jueves, 30 de abril de 2009

Cuestión de idiosincracia

Alemania, como gran parte del mundo por estos días, está preocupada por la famosa fiebre porcina. Fue un gran alivio el dato de que la enfermedad no se transmite por el consumo de la carne, ya que el cerdo está presente en buena parte de la dieta de los alemanes. Ayer se comentaba el pedido de los franceses para que toda la Unión Europea suspenda los vuelos hacia México, aunque propone no aplicar restricciones a las llegadas para facilitar de esa manera el regreso de los europeos a quienes la posible pandemia haya sorprendido en tierras aztecas. El tema preocupa, aunque lo asumen con calma y toman, como en todo el mundo, los recaudos necesarios para evitar que el virus se propague inconteniblemente. La canciller alemana, Angela Merkel, ha pedido a los encargados del área de salud de cada uno de los dieciséis estados federados que componen Alemania que arbitren los medios para poner a disposición del sistema de salud pública los medicamentos indicados para combatir la temida fiebre porcina.
Hace un par de semanas que, después de una pausa, retomamos el curso de alemán. Hay un dato que llama verdaderamente la atención y que nunca comenté en este espacio. Los libros de texto, para facilitar el aprendizaje, tienen muchas ilustraciones y fotos que acompañan las lecciones. El libro que usamos en el nivel pasado, Schritte (pasos), tenía como protagonistas a los trabajadores de un pequeño delivery de comidas, dos muchachos y una chica. La única alemana de la zaga es ella, mientras que uno de los chicos es de ascendencia árabe y el otro italiano. Todas las unidades giran en torno a las vivencias de estas tres personas y no hay que hacer mucho esfuerzo para advertir la deliberada intención de que la integración multirracial de la sociedad se naturalice tanto como sea posible.
Pero ese no es el único detalle que nos llamó la atención a todos los que tomamos el curso. Muchos de los textos que los profesores usan en la enseñanza suelen contener críticas a muchas características de los alemanes y su sociedad; esos recortes de diarios o publicaciones varias critican directamente o con sarcasmo o ironía diferentes hábitos y convicciones que rigen la vida cotidiana de la gente de este país. Lo que ellos más critican de sí mismos es su estructura mental (a la que denominan "cuadrada"), al “excesivo” orden. Es evidente que lo bueno no lo es para todos y lo malo tampoco; cuando a mí me preguntan qué es lo que más me seduce de vivir en Alemania no dudo en decir que son el orden y la posibilidad de hacer planes ciertos a mediano y largo plazo, la tranquilidad de que salir a la calle a cualquier hora no es una aventura riesgosa y la facilidad con la que se pueden resolver cuestiones de todos los días, desde cualquier trámite oficial hasta un reclamo o gestión ante una empresa de servicios. No fueron pocos los alemanes que me dijeron que todo esto los aburre y que les gustaría experimentar un poco nuestro desorden. Yo insisto en no recomendárselos, tanto como ellos lo hacen en su legítima aspiración de salir un poco de la monotonía que dicen padecer.
También son muy notorias, casi conmovedoras, las ganas con la que esta gente espera y disfruta del sol. El sábado estábamos en el estudio y todo estuvo listo muy temprano, así que nos quedó media hora libre antes de empezar las transmisiones. Uno de los editores, una vez que terminó la charla previa, se sirvió un sandwich y huyó hacia la calle para disfrutar al aire libre los últimos quince minutos antes de meterse en su cabina a mirar su partido para seleccionar las mejores imágenes, las que editaría para el resumen. Nos dijo a mi compañero venezolano y a mí por qué no salíamos, a lo que Mariano, en su perfecto alemán, le respondió graciosamente que para los sudamericanos el sol es algo muy normal a lo que estamos muy acostumbrados. Para ellos, en cambio, cada minuto de un día soleado tiene un enorme valor. Por eso, los espacios verdes de la ciudad, que son muchos, se llenan de gente que además de sentarse o acostarse a broncearse puede tomar color haciendo algún deporte, ya que en esos lugares hay aros de básquet, mesas de ping pong fijas y hasta canchas de tenis, en las cuales la paciencia para esperar que se desocupe es el único precio que hay que pagar para poder utilizarlas.
Acá también están en campaña política. En junio hay elecciones y los distintos partidos han empezado a desplegar la cartelería por toda la ciudad. El SPD, Partido Social Demócrata, ha pegado afiches con el rostro de un señor, muy joven al parecer, de apellido Hartmann. Lo que más llama la atención es que los candidatos proponen cosas. La izquierda –Die Linke- anuncia como uno de sus postulados más fuertes la lucha por una remuneración para las mujeres que equipare a la de los hombres por idéntica tarea. Los Verdes –Die Grüne- impulsan la implementación de más trenes y ómnibus (mehr Bahnen und Busse) para combatir la polución ambiental. Hoy por hoy, la red de transporte público permite alcanzar casi cualquier punto de la ciudad y tiene un alto índice de eficiencia y puntualidad; como aspecto negativo hay que destacar que, en relación con otros países de la Unión, el costo es mucho mayor. Para citar un ejemplo, en Roma cuesta un euro lo que en Colonia vale dos euros con cuarenta y permite recorrer toda la ciudad haciendo cualquier combinación con todos los medios de transporte público, que incluyen tranvías, ómnibus y trenes de corta distancia. Aun así, esta gente propone que sea más grande.

