miércoles, 31 de diciembre de 2008

Vedere Napoli e dopo morire

Valió la pena levantarse temprano el sábado. El plan era viajar a Nápoles, trescientos kilómetros al sur de Roma.
El viaje se hace íntegramente por autopistas que, a diferencia de Alemania, aquí sí tienen peaje. En el acceso se retira una tarjeta que luego se introduce en una lectora instalada en las cabinas de salida; la máquina establece cuántos kilómetros de autopista se utilizaron y calcula el importe a pagar. Nos costó once euros, lo que se podría decir que es caro. Para el pago se abre automáticamente una caja en la que se puede depositar monedas, pero también hay ranuras para introducir billetes o tarjetas de crédito o débito. Si, como en nuestro caso, uno inserta por error una tarjeta vencida, la máquina emite un papel que indica los pasos a seguir para concretar el pago por internet. Nada de esto podrá atestiguar Roxana, la novia de Mauricio, que aprovechó el trayecto para una gloriosa siesta.
Minutos antes del mediodía llegamos a Nápoles, lo que equivale a decir que entramos al caos mismo. Hay semáforos, obviamente, y señales por toda la ciudad; pero la gente maneja y se maneja como si no los hubiera. Curiosamente, en las horas que nos tomó el recorrido no presenciamos ningún incidente de tránsito derivado de ese desorden.
Mauricio insiste en dejar el auto en un estacionamiento cubierto, ya que no hay garantías de encontrarlo más tarde si se lo deja en la calle. Iniciamos la caminata hacia la costa y allí hallamos la primera gran imagen de la ciudad que ha santificado a Diego Maradona: el golfo de Nápoles, lindero al puerto y con una amplia vereda para recorrerlo casi íntegramente a pie mientras se disfruta de un paisaje fantástico, con la imponente figura del volcán Vesubio dominando toda la escena.
Caminamos unas diez cuadras antes de dejar el paseo ribereño; ahora nos internamos en la ciudad. En la Piazza del Plebiscito se encuentra el palacio real de los borbones, que gobernaban Nápoles siglos atrás; enfrente, la Catedral de Francisco de Paula. A pocas cuadras de allí uno puede caminar por las callecitas angostas que tantas veces hemos visto en las clásicas imágenes de la ciudad de San Gennaro. Nos chocamos con varios obradores de lo que se espera que en poco tiempo sean nuevas estaciones del subte napolitano. Hay muchos vendedores ambulantes; en los puestos que ofrecen ropa y, especialmente, camisetas de fútbol, hay tres nombres que resaltan en la espalda de las casacas. Dos de ellos son de las dos figuras del buen momento actual de Napoli: uno es el eslovaco Marek Hamsik y el otro es nuestro compatriota Ezequiel Lavezzi. ¿Hace falta aclarar que el tercer nombre es el de Diego Maradona?
En las callecitas angostas se advierte mucho desorden y bastante mugre. Son tan estrechas que no caben dos coches apareados. Un taxi quiere salir del sector y el chofer tiene que ser muy paciente para abrirse paso entre las personas que caminan, ya sea paseando o cumpliendo con sus tareas de todos los días. Mauricio dice que no podemos irnos de Nápoles sin comernos una clásica pizza y nos guía hacia un lugar que él conoce de una visita anterior. La pizzería, famosísima, se llama Trianon y el paisaje se repite: mucha gente agolpada en la puerta, mirando con atención a una señora de poca paciencia que se encarga de tomar nota de cuántos comensales tendrá cada mesa y del nombre de uno de los que se sentará en cada una de ellas, para poder hacer el llamado a medida que se van retirando los que terminan de comer. Nosotros éramos tres y debimos esperar veinte minutos para poder entrar.
Sobre la mesa hay una especie de plantilla con la lista de pizzas y casilleros para escribir cuántas se quiere de cada una. El pedido tarda. Cuando finalmente lo traen nos encontramos con pizzas individuales del mismo tamaño de una grande en Argentina; pero la masa es mucho más delgada y no tiene gran cantidad de ingredientes encima. Los tres elegimos la misma: mozzarella de búfala con salsa de tomates y albahaca, que retiré minuciosamente de mi plato y fue inmediatamente rescatada por otra de los comensales.
Es inevitable que al mencionar Nápoles también nos venga a la mente la Camorra, que en algunas partes de la ciudad, en las que el Estado está ausente, es la que gobierna y legisla a sus enteras voluntad y, fundamentalmente, conveniencia. Hemos visto, leído y escuchado de todo acerca de este fenómeno. Roberto Saviano es un periodista que publicó un libro con detalles sobre las actividades de la organización; hace dos años que vive escondido y protegido por un ejército de policías. Mauricio nos contó que a un conocido le robaron dos veces la moto que usaba para sus movimientos diarios. La recuperó acudiendo al capo mafioso de su zona, quién le cobró cien euros por los servicios de gestión, que a las pocas horas hizo que el señor se reencontrara con su vehículo.
Mientras me toca manejar a mí en el trayecto de vuelta a Roma no puedo ponerme de acuerdo conmigo mismo. La ciudad es pintoresca en algunos sectores y hermosa en otros. Diría que me gustó y que tengo ganas de volver. Pero también pienso que no viviría en Nápoles de ninguna manera. En ese permanente vaivén estoy cada vez que repaso los recuerdos de este paseo. Sí podría asegurar que la inmortal frase que da título a este texto me resulta un poco exagerada.

jueves, 25 de diciembre de 2008

Navidad en Roma

Mi última visita a esta ciudad que tanto me gusta había sido en los últimos días de 2001, los mismos en los que nuestro país estaba revolucionado por uno de los acontecimientos más tristes de su historia reciente. Aquel viaje a Roma se produjo en condiciones especiales. Esos cuatro días en la capital de Italia fueron de un disfrute muy particular por la compañía que tuve y por la certeza de que pasaría mucho tiempo hasta que pudiera volver. Pasaron siete años y, una vez que decidí no viajar a la Argentina para esta fecha, acepté la generosa invitación de mi amigo Mauricio y su novia Roxana a pasar las fiestas con ellos.
Para llegar de Köln al aeropuerto de Hahn, no lejos de Frankfurt, hay que tomar un ómnibus que tarda algo más de dos horas y cuesta quince euros. Una vez que hice el check in para el vuelo sentí ganas de sentarme a tomar y comer algo a modo de merienda. Influido por los precios que habitualmente vemos en las cafeterías de nuestras terminales aéreas, me acerqué al bar del aeropuerto con desconfianza; imaginaba que un café con leche y una factura podrían costarme más que un almuerzo bien servido en cualquier otro lugar. Estaba equivocado: me sirvieron una buena taza de chocolate caliente con crema y una medialuna muy grande por tres euros con cincuenta centavos. Hay lugares en los que esto cuesta menos, pero no es un precio que a uno le da bronca pagar. ¿Por qué será que en Ezeiza o aeroparque estafan a los pasajeros de la manera impune con la que lo hacen?
Del vuelo no hay mucho que destacar, salvo un detalle que me llamó la atención. Cuando las azafatas de Ryanair pasaron vendiendo comidas y bebidas, mis vecinos de asiento eligieron whisky. Primero les entregaron el vaso vacío y después, para mi sorpresa, dos medidas de la bebida que pidieron, que venían en sendos pequeños sachets. Miré con asombro a la señora de la butaca de al lado, que entendió mi desconcierto y dijo sonriendo: “sí, el whisky acá lo sirven así”; y se lo tomó sin más.
Llegamos al aeropuerto de Ciampino, vecino a Roma, en la noche del lunes, media hora más tarde que lo previsto. Cuando salí de la terminal de arribos me encontré con Mauricio y Roxana –a quien sólo conocía por chat pero no personalmente-, que fueron a buscarme.
El martes hicimos el primer recorrido. Fue una larga caminata que se inició en la plaza de San Pedro, donde está la basílica del mismo nombre, en la ciudad de El Vaticano. Con la cercanía de la Nochebuena y la Navidad estaban terminando de armar el pesebre con el que en la medianoche del miércoles se celebraría un nuevo aniversario del nacimiento del Niño Jesús. Después de las fotos, seguimos caminando por la Vía de la Conciliazione, que sale frente a la basílica, hasta el Castel Sant’Angelo, que está a unos seiscientos metros. El Vaticano y el castillo están unidos por un muro que tiene sobre sí una pasarela que les permitía a los papas acceder a un lugar seguro ante los intentos de invasión de los bárbaros. Sin embargo, y según me contaron, sólo uno la necesitó a lo largo de la historia.
El castillo está a orillas del Tíber, sobre el cual se puede cruzar a través de una gran cantidad de puentes; muchos de ellos están ornamentados con obras de arte. La tarde está fría, pero hermosa; y nos invita a seguir el paseo. Después de alcanzar la otra orilla del río seguimos caminando en dirección a otros célebres lugares de esta inolvidable ciudad. En la piazza Colonna está la sede del gobierno; mientras buscábamos la forma de aprovechar mejor las caracteristicas de la cámara de fotos, la Policía formó una senda por la cual, minutos después, ingresó la caravana que trasladaba al simpático de Silvio Berlusconi, primer ministro italiano. No lejos de allí está el Pantheon, que fue construido en el año 80 adC. y es un templo mundialmente famoso porque tiene su cúpula inconclusa, por lo que cuando llueve el agua moja el centro del recinto, aunque el piso tiene perforaciones que la conducen a espacios donde se la almacena; el Pantheon es, además, el lugar donde descansan los restos de Rafaello.
No hay que caminar mucho para llegar a la Fontana di Trevi, una obra de arte sencillamente magnífica. Acá también hicimos trabajar bastante a la cámara de fotos; y el que conozca este lugar podrá entender que no es para menos. Pero hay que tener paciencia, porque el lugar no es tan amplio y somos demasiados los turistas, con abrumadora mayoría de orientales, que buscamos la mejor toma.
El miércoles fue un día deportivo, aunque en mi caso como espectador. Mauricio, aficionado casi fanático del golf, jugó dieciocho hoyos con dos amigos. Acompañé al trío por todo el recorrido del exclusivo club Olgiata, el country donde suelen residir los futbolistas argentinos que juegan en los clubes de la capital italiana. Acá también, después de caminar varios kilómetros, tuvimos ganas de comer algo. Fuimos al bar del club y, otra vez, grande fue la sorpresa cuando comprobamos que por cuatro tostados y cuatro bebidas nos cobraron no mucho más que lo que habríamos pagado por lo mismo en cualquier otro lugar de la ciudad.
A la noche, Mauricio tomó el mando de la cocina y Roxana asistió eficientemente. Ambos prepararon una variada cena en la que no faltaron una buena entrada de mariscos y un pollo relleno de dimensiones importantes. Después de eso llegó el brindis y el deseo mutuo en el que también incluimos a los que estén leyendo este texto: ¡MUCHAS FELICIDADES PARA TODOS!

