar algo más que las remeras livianas de mangas largas. Dicen que el invierno va a ser duro, como lo es siempre, pero difícilmente tendremos nieve, al menos en la ciudad. Eso es cosa de uno o, como mucho, dos días por año y en la periferia. Cuentan que a las cuatro de la tarde ya es de noche –valga el juego de palabras-, que hay pocas horas de luz natural por día en diciembre y enero. Dicen que es triste a partir de noviembre; cuando llegue veremos qué tanto lo es.
Un amigo argentino estudioso de la Segunda Guerra, que vive acá, me contaba días atrás de qué manera le es difícil encontrar testimonios y evidencias de los años de nazismo en Alemania. Es algo de lo que a los alemanes no les gusta hablar en general, ya que a la inmensa mayoría la avergüenza. Existen, sin embargo, pequeños focos de reivindicación que se limitan a pocas personas de edad avanzada que por alguna razón inentendible sienten nostalgia por aquellos tiempos. Afortunadamente, la cantidad es mínima y no están bien vistos. Las generaciones más recientes quieren despegar la imagen de “su” Alemania de lo que consideran una etapa de bochorno internacional. Por eso, cuentan, el Mundial llenó de alegría a este país porque les permitió cubrir las ciudades con los colores de su bandera. Se permitieron mostrarle al mundo su orgullo por ser alemanes, cosa que antes dudaban en expresar abiertamente por la imagen todavía presente de lo que pasó entre 1939 y 1945, con la derrota militar y los crímenes del nazismo incluidos.
Los alemanes parecen haber hecho una profunda introspección después de ese horror. Quizás sea por eso que hoy no hay lugar para el racismo, al que combaten en todos los frentes. Les doy dos ejemplos: me contaron que hace un par de años, salió en los medios de Colonia la noticia de que en una discoteca le habían negado el acceso a un muchacho de origen africano. Poco tiempo después, el boliche debió cerrar por falta de asistentes. No hizo falta que lo clausuraran, porque los mismos clientes emitieron su veredicto: dejaron de ir. Así de simple. En lo que hace al fútbol, los reglamentos prevén sanciones que incluyen quita de puntos ante la eventualidad de una manifestación racista por parte de un jugador o de la hinchada de algún equipo. Hace dos semanas, Borussia Dortmund zafó con lo justo del descuento, aunque su arquero Roman Weidenfeller recibió tres fechas de suspensión y una multa de diez mil euros por una actitud discriminatoria contra Gerald Asamoah, el jugador de origen ghanés de Schalke 04. Éste último acusó a Weidenfeller de decirle “schwarzes Schwein” (negro cerdo) y, según lo que todos afirman, eso es lo que se lee en los labios del arquero en el primer plano de la acción. El equivalente a nuestro tribunal de disciplina tomó un camino intermedio: su presidente explicó públicamente que se castigó a Weidenfeller por discriminación y no por racismo, ya que ellos interpretaron que dijo “schwoles Schwein” (cerdo homosexual). Se mandaron una de la AFA pero a medias, porque, al menos, el agresor no quedó impune.

La carta de presentación de la ciudad


Hay dos cosas de las cuales Köln se enorgullece particularmente. Una de ellas es el 1.F.C. Köln, el equipo de fútbol de la ciudad y uno de los grandes del fútbol alemán, que desde hace un mes tiene como arquero a Faryd Mondragón y deberá jugar otro campeonato en la Zweite (segunda) Bundesliga, división a la que cayó en abril de 2006, meses antes del comienzo de la Copa del Mundo que se jugó en este país. El Rhein Energie-Stadion, que fue una de las nueve sedes del último Mundial, tiene lugar para alrededor de cincuenta mil espectadores y se llena para cada partido; para esto no hace falta que el equipo esté cerca de los primeros lugares, sino que siempre será casi imposible conseguir una entrada si no se está dispuesto a pagar los no menos de 70 u 80 euros que piden los revendedores, que acá también los hay. Ese valor es diez veces el de boletería. Tenía muchas ganas de ver el choque del lunes contra Alemannia Aachen, pero ni loco pago eso para ver fútbol. No este, al menos. Encima, malas noticias: Köln perdió 1 a 0.