jueves, 23 de abril de 2009

Una vuelta por el barrio

Haciendo las compras uno advierte que, como más de una vez les conté, la vida en Colonia, y en Europa en general con algunas excepciones, resulta mucho más barata que en Argentina en relación con el ingreso que percibe un trabajador medio. Para establecer ese cotejo, obviamente, no hay que hacer la conversión monetaria de acuerdo a la paridad del peso con el euro porque eso entrega un parámetro equivocado. Sí se puede plantear la comparación cotejando qué se puede hacer en cada lado con una unidad de la moneda corriente en cada uno de los países. Acá, haciendo una compra criteriosa no exenta de algún gustito que uno quiera darse, hace falta meter unas cuantas cosas en el changuito para llegar a los cien euros. ¿Qué puede comprarse en Argentina con cien pesos?
Repasemos el precio, naturalmente en la moneda de Unión Europea, de algunos artículos en Kaufland, el supermercado en el que compro la mayor parte de las cosas. Un litro de leche entera de la marca propia cuesta 0,55 y puede trepar hasta 1,00 dependiendo del tipo de leche y de la marca. Un paquete de seis botellas de un litro y medio de agua mineral, que también lleva el logo de la empresa, cuesta 1,19, con una particularidad: con la primera compra hay que pagar los envases, a un precio de 0,25 por botella, con lo que al devolverlo uno tiene pago el próximo pack y hasta le sobran casi cinco centavos por cada una de las seis unidades que lo componen. Esto se hace para evitar que la gente tire como desechos esos envases plásticos, que los empleados del supermercado acumulan en enormes bolsas que luego son retiradas por empresas que les dan un tratamiento especial. Una baguette recién horneada, 0,59 por unidad. Una botella de un litro de Coca Cola se consigue por algo menos de un euro, pero otras bebidas gaseosas o jugos de otras marcas son mucho más económicos. Por cada litro de nafta se paga alrededor de 1,30 y si el combustible que nuestro auto consume es gasoil el precio ronda 1,00. Un kilo de azúcar refinado se vende a 0,80 y media docena de huevos a 1,00. Un kilo de buenos tomates se consigue por 2,30 y medio kilo de berro, por citar la verdura que me gusta comer en ensalada, se compra con 0,50. Si hablamos de fruta, una red con dos kilos de naranjas de España cuesta 1,79, lo mismo que un kilo de bananas, obviamente importadas desde Sudamérica, Ecuador más precisamente. Gracias a mi gran amigo Luis Laca y a mis compañeros de la radio me hice hincha del mate uruguayo, así que compro la yerba con la que se lo toma del otro lado del Río de la Plata. En Alemania no es fácil conseguirla, pero en mi viaje a Italia encontré un local que la vendía a cuatro euros, lo que es barato; mucho más si tenemos en cuenta que no es algo que se venda masivamente y que viene de Brasil.
La conclusión a la que llegamos conversando del tema con otros amigos que están radicados en distintos puntos de Europa es que los productos que componen lo que habitualmente se denomina la “canasta básica” son comparativamente mucho más accesibles, algunos de ellos, inclusive, haciendo la conversión de euros a pesos, lo que en algunos artículos provoca la indignación de saber que son relativamente más baratos acá aun cuando son importados desde el otro lado del Atlántico.
A pesar de todos estos datos positivos, los alemanes son gente medida y cautelosa en general; y cada vez más dejan de manifiesto que no se sienten ajenos a la famosa crisis. Mis amigos dedicados a la gastronomía son los que dicen haber notado más claramente un cambio de conductas en gran parte de la gente. Los franceses, en cuyo bistrot comía muy seguido en mi primeras etapas en Köln, ya no llenan el local dos veces todos los mediodías. Optaron por mantener la calidad de los productos, elevaron un poco los precios y ahora, en lugar de a las 19, cierran a las 22. Nicholas dice que el trabajo ha bajado notoriamente, pero que el negocio todavía se sostiene. Se sirven menos almuerzos, pero creció mínimamente, me contaba ayer, el número de personas que a la pasada se sienta a tomar un café con leche con algo dulce, especialmente a media tarde. Con algo de orgullo, agregó que algunos de los clientes más fieles han mantenido su ritmo de visita. No es para menos; el lugar, desde la ambientación y pasando por la atención y la mercadería, invita a no perdérselo.
Gustavo, el argentino dueño de El Rincón –del que varias veces les hablé- dice que a él, en cambio, los números están dándole un poco mejor. Que en los últimos tiempos no le piden los platos más caros de la carta, pero que en los últimos meses el ritmo de trabajo ha subido sensiblemente. Al ser un bar de tapas español, también altamente recomendable, los comensales tienen la posibilidad de pedir cosas chiquitas en tamaño y en costo, lo que lo convierte en una muy buena opción para aquellos -muchos- que quieren mantener el hábito de comer afuera periódicamente sin que cada salida resulte demasiado onerosa. El ambiente es muy agradable y, además, cuenta con el atractivo de tener varias mesas sobre la vereda, lo que después del duro invierno que nos tocó vivir en esta parte del mundo tienta irresistiblemente a los alemanes, fanáticos del sol, que quieren disfrutar cada minuto de luz natural de los hermosos días que estamos teniendo en Colonia ininterrumpidamente desde hace prácticamente un mes y que elevan a esta ciudad a la categoría de “casi perfecta”.