jueves, 18 de diciembre de 2008

De negocios y negociados

El último domingo se terminó la primera ronda de la Bundesliga y ahora no tenemos actividad hasta el 30 de enero. El medio futbolístico alemán, en particular, y el europeo en general están sorprendidos por la irrupción en Primera División de Hoffenheim, un equipo muy chico de un pueblo muy chico del sudoeste del país, cerca de Frankfurt y Stuttgart.
Este club, fundado en 1899, nunca había generado grandes campañas. Hace dos años, un magnate del software, Dietmar Hopp, decidió hacerse cargo del fútbol de Hoffenheim, la camiseta de toda su vida. Contrató como entrenador a un experimentado técnico llamado Ralf Rangnick y fue armando un plantel basado en jugadores jóvenes que no tenían lugar en sus instituciones de origen.
En la temporada 2006-2007 salió segundo en la Regionalliga Süd, la que hasta mediados de este año era una de las zonas en las que se agrupaba a los equipos que aspiraban a llegar a Segunda. Wehen Wiesbaden fue campeón y Hoffenheim escolta -ambos ascendieron-, pero el subcampeón fue el conjunto que más goles consiguió en la temporada: sesenta y dos en treinta y cuatro partidos.
En el torneo de Segunda 2007-2008 había equipos importantes: Borussia Mönchengladbach, un grande de los setenta que había caído desde la Primera, Kaiserslautern y Colonia, otrora campeones de la Bundesliga. Wehen terminó en la mitad de la tabla, pero Hoffenheim volvió a ser sensación. Otra vez fue subcampeón y logró su segundo ascenso consecutivo, ahora a la máxima categoría. Un sueño del que todavía no despiertan. Jugado exactamente medio campeonato, los muchachos de Hopp y Rangnick siguen sorprendiendo. Comparten la punta con el multicampeón alemán, el poderoso Bayern Múnich. Son la delantera más goleadora (cuarenta y dos en diecisiete partidos) y tienen al máximo anotador, el bosnio Vedad Ibisevic, que convirtió dieciocho tantos con asistencia perfecta, lo que da más de un gol por juego.
La sensación de Hoffenheim, de indumentaria totalmente azul, tiene algunos ribetes curiosos: el pueblo que lo alberga, Sinsheim, tiene casi cuatro mil habitantes y el nuevo estadio, que llevará el nombre de su mecenas y será estrenado oficialmente el 31 de enero en el partido de liga ante Energie Cottbus, tiene capacidad para treinta mil. Hasta ahora jugó en Mannheim, en un estadio para más de veintiséis mil personas, que estuvo siempre casi completo, lo que equivale a decir que no sólo los habitantes de Sinsheim acompañaron fervientemente al equipo de juego más atractivo de la Bundesliga. Hopp dice que espera que este proyecto se autofinancie en dos años más y, al paso que va, posiblemente lo logre antes. Si al final de la temporada Hoffenheim se ubica cuarto o quinto accederá a jugar la copa UEFA; si resulta tercero, tendrá una chance de jugar por una plaza en la zona de grupos de la Champions League; y si sale campeón o segundo, además del mojón que marcará en la historia, será uno de los treinta y dos clasificados directamente al torneo de clubes más importante del mundo.
De esta historia también podemos sacar conclusiones que nos ayuden a entender un poco más algunas cosas que nos pasan en la Argentina. ¿Cuántos intentos de gerenciamiento hubo y hay en el fútbol del imperio Grondoniano? ¿Cuántos de ellos han logrado construir una estructura sólida? Acá también los clubes son entidades civiles sin fines de lucro, aunque dentro de un marco legal adecuado y estricto pueden ceder actividades al manejo de privados. La administración de los clubes se hace con criterio profesional; difícilmente encontremos a cargo de una institución a un faltito que crea que por haber ido veinte años a la misma butaca de la platea está en condiciones de manejar el club. Las asambleas de socios asen la lupa sobre los actos de los dirigentes y los accionistas de las empresas que administran el fútbol de cada club también requieren explicaciones permanentemente; y aunque eso no evita decisiones políticas o financieras erróneas, el funcionamiento del sistema deja muy escaso margen para los corruptos que son exitosos en sus finanzas personales y, curiosamente, parecen olvidarse de toda su sabiduría cuando manejan los dineros que no son de ellos. Si esto no fuera como es, en Argentina y en Alemania, posiblemente Sergio Agüero brillaría hoy en Bayern Múnich, uno de los primeros interesados en su pase hace algunos años. El problema surgió cuando, como denunció enfática y públicamente primero y desmintió sospechosamente después, a Karl Heinz Rummenigge le apareció en el presupuesto de la operación un cargo que no podría ser justificado en ningún registro contable serio. Se entiende, ¿no?
Helmut Kohl fue durante más de dieciséis años el canciller alemán, el equivalente a nuestro presidente. Él gobernaba Alemania cuando se produjeron los hechos históricos de la caída del Muro y, más tarde, la reunificación. El parlamento de este país, después de investigar, llegó a la certeza de que durante su mandato el partido al que él pertenecía recibió aportes ilegales. Hoy, más allá de la pena que pudiera haberle cabido en el ámbito de la Justicia, Kohl ya fue condenado por la sociedad alemana en general. Su voz, que era siempre referencia sobre los grandes temas de este país, desapareció de la consideración de los alemanes, quienes, simplemente, ya no lo respetan. ¿Se imaginan si nosotros fuésemos así con aquellos que nos roban y nos engañan? ¿Cuántos disgustos nos habríamos evitado en las últimas décadas?

jueves, 11 de diciembre de 2008

Amsterdam


Caminábamos en la fría noche de Colonia, los dos en silencio y con los ojos como única parte visible del cuerpo. Todavía nos faltaban un par de cuadras para llegar.
“Fer, ¿tenés un secador de pelo en tu casa?”, me preguntó mi amiga, la que me visitó la semana pasada y con la que hicimos los paseos por Berlín y Amsterdam. ¡No saben cuánto me alegra que haya hecho una brillante carrera universitaria! No me la imagino viviendo, por ejemplo, del humor.
El tren hacia Amsterdam salió de Köln Hauptbahnhof minutos antes de las nueve y tardó cerca de dos horas y media en llegar a la capital de Holanda. Durante casi todo el trayecto nos acompañó el sol y pensamos que también lo haría durante nuestra visita de un día. Pero nuestra ilusión se terminó en el mismo momento en el que dejamos la estación Amsterdam Centraal, ya que al salir a la calle nos encontramos con una lluvia algo intensa que nos seguiría a todos lados.
Hay que tener cuidado al caminar por el centro de Amsterdam. Muchas calles no tienen veredas y por la misma senda se desplazan autos, personas y tranvías. Para el visitante el tránsito parece un caos, pero los holandeses se manejan bien. Al menos no se advierten embotellamientos ni discusiones y, aparentemente, las prioridades de paso en cada cruce están bien determinadas.
Caminamos y llegamos a una primera conclusión. La ciudad da la sensación de ser un poco sucia. También es posible que nos impresione el contraste, porque los dos días anteriores habíamos estado en una ciudad casi impecable como Berlín. Hay muchas tiendas de ropa y calzado. También un ostensible y muy desagradable olor a marihuana en algunos sectores, ya que el consumo, como saben, no está penado.
En los canales más amplios hay barcos que ofrecen un paseo fluvial por la ciudad; en los más angostos hay pequeñas embarcaciones que están estacionadas en las orillas como si fueran autos y, aunque no vemos a nadie navegando en ellas, imaginamos que mucha gente las usa para sus traslados cotidianos dentro de la ciudad.
En una esquina hay un cartel que anuncia la presencia del museo de la tortura. No nos interesa. Caminamos siguiendo el curso de un canal que a las dos cuadras nos muestra una sede de la universidad. Doscientos metros más allá, casi sin darnos cuenta, entramos en la famosa zona roja. Las prostitutas se exhiben en las vidrieras como nos lo mostraron mil veces por televisión. Dos muchachos ingleses quieren sacarle una foto a una chica que está dentro de uno de esos escaparates. Ella se niega pero ellos no le hacen caso, por lo que ella les muestra su disgusto con una seña internacional: mientras esconde el resto del cuerpo, sólo deja visible el puño izquierdo cerrado con el dedo mayor extendido. Los muchachos se ríen y se van, contentos con la foto de la que imagino que debe ser una de las mujeres más feas del mundo.
La temperatura baja y a las cuatro de la tarde empieza a hacerse de noche. Mientras caminamos no pasa nada, pero tenemos la firme convicción que esta parte de la ciudad puede ponerse pesada con la ausencia de la luz natural. Entre locales de chicas en vidriera y sex shops que venden todo tipo de juguetes aparece el Museo de la Marihuana, esa planta que en esta ciudad parece ser objeto de veneración.
Ya es de noche y el frío está a punto de vencernos. Nos tomamos un ratito para comer algo y reponer energías antes de tomar el tren de vuelta a Köln. Mi amiga quiere pasar por algunas tiendas de souvenirs porque quiere agrandar su colección de tazas alusivas a las ciudades que visita. La acompaño y me llama la atención que, con la fama que tiene Amsterdam, el noventa por ciento de todos los elementos de recuerdo que uno puede comprar estén relacionados con la marihuana y el sexo, dos cosas que se pueden encontrar casi en cualquier rincón del planeta. Es posible que diga esto por desconocimiento, porque nos quedó un montón de cosas sin ver; pero creo que no haría demasiado esfuerzo por volver.
Estamos casi solos en el vagón. Hay sólo tres pasajeros más. Le pido a un guarda que por favor cierre la puerta porque ella tiene frío. Cinco minutos después, cuando el tren estaba más cálido y ya había cruzado la frontera, suben cuatro policías alemanes. Se presentan y nos piden documentos. Ella tiene pasaporte italiano y yo argentino, pero se lo entrego abierto en la hoja donde está pegado mi permiso de residencia en Alemania. Me preguntan si estoy llegando directamente desde Argentina y les explico que vivo en Köln y que estamos volviendo de un paseo de un día por Amsterdam. A ella le revisan el bolso delicadamente y se lo devuelven exactamente igual que como lo entregó. La inspección fue minuciosa, pero con mucho cuidado. Se lo devuelven, piden disculpas por la molestia y nos desean buen viaje.
Al día siguiente mi amiga dejaba Alemania. Volaba desde Frankfurt y para llegar hasta allí sacó un boleto de IC, un tren más lento y que cuesta la mitad que el ICE, el más rápido. Cuando llegamos al andén, el altavoz anuncia que el suyo viene con veinticinco minutos de demora, por lo que los pasajeros que debían tomarlo hacia el aeropuerto podían utilizar sin costo adicional el ICE que salía hacia Stuttgart y que lo tenía entre sus paradas. Igual que en los ferrocarriles de Jaime y Cristina, esos que subsidiamos todos.
Ella me dijo hasta pronto; yo les digo hasta el jueves.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Un paseo por la capital



El tren de alta velocidad alemán, el ICE, tarda poco más de cuatro horas para unir las ciudades de Köln y Berlín. El recorrido comprende alrededor de seiscientos kilómetros y pasa por ciudades como Bielefeld y Hannover, lo que significa que hace una especie de ele en el mapa de Alemania ascendiendo brevemente por el oeste y luego cruzando el territorio a lo ancho.
Hasta allí fuimos con mi visitante de los últimos días, ya que habíamos pactado el viaje meses atrás y una contingencia obligó a hacerlo un poco antes de lo planeado originalmente. Cuando el tren va llegando a Berlín Hauptbahnhof uno ya se conmueve mirando por la ventanilla. Desde algunos kilómetros de distancia se empieza a ver la Siegessäule (la Columna de la Victoria), uno de los íconos de la ciudad, que fue inaugurado en 1874 para conmemorar triunfo de Prusia y el imperio austríaco contra Dinamarca en la Guerra de los Ducados.
Unos carteles de letras blancas sobre fondo rojo dicen que uno ha llegado a la estación más moderna del mundo. No viajé tanto como para afirmarlo, pero cuesta imaginar que haya una que lo sea más. Es imponente y funcional, con trenes atravesándola permanente en dos niveles.
Dejamos el equipaje en el hotel, a pocas cuadras de la estación, y empezamos la caminata. Enseguida, a orillas de un canal, se encuentra un monolito que recuerda la muerte por las balas de los guardias de frontera de la ex DDR de Günter Litfin, quien el 24 de agosto de 1961 intentó cruzar a nado ese canal para llegar a Berlín Occidental. En el monumento que se ve en la foto dice: “Murió como la primera víctima del Muro. En su recuerdo y el de todas las víctimas del Muro”.
Seguimos el trayecto. La siguiente parada fue el palacio del Bundestag (el parlamento alemán). Es el viejo edificio con nueva cúpula, que fue reconstruida después de que los nazis la incendiaran. Ahora es una semiesfera totalmente vidriada a la que se puede acceder gratuitamente hasta las 22 previo paso por un control de seguridad similar al de los aeropuertos, con escáner para las pertenencias y obligado tránsito por el detector de metales. Desde la cúpula se tiene un interesante panorama de la ciudad, aunque a nosotros la suerte no nos acompañó porque el intenso frío exterior motivó que gran parte de los paneles de vidrio estuvieran empañados y no se pudiera ver demasiado. En la base de la cúpula, antes de acceder a la pasarela helicoidal que lleva hasta cima, una secuencia fotográfica con una crónica histórica reseña las distintas etapas por las que pasó esta joya arquitectónica. Mirando desde lo alto hacia abajo se puede ver la sala de debates, con una concepción muy moderna.
A pocos metros de allí está la Puerta de Brandenburgo, un lugar que me conmocionó especialmente, tan intensamente como alguna vez lo hizo el Coliseo romano. Se trata de dos lugares que han tenido influencia decisiva en la historia de la humanidad, con la diferencia de que lo que pasó en Berlín en 1989 lo viví con diecinueve años y entendiendo perfectamente de qué se trataba. La persona que me acompañaba nació en 1981, por lo que todo esto no estaba tan inserto en su recuerdo como en el mío. Pasa algo extraño con estos lugares, ya que uno siempre siente que quiere quedarse unos minutos más, como esperando ver pasar un tanque o que aparezca un guardia soviético para pedirle el pasaporte.
A unos trescientos metros de la Puerta de Brandenburgo hay un mausoleo que homenajea a los soldados rusos muertos, algunos de los cuales descansan en ese lugar. Frente al monumento, que tiene un texto en ruso en el frente y a los lados y en el que se encuentran los nombres de los soldados a los que recuerda, ubicaron un tanque y un cañón. A pesar de que Alemania es indudablemente occidental, en Berlín hay una impactante obra que rememora a quienes fueron los enemigos de esa opción. Los alemanes han curado las heridas de la guerra con una severísima autocrítica, la aplicación sin reparos de la Justicia y una inquebrantable voluntad de reconstrucción, que en pocas décadas convirtió a un país en ruinas en lo que hoy es Alemania. No sé qué sentimiento puede motivar esto en cada uno de los que están leyendo; a mí me despierta una profundísima admiración.
Me disculpo por la digresión y volvamos a la caminata. Para ver algo del Muro hay que recorrer unas cuantas cuadras desde el lugar que describí recién. Ningún cartel lo anuncia. Hay que buscarlo en el mapa. Dejaron en pie aproximadamente un kilómetro sobre la misma calle en la que se encuentra el Checkpoint Charlie, el puesto de control a través del cual se accedía del sector americano al soviético y viceversa en los tiempos de la ciudad dividida. Enfrente hay un museo y todavía están la garita y el letrero que en varios idiomas advertía que se estaba a punto de dejar el territorio aliado y emplazaron un cartel alto que en la cara que da hacia Berlín occidental tiene la foto de un soldado ruso y del otro una de un americano. Cuando uno quiere sacarse una foto en ese lugar tiene que tener cuidado, porque por allí circulan los autos de la gente que hace su vida cotidiana; como también pasan por la puerta de Brandenburgo y por el lateral de lo que queda del Muro, entregando un mensaje claro: la vida, contrariamente a lo que sucede con este texto, sigue.