El otro orgullo de los coloneses es der Dom, la Catedral. Es realmente imponente. Está a orillas del Rhein, sobre la margen occidental. Fue levantada como dándole la espalda al río, con la entrada orientada hacia el oeste. Es de estilo gótico y su construcción fue iniciada allá por los comienzos del segundo milenio. Por estos tiempos, además, tiene al lado la estación central de trenes, el Hauptbahnhof, esa a la que llegué dos minutos más tarde de lo previsto, como les conté. A tal punto la catedral es representativa de Köln que los logos que identifican al gobierno de la ciudad y a sus dependencias la tienen presente, así como también forma parte del escudo del club de fútbol entre otras alusiones que uno puede encontrar a cada paso.
Al entrar al Dom nos encontramos con la nave central y el altar, casi en el centro. Hay vitrales por donde uno mire y cuesta determinar cuál es el más lindo. Está lleno de turistas que hacen que el lugar esté permanentemente iluminado con los flashes de las cámaras, que acá también cumplen con la regla: detrás de casi todas ellas hay un japonés. ¿Nacerán ya con la camarita y el pasaporte en la mano?
Varias escaleras llevan a las distintas criptas, donde hay menos turistas y se puede percibir con facilidad el olor a humedad, que llega a molestar. Los ambientes son chicos y están dedicados a distintos santos. Algunos fieles rezan, por lo que uno se va rápido para no molestarlos. Volviendo hacia el portón principal está el acceso a la torre sur, a donde subir cuesta tres euros. Es una interminable escalera circular, muy angosta, y se usa tanto para subir como para bajar. A pesar de que permanentemente hay que frenar y ceder el paso a los que vienen en sentido contrario, nadie se fastidia. Todo el mundo se lo toma con paciencia. En un punto intermedio del ascenso se llega al recinto de las campanas, que tienen un diámetro de más de dos metros y una altura proporcional, así que imaginen lo que son y lo que pasa cuando suenan, cosa que ocurrió mientras caminaba por un pasillo contiguo. El ruido es estremecedor y el piso se mueve.
Al final, después de casi cuarenta minutos de trepada sin pausa, llegamos a la parte más alta. Nos separan un par de cientos de metros de la calle y hace siete u ocho grados menos que en el recorrido por la escalera. Los espacios abiertos están enrejados, tal como sucede en la torre Eiffel, para evitar que algún loco decida hacer desde allí el último vuelo de su vida. Se ve toda Köln y el panorama que se tiene de la ciudad es espectacular. Vale la pena el esfuerzo de subir semejante cantidad de peldaños.
Esta ciudad fue, como muchas otras en Alemania durante la Segunda Guerra, devastada por los bombardeos aliados; hay fotos que impresionan. En el Museo de Historia Alemana, en Bonn –un lugar imperdible a veinte minutos en tren desde Colonia-, también se puede ver videos de la época que muestran que hombres y mujeres, viejos, jóvenes y hasta chicos trabajaron en la reconstrucción. Llama la atención que esa tarea tenía como primer paso terminar de destruir lo poco que había quedado parcialmente en pie. Sin embargo, esta obra monumental atravesó indemne los años de la catástrofe. La primera pregunta que hice cuando bajé fue la misma que seguramente podrán estar haciéndose ustedes: ¿cómo sobrevivió der Dom a los ataques de los enemigos del Tercer Reich? Hay dos respuestas que entregan los estudiosos que se disputan la verosimilitud de sus conclusiones: una de ellas, difícilmente aceptable en el contexto de una guerra, dice que los mandos aliados ordenaron respetar la Catedral por su significado religioso. Puede ser, pero... La otra hipótesis, mucho más creíble, al menos para mí, sostiene que no fue derribada simplemente porque servía de referencia para establecer su posición en los raídes aéreos a los aviadores que usaban el curso del Rhein como guía. En aquellos tiempos no existían las ayudas con las que hoy cuentan los pilotos de avión de todas especialidades. Se volaba mucho más “a ojo” y la guerra terminó doce años antes de que los rusos enviaran al espacio el primer satélite artificial, el “Sputnik I”, en 1957.
A esta altura, ustedes estarán aburridos y yo con hambre. Me voy a comer y resuelvo los dos problemas.