jueves, 16 de abril de 2009

Imbecilidad, mala leche e intereses

No exagero si denomino como estupefacción lo que me producen algunas situaciones de las que me entero a través del seguimiento de los medios de comunicación argentinos. El hecho de haber dejado de convivir con ellas y el de estar a una enorme distancia, que excede lo meramente geográfico, hacen que a uno le resulten todavía más difíciles de entender y, más aún, de aceptar.
Estoy refiriéndome a la bochornosa recepción que algunos “hinchas” le brindaron al plantel de San Lorenzo en Ezeiza a su regreso de la derrota en México ante el modestísimo y casi desconocido San Luis Potosí, que además significó la eliminación del club argentino del torneo cuya obtención se ha convertido en una obsesión para los de Boedo: la Copa Libertadores de América.
Estos sujetos, autodenominados “hinchas”, fueron al aeropuerto para hostigar a los jugadores y hacerles saber de su profundo desagrado por una nueva frustración. Llenaron esa manifestación de insultos y agravios, llamándolos “mercenarios”, mostrándoles billetes y escupiéndolos a lo largo del recorrido de los futbolistas entre la salida de la terminal y el ómnibus que estaba esperándolos. ¿Hay un acto más cobarde y descalificador de la figura de quien lo lleva a cabo que un escupitajo? Además anónimo, ya que parte de un grupo cuyos integrantes no tendrían individualmente el temple necesario para sostener sus agresiones mano a mano con cualquiera de los jugadores. Más todavía: los líderes de estas acometidas suelen ser de la barra brava, que venden su apoyo o desprecio al mejor postor. Ellos también son mercenarios. ¿O no?
Sin desligar a los jugadores de cualquier miseria que efectivamente pudiera serles achacable, creo que no hay nada que justifique lo de Ezeiza ni ninguna de las manifestaciones que casi cotidianamente vemos ligadas con el humor de los “hinchas” como consecuencia de resultados futbolísticos. Hay una sentencia imbécil, lo que significa que sólo puede ser sostenida por imbéciles, que dice que “el hincha tiene derecho a todo, incluso a insultar, porque paga la entrada”, lo que conforma una combinación letal con otra que afirma que “lo mejor que tiene el fútbol son los hinchas”. Todo esto no adquiriría mayor relieve si no fuera porque algunos “periodistas” no se cansan de irradiar o escribir este canto de sirenas que lleva a la confusión a muchos cerebritos algo inmóviles, que prefieren dejarse seducir por la demagogia antes que activar las neuronas para encontrar conclusiones más sólidas acerca de su vínculo con el fútbol.