jueves, 27 de noviembre de 2008

Lo que quedó de Escocia

Quedaron unas cuantas cosas sin contar de la excursión a Glasgow.
Una de ellas es que no es tan grande como uno la imaginaba al considerarla una capital, aunque no por eso es menos linda. Como muchas ciudades europeas antiguas, está hecha a escala humana. Uno no se siente abrumado por la inmensidad de casi ningún edificio, aunque muchos de ellos, como la estación central, son para pararse a mirarlos.
Por cuestiones de trabajo no pude pararme a mirar la estación, la que sólo conocí por dentro cuando llegué y cuando tomé el tren para ir al aeropuerto. La zona de circulación es muy amplia, con un estilo muy británico y toques de modernidad, como son las boleterías y los enormes carteles electrónicos con la información del movimiento de trenes.
Hizo bastante frío toda la semana que estuvimos acompañando a la Selección de Diego en Glasgow. Obviamente, andábamos muy abrigados por la calle; el problema se presentaba al entrar a cualquier lugar cerrado, ya que en todos ellos la calefacción era potente. Con sólo pasar la puerta, uno sentía que el abrigo empezaba a molestarle mucho. En casi todos esos lugares, uno podría andar con mangas cortas y venía de la calle abrigado para temperaturas de no más de cinco grados.
Los escoceses, al menos aquellos con los que tuve posibilidad de tratar, son gente muy cordial. Mucho de eso se debe a nuestra condición de argentinos ligados al fútbol, lo que los mueve a simpatizar con nosotros. La historia se remonta al Mundial de 1986, más precisamente al 22 de junio, el día de los goles de Diego contra Inglaterra. Escoceses e ingleses mantienen una fuerte rivalidad y aquellos fue una dura derrota inglesa que los vecinos del norte de la isla festejan aun hoy, que ya han pasado más de veintidós años. En la puerta del hotel Radisson, donde se hospedaban los nuestros, hubo muchas muestras de simpatía, además de las dos que detallamos en el texto anterior.
Hay un hecho cotidiano que requiere de nuestra máxima concentración: cruzar la calle. En Escocia, como en muchos de los países de influencia británica, se conduce por la izquierda. Siguiendo nuestra costumbre de mirar primero hacia la izquierda al cruzar, la sensación era que nunca venía nadie. Hasta que de a poco, y gracias a un par de oportunos y breves bocinazos, nos fuimos habituando.
El viernes 21 fue un día totalmente libre y con un colega de La Nación hicimos una pequeña gira turística en uno de esos ómnibus de techo descubierto, que por nueve libras llevan a los visitantes a ver los puntos atractivos de la ciudad. Lo tomamos en la puerta del Radisson y en ese mismo lugar nos dejó algo más de una hora después, con la memoria de la cámara de fotos bastante cargada de imágenes.
Esa noche, la de la vuelta a Köln, pasaron dos cosas de esas que llaman la atención. La primera fue cuando llegaba tomar el tren hacia el aeropuerto. En el acceso a la estación había dos policías. Uno de ellos le dice a un señor que venía fumando que no puede hacerlo a partir de ese punto. El señor tira su cigarrillo al piso y el policía saca la libreta y le aplica una multa. Por lo mismo, el segundo policía multa a una chica a un metro de ahí.
A diferencia del viaje de llegada, no es posible sacar el boleto en el tren. Tengo que bajar a un subsuelo donde están las boleterías y también hay algunos guardas con tickeadoras portátiles. A los andenes sólo pueden acceder los que van a viajar, por lo que para entrar a la plataforma hay que mostrar el boleto a un par de guardas que lo piden a cada uno de los pasajeros. Mi tren, el que va a Ayr, está bien al fondo del andén, ya donde no hay techo. Mi estación de destino, Prestwick International Airport, es la sexta. El recorrido se hace en aproximadamente media hora.
Todavía me esperaba una sorpresa más. Más allá de la valija que iba a despachar, llevaba la computadora portátil y en otro bolsito algunos efectos personales. El equipaje se completaba con una bolsa con algunas pequeñeces y un buzo que no había cabido en la valija. Después de registrarme en el vuelo y de tomar un café con leche, me dirigí a la zona de partidas. El encargado de seguridad me dice que no puedo pasar con dos bultos. Le explico que no puedo despachar nada de eso porque llevo elementos costosos. Él responde que no es nada personal, que le caigo bien, pero que es una política de la aerolínea. Cuando vuelvo al mostrador, el empleado de Ryanair me dice que es una medida de seguridad, que ellos no tienen nada que ver. Le explico lo de mis elementos y después de hablar con un supervisor me ofrece una solución: que compre un bolso en el que quepan los dos en cuestión. Mi pregunta fue cuál era la diferencia entre llevarlos separados y juntarlos dentro de otro, cuando en el fondo estaba cargando exactamente lo mismo. El señor de seguridad, un escocés muy amable y correcto, encogió los hombros cómo dándome la razón e invitándome a resignarme. Fui, compré el bendito bolso y, al verme llegar desde varios metros, el tipo asentía con la cabeza como diciendo “ahora sí”.
Efectivamente. Ahora sí. Pasé y tomé al avión que me llevó al aeropuerto de Weeze. De ahí dos horas más de ómnibus hasta Köln debajo de la lluvia y la vuelta a la cotidianeidad que le da vida a este espacio.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Destino Glasgow

Antes de bajar del avión tenía cierta tensión. Como venía a un país que no es miembro de la Unión Europea tendría que hacer el trámite de migraciones al bajar e imaginaba que el tema se llevaría varios minutos y unas cuantas preguntas de un agente de frontera poco amigable. Acá se produjo la primera sorpresa, porque pude comprobar que los escoceses no son como solemos pensar que son.
Salí rápidamente del aeropuerto de Prestwick y tomé el tren hasta la estación central de Glasgow. El viaje se llevó más o menos media hora. Un guarda recorre los vagones vendiendo los boletos y, como tengo la tarjeta de embarque del avión, el pasaje me cuesta menos. La terminal es una típica estación británica, muy parecida a Retiro o Constitución, con la diferencia de que acá los pasajeros reciben un servicio impecable. Desde allí fui hasta mi hotel en taxi, que en su mayoría tienen un formato muy particular. Son parecidos al viejo Topolino, aunque son algo más grandes y por dentro son muy cómodos y modernos. El chofer está separado de los pasajeros por un cristal que tiene una ranura para pagar y se comunica con ellos con un micrófono y parlantes que están embutidos y casi disimulados en el techo.
Llegué al hotel y alguien había hecho mal los cálculos, por lo que me había reservado la habitación para el día siguiente al de mi llegada. Menos mal que una semana antes ya había detallado todo mi itinerario, si no... La encargada del hotel, como gentileza para compensar el error que ella no había cometido, me hizo llevar a la habitación –sin cargo- un par de botellitas de agua con y sin gas y unas Pringles. Esa noche sólo hubo tiempo para una cena liviana e ir a dormir.
El martes fue una larga jornada de trabajo. El primer paso fue ir al hotel Radisson, donde estaba alojada la selección argentina. No hace falta aclarar que el lobby estaba lleno de periodistas, a los que las autoridades del hotel tenían identificados. Allí se nos dejó trabajar libremente, teniendo como únicos lugares vedados los salones donde los integrantes del plantel argentino desayunaban y almorazaban o cenaban. Cada vez que Diego atravesaba el lobby lo hacía rodeado por algunos colaboradores y un patovica de pésimos modos que mantenía a cualquier persona lejos con un bruto manotazo.
A eso de las 16 se llevó a cabo la conferencia de prensa, para la cual se utilizó un enorme salón para casi cuatrocientas personas que, obviamente, estuvo lleno. Diego estaba tenso porque minutos antes se había enterado del problema de su hija menor, que afortunadamente no fue grave, y quería que se cumpliera estrictamente la media hora que estaba dispuesto a concederles a los medios. A la noche, especialmente hasta el final del horario de nuestro programa, estuvimos en el Radisson intentando –y logrando- algunas notas en vivo con los futbolistas.
El miércoles fue el día del partido. Otra vez al hotel de la selección desde temprano. El control se había vuelto más estricto. Sólo se nos permitía ingresar a los periodistas argentinos y escoceses. Pero no había violencia; sí mucha firmeza. Cuando detectaban a alguna persona no autorizada, la invitaban a retirarse. Insistían tanto que la invitación se tornaba irresistible, sobre todo cuando el intruso veía que a su alrededor había cada vez más encargados de seguridad que, a diferencia del patova de Diego, jamás le ponían un dedo encima a quien debían retirar. Mientras, fuera del hotel, algunos hinchas escoceses mostraban una bandera de su país con la leyenda Church of Maradona (iglesia de Maradona) y otro que con la clásica pollerita y una camiseta argentina mostraba una tapa de diario gigante con la foto de Diego haciéndole el gol con la mano a los ingleses el 22 de junio de 1986, día desde el cual es amado en Escocia.
Por la tarde nos fuimos al estadio Hampden Park. Me encantó. Un verdadero estadio para disfrutar del fútbol, para verlo bien de cerca. Es un óvalo que permitía una excelente visión desde cualquier asiento. Las tribunas sólo estaban separados del campo de juego por una pequeña pared de no más de medio metro de altura que hasta una persona con dificultades motrices podría pasar sin mucho esfuerzo.
Durante el partido, al que no me referiré porque abunda la información al respecto, pude percibir algunas cosas que me llamaron la atención. Antes del comienzo, los carteles electrónicos recordaban la prohibición de fumar y recomendaban a los espectadores permanecer sentados durante el juego. Tres filas debajo de mi asiento, un hincha prendió un cigarrillo y fue rápidamente detectado. Uno de los agentes de seguridad que estaba sentado dentro del campo mirando hacia la tribuna le hizo una seña para que lo apagara, pero no hizo caso. Segundos después apareció una chica que también tenía la campera fluo y lo retiró del estadio. Lo mismo pasó con un hombre que no paraba de insultar a los gritos cuando al acercarse a él comprobaron que estaba muy borracho.
Cuando terminó todo, varios periodistas pidieron por teléfono un taxi para volver al centro de la ciudad. Pasó un rato y no tuvieron noticias; cuentan que estaban en una parada de ómnibus y llegó uno de esos de doble piso, muy comunes acá. Le preguntaron al chofer si su recorrido pasaba cerca del Radisson y les dijo que sí. De a uno empezaron a subir y a buscar las monedas para pagar, pero el conductor les hizo señas de que pasaran. Llegaron al hotel y se pusieron a escribir, lo que estoy terminando de hacer ahora.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Historias mínimas