Pocos condenaron lisa y llanamente, como correspondería hacerlo, lo que pasó en Ezeiza con el plantel de San Lorenzo. Muchos, en cambio, se regodearon mostrando fotos y filmaciones y, los de radio, tomándose el minucioso trabajo de leer al aire cada una de las manifestaciones de los “hinchas”, tanto en forma de cánticos como en esta especie de estúpida religión en la que se han convertido las “banderas”. Los medios en general –salvando las excepciones que correspondan- se hacen eco de cada pronunciamiento de los “aficionados” como si se tratara de la verdad revelada, lo que les genera una triple comodidad: se ganan fácilmente la adhesión de las masas que los consideran aliados de su “causa”, se evitan el esfuerzo intelectual de elaborar pensamientos propios y también dejan a salvo la relación que necesariamente deben mantener con los futbolistas y entrenadores, ya que no son ellos sino “la gente” la que los vitupera. “Los medios –dirán los fundamentalistas del pseudoperiodismo- sólo reflejamos la realidad.”
En una gran cantidad de esos medios se dio por entendido que, ante una nueva eliminación de la Copa Libertadores, los jugadores de San Lorenzo merecían esta agresión. ¿Por qué ponerse a analizar? Habría que ver cuántos de estos “comunicadores” tienen la honestidad necesaria para decirle a esa gente que, en lugar de agarrársela con los futbolistas –a quienes, repito, no considero absolutamente inocentes- tendría que apuntar primero a los dirigentes que toman las decisiones. Cuántos la tienen para decirle a esa gente que esté alerta, que no compre sin pensar el humo que le venden los tipos como Tinelli, que grita a los cuatro vientos su fanatismo mientras da a entender –y en eso queda, sólo en la insinuación- que viene a ayudar al club. ¿Cuál es la ayuda? ¿Traer a D’Alessandro, ponerlo en la vidriera y luego venderlo en millones de dólares de los cuales San Lorenzo sólo recibe monedas? ¿Cuál es la ayuda? ¿Tomar el poder del club a cambio del presunto mecenazgo? ¿Cuál es la ayuda? ¿Amenazar con retirar el “apoyo” económico si no se delega en él la potestad de tomar las decisiones ligadas al fútbol?
Los medios deberían decirles a los “hinchas” que los socios, que han decidido tomar parte de la vida del club de sus amores, le dieron su voto y el mandato de conducir la institución a Rafael Savino, no a Tinelli; y deben decirles que Savino también está entregado –al parecer, gustosamente- a la política entreguista de Julio Grondona, que regaló el fútbol a sus amigos y favorecedores dejando a los clubes en la indefensión más absoluta. Deben decirles que Savino, uno de los preferidos de Grondona al punto de haber sido defendido por el jefe de un embate del mismísimo Maradona, también es responsable –y más que los jugadores- de las frustraciones de San Lorenzo, aun sin olvidar el campeonato ganado con Ramón Díaz.
Lo que no leí ni escuché en ningún lado es que tratándose de fútbol, un deporte, también cabe la posibilidad de perder. Pero eso no lo dicen ni lo escriben, porque a casi nadie le gusta escucharlo o leerlo.

jueves, 9 de abril de 2009

Un día de excursión

En nuestra última clase de esta etapa de alemán, hace una semana, el profesor nos hizo una invitación. Nos propuso sumarnos a una excursión que tenía prevista con otro grupo al Museo de la Historia Alemana, en Bonn, y a Königswinter, un pueblo situado al sur de la ex capital de la República Federal de Alemania, que está a pocos kilómetros de Köln. Como cierre del paseo, nos invitaba a todos a una reunión en su casa, en cuya parrilla se asaron salchichas y pequeños trozos de carne de cerdo y pollo que acompañamos con algunas salsas y ensaladas.
La cita era para ayer, miércoles, en el Hauptbahnhof de Köln. Allí teníamos que tomar un tren regional. Como éramos muchos, y para abaratar los costos del viaje, nos dividimos en grupos de a cinco, ya que las expendedoras de boletos ofrecen la opción de comprar un pasaje para cinco personas por un precio menor que la suma de cinco tickets individuales. Comprándolos de esta manera, se ahorra un 15%, aproximadamente. La distancia es de veintinueve kilómetros y el tramo ida y vuelta cuesta algo más de veinte euros, lo que representa un costo de cuatro euros y algunos centavos por cada pasajero.
Llegamos al Hauptbahnhof de Bonn y de allí tomamos un U-Bahn (subterráneo) hasta el museo, al que se accede directamente desde la estación y tiene entrada gratuita. Lo primero que se ve es un vagón del tren que usaban en los tiempos de posguerra los sucesivos cancilleres, quienes en Alemania son el equivalente a nuestro presidente. Los carteles alusivos hablan de las preferencias de cada uno de sus célebres usuarios, especialmente por Conrad Adenauer, el primer canciller de la República Federal de Alemania. Dentro del vagón se puede ver toda la ambientación que lo convertía en una verdadera oficina sobre rieles, con compartimentos para reuniones, un despacho con teléfono y una especie de living en el que se ve una radio gigante con la cual se seguían las noticias durante el viaje.
De allí se sube una a escalera mecánica que conduce al acceso al museo. No está permitido sacar fotos, aunque no se retienen las cámaras como había sucedido en mi visita anterior, hace dos años. Antes de ingresar pasamos por el guardarropa para grupos, que constan de gabinetes que se internan en la pared y cuya llave queda en poder de un responsable del grupo.
El museo comienza su repaso de la historia desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Hay piezas originales como cascos, indumentaria y documentos de aquella época. También hay videos que muestran a las ciudades arrasadas por las bombas y a la gente –hombres y mujeres, chicos, adultos y viejos- trabajando en la reconstrucción. De allí y hasta hoy se hace un interesantísimo raconto de toda la evolución de Alemania, lo que entre muchas cosas interesantes tiene el traje espacial de un astronauta de la ex DDR y segmentos del Muro de Berlín. Una maravilla.
El recorrido duró una hora. Luego volvimos a tomar el tren y nos dirigimos a Königswinter. Esta pequeña ciudad –tranquila, limpia, impecable- también está a orillas de Rin y entre sus principales atractivos hay un castillo al que para acceder hay que caminar hacia arriba durante unos cuarenta minutos de pendiente constante en medio de mucha naturaleza y de pequeñas elevaciones. Algunas de ellas tienen como unos balcones de hormigón armado que fueron empotrados para contener derrumbes y caída de rocas, que forman parte del mismo macizo del cual se extrajeron los fragmentos de piedra que se utilizaron para construir la catedral de Colonia y otros templos de la zona. Al llegar hay un mirador desde el que se tiene una maravillosa vista del Rin y hasta se alcanza a divisar Colonia, que está a más de treinta kilómetros, de la cual se distinguen claramente el Dom y la torre de televisión que tengo a dos cuadras de mi casa. Mucho más cerca, y sobre ambas orillas del río, se ven poblaciones con las clásicas construcciones de techo a dos aguas que son característicamente alemanas. Uno está ahí arriba y piensa que nunca podría cansarse de admirar ese paisaje.
Después, para completar el programa, nos fuimos a la casa del profesor. Está en Troisdorf, a mitad de camino entre Colonia y Bonn. Tomamos un tren y un ómnibus, que nos dejó en medio de un barrio de casas bajas impecablemente conservado y de una llamativa tranquilidad. Allí se pusieron en la parrilla las cosas que les detallé en el primer párrafo, a lo que se agregaron unas papas; acá es bastante común comerlas de esa manera. En la reunión había personas de una gran diversidad de orígenes y colores de piel, imagino que también de religiones; el grupo estaba compuesto por europeos, africanos, norte y sudamericanos, asiáticos y hasta un neocelandés, representante de Oceanía. Todos, salvo el profesor, hablamos con limitaciones el alemán; y exceptuando a los españoles y yo, los demás casi no tenían interlocutores en su mismo idioma. Sin embargo, no faltó buena onda y no hubo subgrupos idiomáticos. Los bailarines tuvieron música y, como imaginarán, no faltó bebida, con y sin alcohol, para regar la picada y el resto de la reunión, que terminó a las once de la noche, cuando todos nos fuimos a tomar el último ómnibus que podía llevarnos hasta la estación para alcanzar el tren que cerca de la medianoche nos dejaría de vuelta en Colonia después de haber disfrutado un hermoso día.