Los coloneses dicen estar notando las consecuencias del cambio climático. De otra manera no se explica, afirman, que hayamos tenido una semana con frío, sí, pero a pleno sol casi todos los días en las pocas horas en las que a esta altura del año el astro rey se deja ver por estas latitudes.
Hay alguien que en los próximos meses, si no años, también va a ver poco la luz solar. Es Vladi, quien supongo que se llama Vladimir. Era muy común verlo en el barrio a pie o en bicicleta; como convivía con una mujer colombiana, habla un aceptabilísimo castellano. Llama “amigo” a todo aquel de quien no sabe el nombre. El tal Vladi es serbio y, según me contaron, llevaba años de residencia ilegal en Alemania.
Por los verbos en pasado habrán notado que la historia ya fue. Me apuro a aclararlo para dejar tranquilos a los más sensibles: el hombre está vivo, pero en problemas. La Policía llevaba años siguiéndolo de cerca, ya que, además de tener la certeza de su condición de residente ilegal, sospechaba algo más. Esas sospechas se hicieron realidad cuando lo esperaron a la salida de una cabina telefónica y le encontraron algunas dosis de cocaína, cuya venta al minoreo se había convertido en su principal medio de vida.
Algunos vecinos agregaron otros datos. Esta no es su primera detención. Al parecer, la Policía ya le había avisado varias veces que estaría encima de sus pasos. Hacía rato que estaba al caer su deportación, lo que en los países de la Unión Europea significa la prohibición de reingreso a cualquiera de los que la componen. Vladi hizo una apuesta fuerte. Desoyó las advertencias, que, a diferencia de lo que pasa en otros lugares, no eran una invitación al arreglo. Le habían dicho que no lo querían en Alemania y que iban a hacer todo lo que estuviera a su alcance dentro de la ley para expulsarlo; y cumplieron.
Pero no todo termina ahí. Dos semanas antes de que lo detuvieran tuvo que peregrinar por hospitales y clínicas junto a su mujer. Ella fue a una consulta por fuertes y constantes dolores de cabeza. Los médicos le ordenaron hacer estudios. El diagnóstico conmocionó a la familia: tenía un aneurisma de grandes proporciones que, en el caso de estallar, no le daría ninguna chance. Los días siguientes fueron un calvario para ella, que no paraba de llorar por la certeza de que tenía los días contados. Su madre debió pedir una visa humanitaria en la embajada alemana en Colombia para poder viajar de urgencia para acompañarla. Pero, para su fortuna, habían detectado a tiempo su problema; se hicieron interconsultas con todos los centros especializados de Europa, hasta que llegaron a dar con un médico francés que es una eminencia en este tipo de afecciones. Él la operó, con éxito en la primera instancia. Cuando estaba empezando a reordenar su vida, sucedió lo de su concubino; y salvo que decida acompañarlo a Serbia, la historia en común de ambos está terminada. Además, la deportación recién se llevaría a cabo después de un proceso legal en Alemania que podría derivar en que deba cumplir un período de prisión acá antes de ser devuelto a su país e impedido de reingresar a cualquier territorio que forme parte de la Unión Europea.
Los europeos están replanteando –endureciendo- toda su legislación migratoria. El control existe y es estricto. La semana pasada debí ir a renovar mi permiso de residencia y trabajo. Como estoy registrado en Bergisch Gladbach, hasta allí tuve que volver. Me acompañó mi amigo Roberto, el menor de los hijos de la persona que me trajo a Alemania y hermano del dueño de la empresa que me contrató. Sacamos un número y esperamos unos cinco minutos hasta que nos atendieron. Un muchacho tomó mi pasaporte y escribió mi nombre en el sistema; allí aparecieron todos mis antecedentes y en una carpeta tenían impecablemente ordenada toda la documentación relacionada con mi caso, desde el primer fax con el que si inició el trámite de la visa anterior, la de la temporada 2007-2008. En diez minutos, y tras pagar cincuenta euros, me fui con el permiso por un año, hasta noviembre de 2009, pegado en el pasaporte. Allí dice taxativamente que sólo puedo trabajar para TransEuroTV (transoiro tefau en alemán).
Mientras tanto, sigo avanzando en el montaje de mi departamento, para lo cual recibo inesperadas y valiosísimas ayudas. Olga, la señora que mencioné en el texto anterior, me regaló unas cortinas en excelente estado que parecían hechas a medida para las dimensiones de mi habitación. Su hijo Ariel puso su camioneta para ayudarme a trasladar muebles; y mi colega y amigo inglés Phil Bonney, cuando le conté cómo marchaba el tema de mi casa, me invitó a ir a la suya para revisar unas cuantas cosas que tienen en desuso. Terminó regalándome un juego de platos completo, vasos, tazas y otros elementos útiles para las cosas de todos los días; y parecía feliz de haberlo hecho.
Debo destacar que estas ayudas que cuento me fueron ofrecidas espontáneamente. Todas ellas derivaron de charlas ocasionales sobre las cuestiones cotidianas, lo que contribuye a distinguir la “frialdad” que le adjudicamos a la vida acá de la indiferencia. Muchas veces, como compartimos con mi querido amigo residente en Roma Mauricio Monte, los argentinos creemos que los únicos modos válidos son los nuestros. Nos pensamos a nosotros mismos como un caso único en el mundo; y, analizándolo bien, tal vez lo seamos. Aunque en muchos aspectos, y basta con leer los diarios, llegaremos a la conclusión de que no todo es para enorgullecerse.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Costumbres alemanas

En las clases de alemán, además de enseñarnos el idioma, también nos hablaban de los movimientos cotidianos y de las costumbres de los habitantes de este país. Una de las cosas que nos llamó la atención fue que la profesora nos contó que cuando la gente cambia de casa o renueva los muebles, es común que a los viejos los deje en la puerta de su casa, sobre la vereda a disposición de cualquiera que pase y los considere útiles. No siempre son elementos de descarte, muchas veces están en muy buen estado de conservación y funcionando perfectamente. Camas, colchones, heladeras, televisores, mesas, sillas, cualquier cosa. Muchas personas salen por las noches con una bicicleta y un carrito enganchado detrás y recorren la ciudad inspeccionando qué se ha descartado. Muchos han amoblado y equipado sus hogares de esta forma.
En estos días, Olga, una señora uruguaya que llegó a Colonia como exiliada política en la década de los setenta, me avisó que una mujer amiga de ella estaba deshaciéndose de los muebles de la casa de su madre, que falleció hace poco. Fuimos a la casa de esta señora, que nos mostró una por una todas las habitaciones del enorme caserón, típicamente alemán. Por quince euros me quedé con la aspiradora, fundamental para mantener limpia la alfombra que cubre el piso de todo mi departamento, a excepción del baño y la cocina. Comprándola barata en cualquier local de electrodomésticos no me saldría menos del triple; y por la misma suma me vendió un mueble que se convierte en escritorio que está impecable y que resulta ideal para armar mi lugar de trabajo en casa y cuyo costo no bajaría normalmente de los doscientos euros. El sábado, la señora hará un día de puertas abiertas en las que la gente podrá entrar y elegir lo que quiera y necesite y se lo llevará previo acuerdo de un precio con la dueña.
Para seguir refiriéndome a la cotidianeidad de los alemanes, me gustaría volver a una palabra que les mencioné hace poco en otro texto. Es el vocablo Termin, que define a un encuentro pactado entre personas para cualquier fin. Uno hace un Termin para visitar al médico, al peluquero, para que venga el plomero o el que instala el teléfono. Siempre, para encontrarse con un alemán hay que armar uno. Acá no existen las visitas sorpresa; eso de “pasaba por tu casa y vine a ver si me convidás con un café o unos mates” no corre. Si uno cae imprevistamente y toca el timbre de la casa de uno de ellos, éste se sorprenderá al verlo y lo primero que le preguntará es si tenían un Termin que él (el que recibió la visita) pudo haber olvidado.
Mi amigo Gustavo, el dueño de El Rincón y casado con una alemana, reniega del culto del Termin; y lo ejemplifica imaginando un diálogo telefónico parecido a este:
- “Hola, fulanito. Te llamo porque estoy desesperado; quiero suicidarme, pero quiero hablar con vos para ver si podés ayudarme antes de que apriete el gatillo. Necesito verte ya”.
- “Uhh qué mal. Mirá, yo ahora no puedo, estoy ocupado; y mañana y pasado tengo ya varios Termin. Hoy es miércoles... si te queda bien, tengo un rato libre el sábado”.
- “Pero tengo el caño del revólver en la sien, si me cortás, tiro”.
- “¿No podés esperar hasta el sábado? Antes no puedo..."
Gustavo lleva su sarcasmo al extremo, pero resulta muy gracioso escucharlo. También lo es cuando cuenta la cara mezcla de asombro y terror de su esposa una noche en la que estaban cocinando, notaron que les faltaba un limón y él le sugirió a ella ir a pedírselo a una vecina. Fue tal el impacto que a su señora le provocó esa loca idea, que él tuvo que aclararle que no le había dicho que la matase (a la vecina), si no solamente que le preguntara si no tenía un limón que pudiese prestarles.
Creo que de esto se habla cuando se menciona la famosa “frialdad” de esta gente. Pero no hay que confundirse. Como ya dije muchas veces, tienen un marcado sentido de lo que significa la vida en sociedad. La inmensa mayoría tiene un inmenso respeto por las leyes. Por ejemplo, si acá alguien es testigo de un accidente se presentará sin necesidad de que lo obliguen o, directamente, hará una denuncia en caso de presenciar una conducta que lo merezca. Entre nosotros sería un “botón”, un “alcahuete”, un “buchón”. Acá lo hacen con la convicción de que están cumpliendo con su deber de ciudadanos.
Como también lo ofrecen algunas empresas en Buenos Aires, acá se puede comprar conjuntamente el acceso al teléfono, la televisión por cable e internet. Hay planes verdaderamente muy accesibles; en mi caso opté por un plan de tarifa plana de internet de 6 Mb y minutos ilimitados de comunicación a cualquier teléfono de la red fija dentro del territorio alemán de 30 euros por mes, de los cuales se me bonifica la mitad en los primeros seis meses. El sábado 25 de octubre, con la ayuda de mi amigo Roberto, tramitamos por la página la empresa Net Cologne el alta del servicio para mi casa. La última pantalla decía que en los próximos días me enviarían una carta con la fecha del (sí, adivinaron) Termin de instalación. Pero todo no es tan color de rosa, ya que hasta el momento en que estoy publicando esto no tuve ninguna respuesta; este final va dedicado a aquellos que tienen razón cuando siempre me dicen que no todo es perfecto en este país de perfeccionistas.

jueves, 30 de octubre de 2008

El corazón y la razón

Muchos saben que amo jugar al fútbol y que ese amor es directamente proporcional a mis limitaciones técnicas. Desde mi lugar de amante de este deporte, y sólo por lo hecho dentro del rectángulo de juego, idolatro a Diego Maradona.
En algún texto de este mismo blog, creo haber escrito alguna vez que fuera de las emociones que generan la familia y los vaivenes sentimentales, las más fuertes que me ha tocado vivir están relacionadas con Diego uniformado como jugador del seleccionado argentino, desde aquel juvenil que ganó el Mundial en Japón en 1979 hasta el doloroso retiro en la Copa del Mundo en 1994.
Ahora mismo, mientras lo menciono, se me amontonan en la cabeza todos esos recuerdos; cuando con mi papá y mi hermano tardamos algunos segundos en creer el segundo gol a los ingleses antes de poder festejarlo, cuando con el tobillo estropeado encaró a los brasileños para dejar solo a Caniggia en Italia, cuando le soltó el penal “como una lágrima” al pedante de Zenga en la definición contra los italianos, cuando no pudo contener el llanto después de una final perdida ante Alemania, un rival que, a pesar de haber sido superior, necesitó de una pésima observación arbitral para levantar la copa.
Todos conocemos el derrotero que siguió la vida personal de Diego durante y después de su carrera como futbolista. Son tan conocidas y tristes que no tengo la menor intención de repasarlas, para ser consecuente con una decisión que tomé hace años: a modo de agradecimiento por todo lo que este monstruo me (nos) regaló, sólo quiero quedarme con su mejor faceta, la del futbolista único, superdotado, sublime, casi divino. Lo otro es de él, como también nosotros tenemos nuestras cosas. Creo, humildemente, que el mejor homenaje que se le puede hacer es dejarlo vivir en paz; y si no logra esa paz, que no sea por culpa de quienes sólo debemos agradecerle tantas alegrías. ¿Qué más podríamos pedirle? Si ya nos dio todo...
Lo anterior lo escribí para que entiendan mejor ustedes –y también yo mismo- por qué no estoy de acuerdo con que Diego sea el técnico de la Selección. Los periodistas siempre pensamos y exponemos argumentos que les den solidez a nuestras ideas y conclusiones. Se podría decir que siempre queremos tener razón. Créanme que esta es una situación absolutamente excepcional. Me encantaría escribir dentro de algún tiempo que me llena de felicidad el hecho de haberme equivocado con lo que publiqué el 30 de octubre de 2008, el día en el que Diego cumple dos cosas: sus primeros cuarenta y ocho años y su sueño de dirigir a la celeste y blanca, por la que como jugador dejó hasta la última gota de su sudor y, especialmente, la llevó a lo más alto con las alas mágicas de su indescriptible talento.
La Selección, después de años de la pusilanimidad de Pekerman y del poco presentable segundo ciclo de Basile, necesita de dos cuestiones básicas para su reconstrucción: profesionalismo extremo y, al mismo tiempo, una conducción con sentido común que se desempeñe de manera acorde con los tiempos que se viven en el ámbito en el que se desenvuelve la abrumadora mayoría de nuestros jugadores. Ese ámbito es Europa, donde las actividades se planifican y se ejecutan con minucioso rigor. Aquí es ley fundamental la premisa que Marcelo Bielsa señalaba como una de las guías de todo su trabajo: reducir el margen de acción del azar a la mínima expresión. El fútbol ofrece tres resultados posibles y no ganar no es ninguna deshonra. Lo que no es perdonable es que las cosas salgan mal por no haber hecho todo lo que estaba al alcance por lograr una victoria; y no hablo de malas artes ni de ganar a como dé lugar. Hablo de entregar todo lo humanamente posible para obtener un resultado, que si no se da debe tener como única explicación válida, más allá de los accidentes, la superioridad del rival de turno.
La Selección, creo, atraviesa uno de sus peores momentos estructurales en décadas. Gracias al chanchullo (uno de tantos) del bulonero de Sarandí, hoy rifa su prestigio por el mundo de acuerdo a los designios de la empresa rusa Renova, que además de condicionar el listado de jugadores le programa interesantísimos partidos con Noruega, Belarús, Argelia y Escocia, para los cuales, con razón en la evaluación de costo y beneficio, los clubes dueños de nuestras estrellas no quieren cederlas. Diego es un volcán que entra en actividad con facilidad, más aun cuando está de por medio la celeste y blanca. Por eso, nada cuesta imaginar los ríos de lava que pueden llegar a correr en medio de semejante desmadre. Se sabe que la lava destruye todo aquello que se encuentra en su curso; y no es precisamente eso lo que nos hace falta ahora.
En este contexto, la designación de Diego Maradona como nuevo entrenador del seleccionado no parece surgida de una elección natural entre candidatos idóneos y, por lo tanto, potables. Más bien huele a una maniobra de Grondona para hacerse de un escudo protector que absorba toda la atención que Don Julio no quiere que se les preste a sus ya inocultables trapisondas. También huele a desplante a la ahora manifiesta disposición a hacerse cargo del equipo de Carlos Bianchi, el otro aspirante, quien en el imaginario “boca de urna” de esta compulsa ganaría la votación en primera vuelta. Una vez más en nuestra golpeada Argentina, todo tiene el fétido hedor de lo peor de la política.
Yo también quiero que Diego dirija a la Selección alguna vez. Pero no ahora ni, mucho menos, así.

jueves, 23 de octubre de 2008

De Bielsas y Basiles II

Los seguidores de este blog saben que, dentro de lo posible, evito escribir sobre fútbol. Pero espero que sepan disculpar esta nueva inconducta, ya que haré una mención, aunque algo tangencial, al tema. No en lo estrictamente relacionado con el juego, sino con los últimos acontecimientos vinculados con la conducción del seleccionado nacional.
No me gusta que pierda a nada nadie que lleve puesta una camiseta argentina. No se trata de chauvinismo barato. Podría ser, como sospechaba Mafalda, una cuestión de comodidad. Nací en Argentina y viví permanentemente en ella durante mis primeros treinta y siete años y medio, por lo que, cuando tuve que elegir, lo que tenía más al alcance era la celeste blanca; con el tiempo, como creo que nos pasó a todos, surgió un amor que, en mi caso, sigue siendo tan intenso como cuando vivía allá. O más.
Por otro lado, también saben que me considero una “viuda de Bielsa”. Por eso, aunque no reniego ni un segundo de mi condición de argentino orgulloso de serlo, no me cayó tan mal el resultado del último partido. Considero a Bielsa y sus métodos ejemplos del camino que deberíamos recorrer en la Argentina en todos los aspectos de nuestra vida como sociedad. La autoexigencia casi obsesiva, el afán de superación permanente, el trabajo metódico, la honestidad irrenunciable –hasta cuando no conviene- y la férrea voluntad de no transar con nada ni nadie son las facetas de las que Bielsa hace gala. Pero no sólo es eso, sino también la capacidad de transmitir esas convicciones a sus dirigidos, a los que en muchos casos logró sumar a sus causas después de tenerlos como enconados opositores. José Luis Chilavert, nada menos, podría encabezar esta lista de bielsistas conversos, con el condimento de que el guaraní había estado a segundos a pelearse a trompadas con el entrenador durante los primeros tiempos de éste a cargo del plantel de Vélez, en la segunda mitad de 1997.
No me alegra que el seleccionado de fútbol de Chile le gane a su par de Argentina, pero tampoco es una tragedia. Sí me alegra que las formas de Bielsa les ganen a las de Basile, contra quien no tengo nada en lo personal, aunque representa muchas de las cosas que uno ve que pueden hacerse de manera diferente, bien. Alguien que por la repercusión del cargo que ocupa es una de las máximas referencias que el mundo puede tomar de nuestro país no puede darse el lujo de que millones de personas por televisión en todo el planeta lo vean recurriendo a una aplicación de talco para atraer a la buena suerte; o haciendo cuernitos cada vez que los rivales avanzan sobre el campo argentino; o insultando impunemente a un rival que tiene la desgracia de tener que sacar un lateral justo frente al banco argentino; o explicando una derrota alegando que “nos levantamos mal” o que "no nos salió ni una”. Así parece fácil: uno accede al cargo de técnico de la Selección, elige a los mejores, agrega algún capricho y en la noche previa a los partidos se provee del talco suficiente para que nunca escasee y se encarga de pasar por cada una de las habitaciones de la concentración para asegurarse de que los futbolistas estén bien tapados y puedan dormir plácidamente, así se levantan inspirados a la mañana siguiente. Cuando llega la hora de formar el equipo se da los once nombres y que sea lo que Dios quiera. Si se gana no hay análisis, porque todo es felicidad; y aunque se sea grosero, los amigos y adulones preferirán decir que se trata de una “marcada personalidad”. Si se pierde tampoco hay análisis, porque todo se debió a cuestiones intangibles que se confabularon y contra las cuales no se puede hacer nada. “No hay caso; hicimos todo lo que pudimos pero (la pelota) no quiso entrar”. O dirán que esto es fútbol, que es sólo un juego, mientras pisotean lo que escribieron y dijeron cuando tuvimos el gran disgusto en el Mundial de 2002, en el que, a juzgar por el brusco cambio de parecer, no se debe haber jugado al mismo juego. Si alguien tiene la osadía de plantear cara a cara una crítica, será acusado de ser “contra” y de haberse “dado vuelta”; y no conformes con eso, se hará el lobby necesario para que el atrevido pierda un puesto de trabajo. Para las derrotas más dolorosas queda un último recurso: el “silenzio stampa” y el “bye”.
Retomo la escritura después de haber utilizado algunos minutos para releer los párrafos anteriores; y creo que al final cumplí con mi premisa. Más que tocar el tema fútbol, creo que simplemente lo rocé. En realidad, y desde mi humilde punto de vista, todo lo que precede es la Argentina en su estado más puro. Es la dictadura de los resultados sin reparar en los métodos, es el imperio de la improvisación por encima de la planificación racional, es el reino del acomodo en desmedro de los méritos. Como dijo Ortega y Gasset, “cualquier individuo puede, sin demencia, aspirar a cualquier puesto, porque la sociedad no se ha habituado a exigir competencia”.
Otra vez me detuve porque se me termina el espacio y estoy buscando un buen final. Pero antes que al cierre del texto encontré una pequeña diferencia en el fútbol y el país. Menor, pero diferencia al fin. Al seleccionado le bastaron un par de malos resultados para liberarse de una mala conducción. Pero a nuestro querido país, aunque lleva décadas sin ganar un partido importante, lo conducen siempre los mismos.
Necesitamos un gobierno lleno de Bielsas, pero está superpoblado de Basiles; y así estamos.

jueves, 16 de octubre de 2008

Las comparaciones son odiosas, pero...

El pasado no fue un fin de semana común. Al no haber habido fecha de la Bundesliga por las eliminatorias para el Mundial de Sudáfrica, los días en lo que habitualmente trabajo más fuerte los tuve libres. Por eso pude dedicarme un poco más a la preparación de mi nuevo hogar, en el que estoy instalado desde el lunes. Obviamente, todavía no está listo ni mucho menos. Si esta tarea es complicada de por sí para gente con más experiencia en mudanzas, imagínense lo que puede resultar para alguien que, como yo, es la primera vez que lo hace y, encima, solo y en el extranjero. A pesar de todo esto, hay que rescatar el hecho de que, en general, todas las gestiones cotidianas son un poco más fáciles en sociedades ordenadas como es la alemana. Desde el mero alquiler hasta la tramitación del servicio de teléfono y de conexión a Internet.
Un amigo español se separó hace poco tiempo de su esposa, colombiana, que con ese matrimonio logró la ciudadanía española. Después de que él fuera quien debió dejar el hogar conyugal tuvo que buscar una vivienda. Acá se puede, como lo hice con el departamento que ocupo, autorizar al banco a pagar el alquiler automáticamente el primer día de cada mes. Juan –así se llama este amigo oriundo del país vasco- pagaba mediante este método la renta de la casa familiar. Una vez separados, y de acuerdo a su situación patrimonial, él no está obligado a sostener a su mujer y al hijo de ella de un matrimonio anterior. Una noche fuimos a cenar y a mi amigo se le ocurrió pasar por una sucursal del Sparkasse Koln-Bonn a sacar un Auszug (resumen de cuenta). Grande y muy desagradable fue su sorpresa cuando notó que le habían debitado el mes de alquiler en el que ya no había vivido con su esposa, aunque cuando ese débito superaba el acuerdo de sobregiro que le había otorgado el banco con la apertura de su cuenta. Se asesoró y fue al banco a presentar el reclamo, trámite que no le tomó más de diez minutos en la sucursal más cercana y que motivó el reintegro de su dinero a las cuarenta y ocho horas de planteada la queja. La conclusión inmediata que imagino en muchos de ustedes es la misma a la que llegué cuando me iban contando la situación: “él no paga el alquiler y la mujer y su hijo quedan en la calle”.
No es así. Si ella es desocupada, el Arbeitsamt (algo así como el ministerio de Trabajo) la asiste. ¿De qué manera? Haciéndose cargo del monto del alquiler de la vivienda, siempre y cuando se considere que la mujer está viviendo en un lugar de dimensiones acordes con sus necesidades y las de su hijo. Habrá una inspección que, en caso de que considere que la casa excede lo que el Estado estima apropiado, le recomendará buscar otra cuyos gastos serán solventados por la ayuda social, que también le dará a esta persona un monto mensual de dinero que le permitirá llevar una vida normal. Sin lujos, pero sin carencias de elementos esenciales para la vida. Esa ayuda también le proveerá, en caso de que lo necesite, de los electrodomésticos que se consideran de primera necesidad, como una heladera, un lavarropas, una cocina y un televisor. Habrá un permanente monitoreo por parte del Estado de la situación de la mujer, con lo que se evitará que ella incurra en alguna conducta incompatible con su situación mientras también integra un listado de desocupados a los que se intenta ubicar laboralmente.
En Alemania es muy difícil conseguir trabajo siendo extracomunitario, ya que cuando se presentan los papeles para la inscripción de un trabajador proveniente de un país que no integra en espacio Schengen el Estado chequea que entre los desocupados registrados no figura ningún europeo en condiciones de realizar esa tarea. De hecho, cuando me hicieron el primer contrato, en julio de 2007, debí pasar por ese filtro. Por eso, hubo que tener el cuidado de hacer la salvedad de yo venía a cubrir el puesto de “relator deportivo en español para América Latina”, ya que si sólo hubiésemos puesto “relator deportivo en español” el Arbeitsamt habría impuesto la obligación de darle prioridad a un periodista nacido en España. Eso es un Estado que le devuelve a sus contribuyentes los altos montos que pagan en concepto de impuestos.
También me contaron otro caso que fue tapa de diarios oportunamente. La situación se planteó por la muerte por inanición de una mujer mentalmente alterada y de su hijo. A pesar de que ya habían sido asistidos en más de una oportunidad, los encontraron muertos y las pericias determinaron que habían fallecido por hambre, ya que la mujer no comía y no le daba de comer a su hijo. Se levantó una fuerte polémica porque los funcionarios del área correspondiente fueron inmediatamente cesados en sus puestos con el argumento de que “es inconcebible que alguien muera de hambre en Alemania” y ellos fueron acusados de negligentes, aun cuando fue la alteración de la mujer la que originó la tragedia. Cuando los funcionarios despedidos intentaron defenderse citando esta cuestión, les respondieron que alguien debió darse cuenta de que por su alteración debió haber sido internada para recibir la ayuda correspondiente; y no hubo marcha atrás. En este país, aun con problemas, la asistencia social asiste, pero en serio.
¿Cómo harán los alemanes para que su Estado no sea un mal administrador, como dice la reina Cristina? Seguramente no es porque acá sean todos santos y no haya corruptos. Los hay, como en todos lados. Lo que acá no hay es impunidad. El que las hace, si lo agarran, las paga.
En nuestra querida Argentina, en cambio, al que las hace, si paga o es amigo, no lo agarran.