jueves, 2 de abril de 2009

El vértigo de la realidad

Quizás esta sea una buena oportunidad para contar un poco de qué forma este blog va adquiriendo su fisonomía habitual. El texto de cada semana lo voy armando en la cabeza mientras pasan los días y guardo en mi memoria los apuntes que me parece relevante contarles. Desde el jueves pasado la mecánica fue la misma; malo, pero periodista al fin, los dos impactantes hechos de las últimas horas me obligaron a un replanteo. Por orden cronológico y de importancia, se impone empezar con el fallecimiento de Raúl Alfonsín, tema de comentario obligado entre los argentinos que nos juntamos a ver el partido contra Bolivia.
Tenía trece años en octubre de 1983. Entendía lo que pasaba. La sensación generalizada hasta el acto de cierre de campaña del justicialismo era que la fórmula Lúder-Bittel ganaría la elección y muchos analistas coinciden en destacar que la quema del cajón ornamentado aludiendo a la UCR por parte de Herminio Iglesias fue lo que volcó a mucha gente a votar por la lista 3.
Raúl Alfonsín fue el presidente que gobernó la Argentina durante mi adolescencia, la etapa en la que uno se familiariza con las cuestiones de la vida cívica, entre otras cosas. Recuerdo la atención con la que seguí el juicio a las juntas militares y su enorme importancia y también tengo presente que uno de los primeros dilemas que mi cabeza intentó dilucidar fue por qué un par de años después de ese hecho histórico del “Núremberg argentino” se sancionaron dos leyes que acotaban sus históricas resoluciones. Dicen que fue para salvar a las instituciones. Pero... ¿cómo se hace para defenderlas violentándolas? Además, como nunca antes ni después, nuestros mediocres políticos estuvieron juntos aportando a la causa que en ese momento era la de todos nosotros. Aun así, cedió a la presión sancionando dos leyes impresentables que abrieron el camino al no más presentable indulto decretado por quien sucedió a Alfonsín en la presidencia. Por otro lado, no voy a soslayar sus virtudes de hombre irrenunciablemente consustanciado con la vida republicana y de precursor permanente del diálogo constructivo. A lo que me resisto es a este ascenso que su muerte les adjudica a algunas personas públicas, cualquiera sea el ámbito en el que se hayan desempeñado en vida. Me resisto a denominaciones como “padre de la democracia” y otras grandilocuencias que terminan siendo injustas para con millones de anónimos que hicieron tanto o más que Alfonsín por la democracia, incluso entregando sus vidas en las manos de aquellos a los que después se liberó de culpa y cargo con las tristemente célebres leyes de “Punto Final” primero y de “Obediencia Debida” más tarde, error felizmente subsanado posteriormente. El pacto de Olivos es otra