jueves, 9 de octubre de 2008

Mudanza

Esta semana estuvo casi íntegramente dedicada al tema de la vivienda. El jueves pasado, mi amigo Roberto me ayudó a buscar en Internet departamentos en alquiler en Ehrenfeld. Encontramos dos buenas opciones, él hizo los llamados telefónicos correspondientes y también envió los correos a quienes preferían que se comunicaran con ellos por ese medio. Aquí, por cualquier cosa se organiza un Termin, que es un encuentro agendado. El primero de los propietarios, que respondió el mail, nos concedió uno para el viernes al mediodía, exactamente a las 12. En el otro atendieron el teléfono y nos citaron para el mismo día, pero a las 14.00. Era perfecto; podría ver los dos departamentos y comparar.
En el primero, el encuentro se produjo puntualmente a la hora acordada. El Dr. Alexander Ackermann estaba esperándonos en la portería de un enorme edificio cuya puerta daba al número 3 de la Graeffstraße. Nos llevó hasta el departamento, el 19, y nos lo mostró. La verdad, está muy bien, es muy luminoso y tiene las dimensiones que necesito; hay portero las veinticuatro horas y dentro del mismo edificio hay pileta, lavadero y secadero de ropa, está bien ubicado y el alquiler está a buen precio. El dueño me preguntó a qué me dedico y cuando supo que comento los partidos de la Bundesliga se entusiasmó, ya que quienes consultaban mayoritariamente por su propiedad eran estudiantes con los cuales hay que tomar más recaudos porque, en general, no tienen ingresos propios. Quedamos con él en que veríamos la otra vivienda y en un par de horas le responderíamos por sí o por no. Ackermann estuvo un poco impaciente y antes de la hora en la que debíamos hacer la segunda visita le dejó un mensaje en el celular a Roberto para decirle que yo tenía un “bonus” en su consideración por mi actividad y me mandó a mí un correo electrónico con un formulario para llenar con los datos que irían en el contrato, entre los cuales figura mi número de cuenta bancaria, de la cual se debitará el alquiler el primer día de cada mes.
Exactamente a las 14 tocamos timbre en el otro edificio, el de la Vogelsangerstraße. A pesar de haber acordado telefónicamente el bendito Termin aquí nunca hubo respuesta, por lo que después de insistir durante algunos minutos decidimos irnos. “Das ist nicht sehr nett, aber... (no es muy considerado, pero...)”, dijo Roberto; y me explicó que es posible que ya estuviese alquilado y que por eso el dueño no atendía la puerta.
El departamento de Ackermann fue el elegido, así que le mandamos el correo confirmándole la noticia y él se comunicó con Roberto para, otra vez, pactar el Termin de firma del contrato, que se produjo el lunes a las 14 en el mismo lugar en el que no esperó la primera vez. Pagué el depósito y el primer mes y firmamos los papeles. Después, nos acercamos a la recepción y Ackermann y le dijo a la portera que “Herr Salceda hat die Wohnung Nummer neunzehn gemietet (el señor Salceda ha alquilado la vivienda número diecinueve)”. Todo en orden.
El departamento está vacío, por lo que tuve que ponerme en campaña para conseguir las cosas que necesito. Una mesa, sillas, la cama y otras cosas necesarias para la vida de todos los días. La primera recomendación que me hicieron fue la de visitar una casa de muebles usados, donde se puede conseguirlos en buen estado y a precios muy convenientes. Las cosas compradas pueden dejarse reservadas en el salón hasta ocho días, durante los cuales tendrán una etiqueta con la palabra Verkauft (vendido) y esta misma gente, además, se encarga de llevarlas si se paga el costo del transporte, que es de cuarenta y cinco euros por hora. En este lugar conseguí el armazón de la cama y una mesa con siete sillas por ciento noventa euros; pero como es un lugar en el que el stock depende de lo que vaya llegando, no pude completar la cama con su elástico y sus colchones.
Encontré otra casa de muebles usados cerca de donde tomo el tranvía para ir a trabajar los fines de semana; allí pude comprar lo que no había en el local anterior. Los dos elásticos y dos colchones de noventa centímetros por dos metros costaron doscientos treinta euros. Nada mal. En este caso, como que da cerca del lugar en el que voy a vivir, con un amigo vamos a trasladar las cosas a mano. Con esto, más un par de lámparas que me permitan ver de noche, ya puedo ir mudándome.
Para el final del texto de esta semana me guardé un poco de humor, pero del bueno, el inteligente. Juan, el cocinero vasco de El Rincón, nos hizo reír mucho en la noche del martes cuando nos contó de un dicho alemán que resume con gracia, y algo de autocrítica también, las distintas personalidades de los europeos según su país de origen.
Según los germanos, “el paraíso es aquel lugar en el que los ingleses se ocupan de la hospitalidad, los franceses de la comida, los italianos de la fiesta y los alemanes de la organización; el infierno, en cambio, es donde los franceses se encargan de la hospitalidad, los ingleses de la comida, los alemanes de la fiesta y los italianos de la organización”.
Me pareció genial y quería compartirlo con ustedes.
Hasta la semana que viene.

jueves, 2 de octubre de 2008

A asentarse otra vez

Lentamente está instalándose el otoño en Köln. Los días ya son mayormente grises y la temperatura anuncia implacable la cercanía de la estación fría, que a pesar de todo no amedrenta a los coloneses. Los que usan la bicicleta para sus movimientos habituales siguen haciéndolo y los fanáticos del footing o del trote al aire libre tampoco alteran su rutina. A lo sumo, agregan un poco de abrigo y siguen con las actividades de siempre, para las que nadie olvida la compañía de un reproductor de mp3.
Mañana, viernes 3 de octubre, en Alemania es feriado porque se conmemoran los dieciocho años de la reunificación que se produjo casi un año después de la caída del Muro de Berlín, derribado el 9 de noviembre de 1989. Escribí que se conmemoran y no que se celebran, porque me han contado que este hecho histórico no cayó de la misma manera a ambos lados de aquella bochornosa muralla.
Los medios periodísticos alemanes, como los de todo el mundo, dedican mucho espacio a la crisis internacional de los “mercados”. También en Alemania, los canales de televisión, las radios y los diarios concentran buena parte de sus esfuerzos en informar sobre el asunto que tiene a todo el mundo en vilo.
Cuando no paran de machacar con los “mercados” uno, y con esto van por adelantado las disculpas por mi ignorancia al respecto, se pregunta quiénes serán esas personas de semblante tan volátil que parecen contar con más devotos que cualquiera de los dioses de las religiones más practicadas del mundo. A uno le cuentan que los “mercados” se asustan por la guerra en Irak y por eso se dispara el precio del petróleo. Los “mercados” aprueban el salvataje de los bancos y las bolsas suben a niveles históricos, así como bajan cuando a esta buena gente no le gustan las novedades. No sé si estoy en lo cierto o escandalosamente equivocado, pero creo que no estamos hablando de la marea que sube y baja por cuestiones naturales que están fuera de la acción de los seres humanos. Se trata de intereses especulativos que, a pesar de los dolores de cabeza que aparentemente les generan, en algo deben beneficiar a quienes ostentan el poder en distintos lugares del planeta. ¿Cuántas veces se habló, por ejemplo, de gravar la actividad financiera con tono de amenaza? ¿Por qué nunca se concretó? Los famosos “mercados” ya habrían sido desintegrados o, al menos, limitados en esa omnipotencia que hoy demuestran para poner en vilo a todo el mundo de acuerdo al humor que les generan determinadas noticias. Si alguien tiene claro que no tengo ni idea del tema y puede responderme fehacientemente qué son exactamente los benditos “mercados” le ruego que se tome un tiempito de su vida para explicármelo. Realmente lo necesito y se lo agradeceré al que pueda hacerlo. Finalizado este llamado de mi ignorancia a la solidaridad, les propongo volver a la temática de este espacio virtual.
Por estos días, cuando se recorre esta querida ciudad llama poderosamente la atención que muchos edificios tienen montados andamios en su frente. Varios albañiles trabajan en cada uno de ellos en lo que parece ser una furia generalizada por reformar las fachadas. Como no me pareció normal la cantidad y sé que acá no se hace nada por arrebatos, se me ocurrió preguntar. La respuesta que me dieron es que no se trata, en realidad, de reformas estéticas. Lo que los consorcios hacen es aplicar aislamiento térmica a los lados expuestos de los edificios, con la finalidad de que sea necesaria menos energía para calefaccionarlos y, de esa forma, ahorrar. Pero el ahorro no sólo busca gastar menos por una cuestión meramente económica, sino –especialmente- por la necesidad de racionalizar el consumo. Gran parte del gas que compra Alemania proveniente de Rusia. El fluído es caro y, además, por las disputas geopolíticas en las que siempre están inmersos los rusos ya han amenazado varias veces con cortar el suministro.
También es interesante ver de qué manera se promueve el consumo racional de recursos como gas y agua potable. Cuando uno alquila un departamento, por ejemplo, al precio del alquiler se le agregan los Nebenkoste, que traducido al castellano serían los gastos paralelos. Los Nebenkoste vienen generalmente detallados en los avisos en los que se ofrece la vivienda o, si el anuncio dice, por ejemplo, € 500 kalt (frío), eso quiere decir que a ese monto hay que sumarle los gastos adicionales, que son calculados por funcionarios de entes especializados que han tabulado cuánta energía se necesita para calefaccionar un ambiente y cuánta agua se estima como consumo normal de los que habitan cada propiedad sobre la base de sus dimensiones y cantidad de ocupantes respectivamente. Cada año se hace un balance de la utilización de cada uno de esos servicios. Si no se supera la línea fijada, el precio será estable; en cambio, si al cabo de ese año se superó el límite establecido hay que pagar un fuerte sobrecargo; lo bueno está en que si se ha consumido notoriamente por debajo de esa cota, al inquilino se le reintegra una parte de lo que pagó por ocupar la vivienda.
Mi principal preocupación de estos días, más allá de lo relacionado con mi trabajo, es la búsqueda de un departamento para instalarme en los próximos meses, hasta mayo. La idea es quedarme en Ehrenfeld, este barrio al que, como les conté en textos anteriores, ya siento como mío porque desde que llegué me trató como si yo fuera uno de los suyos.

jueves, 25 de septiembre de 2008

De regreso

Cuatro meses pasé en nuestra querida Argentina, período durante el cual pude vivir de cerca acontecimientos muy especiales. La guerra sin cuartel entre el Gobierno y los productores del campo y la histórica votación en el Senado con el voto “no positivo” de Julio Cobos. Sentí un poco de vergüenza ajena cuando el "ex presidente en ejercicio" (genial ironía de Nelson Castro) vociferó su discurso horas antes de esa histórica sesión del Senado aludiendo a las mismas cosas de siempre, aunque no tuvieran mucho que ver con el tema. Los K deberían agradecer todos los días que haya existido una dictadura, ya que sin ella quedaría muy en evidencia que no tienen muy claro lo que significa conducir un país hacia delante. Está muy bien el deseo de justicia, eso no se discute. Pero sería bueno que también miren lo que está por venir y, de paso, mejoren un poco los métodos. Es poco presentable la presencia de los Moreno, de los Aníbal y los De Vido en un gobierno que tiene como eslogan “un país en serio”. No todos los que no comparten sus ideas son “golpishtash” ni integran “gruposh de tareash”.
Obviamente, no se cumplieron los plazos fijados en la entrada anterior. Este reencuentro debió haber sido hace más de un mes, pero, como muchos de ustedes saben, esta demora tan perjudicial para el lado materialista y profesional de mi personalidad me tiene como a una víctima. No fui yo, por acción ni omisión, el que retrasó mi regreso a Alemania; y antes de meternos en tema, quiero agradecer a todos aquellos que durante este lapso preguntaron los motivos de la ausencia de nuevos y hasta alentaron la continuidad del blog, a los que les respondía que por su naturaleza, y su título, no daba mucho lugar a escribir mientras permaneciera en Buenos Aires.
Como sea, ya estoy en viaje. Esta vez, el vuelo es directo entre Buenos Aires y Frankfurt y después el tren, el fantástico ICE (Inter City Express), hasta Köln. Ligué mal con el reparto de asientos. Estoy en la fila del medio, en la butaca que da al pasillo de la izquierda. A mi derecha, tres claros exponentes de esa nueva especie llamada a desplazar al “típico porteño piola”: tres “argentos”, de esos que tan bien nos hacen quedar alrededor del mundo. Quizás yo interprete mal el significado del término, pero entiendo por “argentos” a esos individuos que reúnen las peores características de nuestra idiosincracia y se sienten orgullosos de eso. Para que tengan una idea, estos tres muchachos se rieron un buen rato de la azafata de Lufthansa que no había podido servirlos habiéndolo probado en alemán y en inglés, cuando ellos no pudieron articular una sola palabra que no fuera en castellano salvo “beer” (cerveza, en inglés).
El viaje tuvo su momento tenso para mí. Cuando llegué al asiento que tenía asignado en el avión me di cuenta de que me había olvidado uno de los bolsitos de mano en la sala de espera junto a la puerta de embarque. Era justo donde llevaba los documentos y los dos pares de anteojos, todos elementos fundamentales. Le expliqué el problema a una de las azafatas y me dejaron salir. Recorrí la manga contra la corriente, ya que había sido uno de los primeros en subir y todos los demás pasajeros caminaban hacia adentro del avión mientras yo intentaba correr hacia afuera. Para mi alivio, cuando llegué al lugar en el que había estado sentado esperando el bolsito estaba ahí.
El vuelo fue impecable y las excelentes condiciones permitieron compensar buena parte de la media hora de demora que tuvimos en la partida. En el mismo avión, un Boeing 747 –el viejo y querido Jumbo, al que alguien alguna vez me definió como el Rolls Royce del aire por confort y prestación- viajaban Guillermo Vilas y todo los integrantes del equipo ruso de Copa Davis que perdieron la semifinal contra los nuestros en el parque Roca. En la fila para el trámite de Migraciones, un argentino felicitó a Nikolay Davydenko por la protesta que presentó ante el árbitro porque David Nalbandián había levantado a la gente en el lapso que transcurrió entre dos puntos del partido que jugaron en la mañana del domingo.
La llegada a Köln fue en la tarde del martes. Ahora estamos en la complicada tarea de buscar un lugar donde vivir. Digo estamos porque tengo que hacerlo con ayuda, ya que mi alemán no es suficiente para la búsqueda y, especialmente, para la negociación. Mientras tanto, mi amigo Gustavo Flamma y su familia hacen gala de su enorme generosidad aguantándome en su casa mientras encontramos una para mí.
Mañana tendré mi primer partido de esta temporada. Se enfrentan Colonia, el equipo de esta ciudad, y Schalke. Los hinchas locales no son muy optimistas; su rival es el único líder de la liga y los coloneses tuvieron una vuelta resbaladiza a Primera División, con una victoria, dos empates y dos derrotas en cinco partidos, con el agravante de que como local todavía no ganó y la última presentación en casa fue un duro 0-3 contra Bayern Múnich.
La ciudad está hermosa, igual que como la había dejado cuando viajé a la Argentina cuatro meses atrás. Después de un par de horas de haber llegado ya me sentía como si nunca me hubiese ido. Eso pasa, supongo, con los sitios en los que uno se siente a gusto, como todos ustedes saben que me siento en este lugar del mundo tan distante y tan distinto del nuestro, en el que está previsto que viva los próximos ocho meses de mi vida.

lunes, 14 de julio de 2008

Un año más de blog

Ahora sí no hay ninguna duda. Está todo acordado y confirmado, por lo que el lunes 11 de agosto volaré otra vez hacia mi querida Köln para otra temporada de la Bundesliga. Había algunos detalles que ajustar y no quería dar el viaje por hecho hasta que ellos no estuviesen totalmente resueltos. Es muy justo que reconozca el apoyo que recibí en la radio para esta nueva etapa en Alemania, tanto de las autoridades del equipo de deportes como de las de la empresa, ya que de los últimos, sinceramente, no esperaba semejante sostén.
La negociación de las condiciones de mi continuidad con la gente que me contrata en Alemania estaba cerrada desde mayo, antes del regreso a Buenos Aires. Restaba ratificar el acuerdo al que me referí en el párrafo anterior y resolver algunos otros puntos importantes que también hacen a mi ida, mi vida y mi trabajo en Köln.
Algunos amigos argentinos emigrados a distintos puntos del mundo con los que mantengo contacto fluido me preguntan cómo encontré todo cuando llegué de vuelta, allá por el 20 de mayo. La respuesta a ese interrogante es siempre difícil porque cuesta determinar desde qué punto de vista intentarla. De arranque, y con los últimos sucesos en consideración, es imposible tener una mirada positiva. Me tocó estar en Buenos Aires durante los peores meses del conflicto entre el Gobierno y el campo. Lo que pasó –lo que pasa, porque todavía no fue superado- causa una mezcla de sensaciones. Las rutas cortadas dejando a pueblos y ciudades enteras al borde del desabastecimiento. Los productores desechando parte de su producción, que, ante la decisión de descartarla, pudo haber sido entregada para gente con necesidades o urgencias. Los K mandando a desalojar un corte en la ruta 14 y permitiendo desde hace dos años otro a no más de cuarenta kilómetros de ahí, como si se tratara de cortes diferentes. En realidad, sí lo eran para ellos. El de la 14 era hecho por los “otros”, mientras que al del puente San Martín lo sostenían “amigos”. Es en ese tipo de actitudes donde dejan bien claro haber tomado las enseñanzas políticas de quien, dicen ellos, es el espejo en el que se miran. “A los amigos, todo; a los enemigos, ni justicia” decía el dueño de la imagen que les gusta poner a Cristina y a Néstor a sus espaldas en cada acto. Ellos obedecen al pie de la letra esta cuestionable máxima; y así nos va.
En estos días fue una tarea más que engorrosa llenar el tanque de combustible, gasoil en mi caso. Primero, un largo peregrinaje por las estaciones de servicio hasta encontrar una en la que hubiese. Como soy socio del ACA, cargo en sus estaciones a $ 1,80 el litro. Hoy, tras veinte minutos de cola, el empleado nos dice a los que estamos en la fila que se acabó el gasoil. Con el tanque casi seco, tuve que caer en Shell, que tiene dos tipos de este combustible. Uno, el normal, vale $ 2 el litro y escasea. El otro, el más refinado, cuesta $ 2,40. De ese no hay problemas de stock y se puede cargar tanto como se desee, además de la posibilidad de pagar con tarjeta. Linda gente.
Otra de las cosas que tuve que hacer fue hacer los trámites para cambiar de banco, ya que la radio ha optado por otro para hacer los depósitos de nuestros haberes. Todo es difícil, complicado y engorroso; siempre falta un papel, una constancia o una fotocopia de algo. También tuve la desgracia de perder mi tarjeta de débito y los amables señores del HSBC se tomaron un mes para entregarme el reemplazo. Eso es respeto por el cliente; no como los del Sparkasse Köln-Bonn, que en diez minutos te tienen hechos los trámites para abrir la cuenta y a los dos días te hacen llegar la tarjeta a tu casa.
Esta etapa en la Argentina también coincide con los cumpleaños de mis sobrinos. El 29 de junio viajamos a Chillar, provincia de Buenos Aires, para festejar los cuatro años de Camila, que cada día está más grande, más viva, más linda y más pegada a la madre, cuyas ausencias momentáneas le produce cierto grado de desesperación. Camila está en una etapa en la que necesita tener a su mamá siempre a la vista. Posiblemente, el cambio de vida derivado de la mudanza decidida por sus padres esté afectándola, aunque allá tiene a sus tías y a sus otros abuelos; ellos la miman tanto como nosotros. Ian cumplirá seis el 26 de julio y está haciendo su último año de preescolar. Él también da muestras de crecimiento todos los días en todos los aspectos a excepción de los dientes, que a pesar de habérseles caído hace tiempo –uno de ellos por un golpe que se dio contra el piso- todavía no dan señales de estar reapareciendo.
Es en mis sobrinos, especialmente, en quienes pienso cuando pasa todo a lo que aludo en los párrafos precedentes.
¿Qué Argentina vivirán ellos?

martes, 3 de junio de 2008

Delicias de la vida cotidiana

Sábado 31 de mayo. Tuve mi primera transmisión desde un estadio después de mi llegada a la Argentina y mi reincorporación a la radio. Pasadas las 23 terminó el partido entre Banfield y Newell’s en el estadio del Taladro. Ni bien el árbitro pitó el final, la Policía invitó a los hinchas rosarinos a dejar la tribuna visitante sin darle tiempo ni siquiera para festejar el inmerecido triunfo de su equipo por 1 a 0. Los efectivos de la Infantería vienen bajando desde lo más alto y van arreando –ningún término se ajusta mejor- a los aficionados hacia la salida de la calle Peña.
Enfrente, en la cabecera que da a Gallo, están los de Banfield. La mayoría sentados, algunos otros de pie; están esperando que les permitan la salida, cosa que sucederá media hora después, una vez que los micros con los rosarinos ya estén en el camino de regreso a su ciudad.
La noche está fría y, viendo a la gente desde la cabina, uno no puede evitar pensar en las cosas a las que tenemos que recurrir por culpa de nuestro comportamiento. La mayoría de esas personas podría estar en sus casas pocos minutos después de terminado el partido, pero la hipótesis de conflicto que rodea a casi cualquier encuentro obliga a estos procedimientos y a sitiar los alrededores de cualquier estadio del fútbol argentino como si se tratara de una guerra. No sólo es cuestión de las barras bravas; los demás hinchas también entonan las canciones que, lejos de ser de aliento para el equipo, en una abrumadora mayoría aluden a la propia hinchada, a sus “huevos”, a su “aguante”, a su odio a la Policía y a los placeres de ir a la cancha “re loco”, borracho o drogado. No sólo los barrabravas gozan más de los triunfos por lo que éstos pueden generarles a los clásicos rivales que a sí mismos; de la misma forma, una caída del “enemigo” les provoca una alegría tanto o más intensa que la derivada de un logro propio.
Pregunto, sólo pregunto: ¿no será que tenemos el fútbol que nos merecemos?

Lunes 2 de junio, minutos antes de las cuatro de la tarde. Como todos los días a esa hora estoy camino a la radio. Vengo con tiempo, muy tranquilo, por la avenida San Juan y debo girar a la izquierda para tomar 9 de Julio. Una vez que el semáforo se pone en verde, avanzo hasta pasar el carril que va hacia el sur y, con la luz de giro encendida, me freno antes de la senda peatonal para permitir el cruce de los peatones que por la vereda iban en el mismo sentido que yo. Como un acto reflejo, antes de parar totalmente el coche miro por el espejo; detrás de mí queda un auto blanco manejado por un señor cincuentón de bigotes. Las que cruzaban eran aproximadamente diez personas de diferentes edades y, por lo tanto, diferentes ritmos de caminata. En la espera no se fueron más de quince segundos.
Una vez que terminan de cruzar todos, completo el giro y tomo la avenida más ancha del mundo (¿lo será todavía?) hacia el norte, con el Obelisco de frente. El cincuentón me aparea y me menea la cabeza como para hacerme entender que no me entendía. Menea la cabeza insistentemente, por lo que en el siguiente semáforo, el de Carlos Calvo, paro al lado de él, abro la ventanilla y le pregunto cuál es el problema.
-“¿Por qué no estacionás también para dejar cruzar a la gente?”, me dice tan socarronamente como intentaré responderle.
-“Los que cruzaron son personas como vos y esto es una ciudad donde vive gente, no animales”, contesté.
-“Sos un puto; ¡puto, puto! ¡Andá a la puta que te parió, puto!”, gritó el cincuentón haciendo gala de su más refinada urbanidad, a lo que, como a su ironía anterior, respondí; con algo de vergüenza debo confesar que lo hice con una violencia verbal un poco mayor a la de su ataque. Sé que estuve mal, pero el motivo de mi bronca fue que, más allá de sus pésimos modos, nunca entendí qué habría querido este hombre que yo hiciera. ¿Debía poner la trompa del auto entre los peatones para cortar la fila y pasar diez segundos antes que lo que finalmente lo hicimos? ¿Debía pasar antes que ellos para ahorrar los quince? Ya no sólo el señor dejó en claro que él no les habría permitido cruzar, sino que también se enojó porque otro lo hizo.