cosa por la cual la historia le va a dedicar algunas páginas de análisis. Tampoco me alcanza con agradecerle su honestidad, cuando ésta debe ser tomada como un requisito excluyente y no como una virtud para ejercer el mandato que más de la mitad del pueblo argentino le encomendó en 1983. Critiquemos y juzguemos penalmente a los que no la ejercen, pero no agradezcamos algo que tienen la obligación de darnos. No tengo nada con Alfonsín, de quien lamento profundamente su muerte y deseo que descanse en paz.
Nos reunimos en El Gaucho, el restaurante argentino que el catamarqueño Carlos Santillán instaló en Colonia en 1971, en Barbarossaplatz. Allí quedamos en encontrarnos con mi jefe, boliviano y con su camiseta puesta, y su familia, todos alemanes pero hinchas de Bolivia por obvia cercanía. Varios empleados y algunos otros comensales éramos argentinos. Mientras nos comíamos un bife con ensalada veíamos el partido. Hasta el final del primer tiempo, todo iba dentro de lo que podría ser previsible. El problema llegó en el segundo, cuando los bolivianos redondearon una goleada histórica que no estaba ni en sus sueños más optimistas y la Selección argentina no mostró ni el mínimo atisbo de reacción. Tan así fue que a Diego, cuando iba a hacer entrar a Montenegro, se le leyó claramente en los labios que le decía “tené la pelota”, con la evidente intención de evitar que los del altiplano siguieran aumentando las cifras de una derrota que ya era racionalmente irreversible.
Una muestra de nuestro irremediable exitismo argentino: hasta el descanso, éramos por lo menos diez argentinos pendientes del partido. Con el 1-3 parcial, el entusiasmo e interés iniciales mutaron en desazón y una andanada de reproches; más de uno empezó a decir cosas como “yo sabía que Maradona no iba a andar en la Selección” o “¿qué querés con ese planteo?”. Varios de los presentes aseguraban que la altura “es un verso”; el único que no se cansó de reiterar una y otra vez que en La Paz se dificulta la práctica de deportes para los foráneos fue justamente el único de los que estaba allí que conocía la ciudad y podía hablar con fundamento: Ernesto, mi jefe. Al segundo tiempo sólo lo seguimos unos pocos, ya que, para nuestros compatriotas, el fútbol sólo interesa mientras se gana o se mantiene chances de hacerlo.
Decididamente y por motivos de índole bien diferente, estos dos días no trajeron buenas noticias para nosotros. La eliminatoria es larga y la inolvidable derrota contra Bolivia no pone en riesgo las aspiraciones argentinas de llegar a la próxima Copa del Mundo. A Alfonsín deberemos homenajearlo tomando sus mejores enseñanzas para aplicarlas en beneficio de nuestra castigada república; y, también, teniendo en cuenta sus errores para que no volvamos a cometerlos.