Posiblemente alguno me recuerde, como si no lo supiera, que esto es común acá y se sorprenda al leer este comentario; y sí, obviamente, sé que este tipo de cosas es moneda corriente entre nosotros. Esta es la clase de detalles a los que me refiero cuando digo que en muchos aspectos podríamos vivir mejor con sólo tomar la decisión de hacerlo, ya que no es necesario invertir dinero para poder llevarlo a cabo. Esta es la clase de detalles por los cuales, e independientemente de los que nos exceden, degradamos nuestra calidad de vida.
Este texto no fue escrito con la misión de pontificar sobre los temas a los que alude. Lejos de eso, tiene la humilde intención de recalcar las cosas que hacemos mal, desde la experiencia de haber visto que en otros lugares se manejan de otra manera. Son más civilizados, se respetan más y, por eso, viven mejor.
¿Por qué nos costará tanto entenderlo?

lunes, 26 de mayo de 2008

Desde mi Buenos Aires querido

Alguno me dirá –y yo mismo lo pensé en un principio- que el título del blog podría dejar fuera de contexto cualquier entrada escrita durante mis días en la Argentina, que se extenderán, como mínimo, hasta mediados de agosto próximo. Pero es más fuerte que yo, cosa que, imagino, sabrán disculpar.
Hace casi una semana que estoy de vuelta. En ese lapso, me puso feliz comprobar in situ que mis padres están muy bien después de algunos problemas de salud que ustedes conocen; también me gratifica ver que mi familia en general la pelea y ni hablar de lo cada vez más grandes, hermosos y lúcidos que están Camila e Ian. El jueves, mi hermana llamó a mi casa un rato antes del mediodía para decirme que Ian quería que lo llevara al jardín y que a la tarde fuera a buscarlo. Creo que no hace falta que les diga que, obviamente, alteré los planes que tenía esa tarde para poder cumplir con el pedido de mi sobrino.
Un día antes había llevado la notebook al servicio técnico. Un muchacho muy atento la recibió, tomó nota de los datos y me dijo que en cuarenta y ocho horas me mandarían un correo electrónico para decirme cuál era el problema por el que había dejado de funcionar. Me llamó gratamente la atención tanta presteza, pero la ilusión duró, como diría Sabina, lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks. El viernes, el mail no había llegado. Cerca de la hora del cierre del local llamé para preguntar y atendió el mismo pibe, que ante mi reclamo por el vencimiento del plazo que no yo sino ellos mismos habían impuesto para el diagnóstico agregó que podían ser cuarenta y ocho o setenta y dos horas. Después de agradecerle su tan amable como poco fructífera atención y cortar me dije: ¡Estás de vuelta, bienvenido!
Uno de los temas argentinos que más ruido hicieron durante mis meses en Köln, además del conflicto entre el gobierno y los productores rurales, fue el de la inflación. Estos primeros días de regreso en Buenos Aires me van acercando a una percepción real, que podría corroborar –o no- los benditos índices que dibujan descarada e impunemente los Moreno’s boys. El litro de gas oil, que cuando me fui estaba a $ 1,59, ahora está a $ 1,80. En diciembre me cargaban todo lo que estuviese dispuesto a pagar o cupiera en el tanque; ahora, donde hay, está racionado. En la cena con el grupo de fútbol, este jueves pagamos cincuenta pesos por lo mismo que en la despedida de enero rondaba los cuarenta. Aunque no es un gasto que pueda contarse entre las necesidades, el alquiler de la cancha por una hora se fue de sesenta a setenta pesos. Son sólo tres rubros en los que el promedio de incremento es de más del 17% en tres meses. Sin hacer valoraciones acerca de la justificación que pudiesen tener o no estos aumentos, es innegable que tienen una fuerza mucho mayor que la que les reconocen en la Casa Rosada, que se empeña en tomarnos por idiotas e intenta diariamente convencernos de que el Sol sale de noche y la Luna alumbra de día.
También vale la comparación de algunos precios entre Köln y Buenos Aires. El litro de gasoil cuesta allá (en Alemania) algo menos de € 1,40. Por una comida similar a la que disfrutamos el jueves se puede llegar a pagar alrededor de € 30 y la cancha, por una hora y media, nos cuesta € 80. Medio litro de gaseosa en un kiosco se vende a € 1,50 y un litro de yogur bebible de excelente calidad € 0,90. Un bife bien servido de trescientos gramos de carne importada desde nuestro país se paga en Köln entre quince y veinte euros. ¿Cuánto cuesta el mismo plato en algún restaurante de Buenos Aires, a muy pocos kilómetros del lugar en el que la infortunada vaca estuvo pastando hasta horas antes de ser nuestra cena?
Muchos están advertidos, pero a los distraídos les recomiendo no hacer la conversión cambiaria de estos valores a pesos, ya que eso les dará una idea distorsionada de la comparación. Para establecerla correctamente hay que tener en cuenta cuánto cuesta ganar un euro –en este caso en Alemania- y cuánto cuesta ganar un peso en la Argentina y a qué se accede con eso en cada lugar. Ese cotejo nos dejará más que claro que en el imperio de los pingüinos la vida nos resulta bastante más cara que en el Primer Mundo.
En estos días también me reencontré con mi auto y con el placer de manejarlo. Otro tema difícil. Casi nadie respeta las normas de reglamentación y, mucho menos, las que podríamos llamar de cortesía. Entre nosotros, cuando un peatón quiere cruzar por un paso habilitado debe esperar a que no pase ningún auto, ya que difícilmente algún conductor se detendrá para permitirle el cruce. Casi no se usa la luz de giro para cambio de carril, cuando con algo tan simple como eso se puede evitar la necesidad de maniobras bruscas en plena marcha. Los profesionales del volante, paradójicamente, son los que más infracciones cometen y con menos consideración se conducen, como si el hecho de estar trabajando los eximiera de acatar las mismas reglas que rigen los movimientos de todos. Todo esto conduce al caos cotidiano y para mejorarlo no hace falta vivir en un país rico, sino tomar la decisión de hacer un poco más llevadera la vida de todos los días.
Hoy será la jornada de la reincorporación a la radio, al trabajo de todos los días en ese lugar que tanto quiero y en el que comparto las tareas con varios compañeros, algunos de los cuales, en el transcurso de los años, han pasado a ser amigos muy queridos. La vuelta a la actividad en Continental será el último paso hacia el regreso a la normalidad.

martes, 20 de mayo de 2008

De vuelta

Mi computadora portátil, por alguna razón que escapa largamente a mis escuálidos conocimientos sobre informática, ha decidido plantarse justo un día después de haber terminado la temporada de la Bundesliga, para la cual ha sido de enorme utilidad durante mi trabajo en Alemania. Por eso este texto, justo el que refiere a las últimas horas en Köln, demoró en aparecer.
La semana de despedida fue algo vertiginosa. Muchos preparativos para el viaje de vuelta a Buenos Aires más las cosas que había que dejar en orden allá consumieron gran parte de las horas y de la energía. Climáticamente, todo fue bárbaro. Temperaturas más que agradables y sol casi permanente, tanto como reacio a mostrarse fue durante el invierno. El ritmo se mantuvo como siempre, aunque las ventanas y balcones y vidrieras de toda la ciudad estuvieron matizadas por el rojo y el blanco que hicieron notar la alegría y el orgullo por la vuelta a Primera del FC Köln.
También tuvimos las conversaciones por mi eventual vuelta para la próxima temporada. Todo anduvo muy bien y no hubo diferencias de importancia, aunque es un poco pronto para la respuesta definitiva. Son varios los aspectos que pesan en una determinación como esta. Pero estén tranquilos, ya que no volveré sobre ellos porque los detallé en muchos de los textos anteriores cada vez que me referí al tema.
El viernes a la mañana bien temprano –cuando digo bien temprano digo las ocho- estaba sentado en el tranvía que me lleva hasta donde me esperaba mi jefe para acompañarme a hacer el trámite de Abmeldung (baja) en la oficina de extranjeros, aquella que está en Bergisch Gladbach. Cuando entramos a la sala de espera tomamos un número y miramos la pizarra electrónica para saber por cuál iban. En ese momento llamaban al veinte y nosotros teníamos el cuarenta y cinco. Sin embargo, la espera no fue tan larga; media hora después de haber llegado, aproximadamente, me toca pasar al escritorio tres y comenzamos con el trámite. No fueron más de cinco minutos lo que le tomó a la empleada encontrar mi ficha en el sistema, llenar ella misma el formulario y recomendarme guardar ese papel verde para el caso de que regrese en agosto, ya que no tenerlo e intentar una nueva alta podría generarme un problema legal y, obviamente, la negativa a entregarme un nuevo permiso de residencia en Alemania.
Volvimos a Köln en tren, ya que mi jefe había dejado su auto en la ciudad la noche anterior. Como no había desayunado, en una de las Bäckerei (algo similar a nuestras panaderías) compré dos Schokocroissant, unas medialunas grandes rellenas con chocolate que explotan de lo ricas que son y que disfruté en el viaje entre la estación de Bergisch Gladbach y el Hauptbahnhof de Köln, donde aproveché para comprar el boleto de ICE (Inter City Express, el tren de alta velocidad alemán). Con él, a cambio de cincuenta y ocho euros, se recorren los doscientos diez kilómetros que separan a Köln del aeropuerto de Frankfurt en alrededor de una hora con una parada en las cercanías de Bonn, que era la capital de la ex Alemania Occidental. Ya les conté de las bondades de este servicio en uno de los primeros posteos de este blog.
Una vez en el aeropuerto, lo de siempre. La fila para hacer el check in era bastante larga, pero la gente de TAM había dispuesto varios mostradores y se avanzaba rápidamente. Detrás de mí había una chica alemana, que en un momento me pregunta algo y comenzamos a charlar, cosa que sólo fue posible gracias a su muy buen castellano, con verbos conjugados correctamente y todo. Esa misma chica, muy agradable, fue mi compañera de asiento en la fila catorce, asientos A y C, y puso el broche cómico al viaje cuando estuvo a punto de enchufar los auriculares de doble plug en el toma corriente de 110V que hay en muchos respaldos para proveer de electricidad a los viajeros con notebook. Aunque en ese momento estaba distraído escuchando la música de mi reproductor de mp3, llegué justo a decirle a Antje, oriunda de Dresden y rumbo a Chile a ver a un amigovio trasandino, que estaba por cometer un error peligroso. Por las dudas, aclaro que el error habría sido el de insertar el doble plug en el enchufe equivocado.
Los vuelos –de Frankfurt a San Pablo y de ahí a Buenos Aires- fueron perfectos. No sé si es porque me gusta tanto volar, pero no recuerdo haber pasado nunca un mal rato a bordo de un avión. Salvo por el detalle de que me cuesta horrores conciliar el sueño por la incomodidad del espacio reducido, disfruto mucho de los viajes aéreos.
Cinco minutos después del mediodía de este martes aterrizamos. Curiosamente, no había alboroto, huelga ni nada que demorara nuestra salida del aeropuerto más allá de la espera por el equpaje. Todo fue rápido; y una vez que abandoné la zona restringida, mis sobrinos corrieron a buscarme apenas me vieron. Sólo eso bastaría para justificar un viaje que, desde que tomé el tren en Köln hasta que el avión tocó tierra en Ezeiza, se llevó veintitrés agotadoras horas.
Serán, como mínimo, dos meses y medio en Buenos Aires; reuniéndome con la familia, los amigos –que afortunadamente son muchos-, trabajando otra vez en la radio y meditando profundamente los próximos pasos.