lunes, 31 de marzo de 2008

Vergüenza ajena (o no tanto)

Mientras tanto, aquí, en Colonia –como diría el locutor de la vieja FM Horizonte-, una nueva semana comienza. En ella, según los anuncios, tendremos temperaturas no tan discordantes con la primavera que empezó el viernes 21 y que en sus primeros días nos regaló las imprevistas nevadas que, a pesar del intenso frío, disfrutó mi visitante de la entrada anterior. Hoy, lunes, el sol se dejó ver desde la mañana, lo que resulta tan poco común como que yo lo haya visto a esa hora.
El sábado se reincorporó al trabajo uno de los muchachos que editan los partidos de fútbol que comentamos cada fin de semana. Estuvo tres meses en Chile, lugar de nacimiento de su padre, y en la Argentina. Vino hablando muy buen castellano y encantado con la gente de ambos lados de la cordillera, aunque también trajo los mismos interrogantes que acompañan en su regreso a los europeos que nos visitan: todos quieren saber cómo hacemos para estar como estamos a pesar del país que tenemos.
La mesa doce es desde donde mejor se ve la pantalla de plasma que está ubicada en un rincón de El Rincón, valga la reiteración. Generalmente, ese televisor sólo está encendido cuando hay algún partido de fútbol interesante. El de esa noche, en realidad, no lo era; correspondía al torneo de segunda división y el único interés que generaba era el provecho que el F. C. Köln (efcé a secas para los coloneses) pudiera sacar de ese resultado. Las noticias no son del todo malas para esta ciudad: Alemannia Aachen y Borussia Mönchengladbach, que está primero en la tabla y es el archirrival de Köln, empataron uno a uno. Cerca de las 22.30 la transmisión del partido terminó e inmediatamente comenzó un noticiero internacional, que de repente muestra escenas de lo que pasó en la plaza de Mayo días atrás.
En la mesa doce, que es la más larga del restaurante, hay sentadas cuatro personas. Una de ellas es un señor búlgaro que lleva décadas viviendo en Alemania y, casualmente, tiene un hijo que por razones de trabajo está hace meses en la Argentina, más precisamente en Quilmes; y es por lo que su hijo le cuenta que siente simpatía por nuestro país, la misma que ahora comparte con mi compañero de trabajo, el que mencioné más arriba. Por eso le llamó la atención lo que mostraba el televisor, mucho más notando al instante que no eran buenas noticias. Este cliente frecuente sabe que Gustavo y yo somos argentinos. Nos llama y nos pide que le expliquemos qué es lo que pasa, por qué ese revuelo.
Le contamos que el Gobierno ha decidido aumentar las retenciones que aplica sobre los montos que los exportadores perciben por sus ventas al exterior; eso, lógicamente, provoca la ira de los productores. Pregunta quién tiene razón, le digo que no puedo decírselo con exactitud. Los que siguen estos relatos saben que no simpatizo ni un poco con los K y menos con sus métodos, así que lejos estoy de ponerme de su lado; pero en conversaciones cibernéticas o verbales con algunos amigos argentinos en distintas partes del mundo quedé sorprendido por el punto de vista que algunos de ellos me ofrecieron, desde los cuales no veían tan mal las medidas oficiales, aun siendo uno de estos amigos oriundo de un lugar de la provincia de Buenos Aires que se sostiene fundamentalmente con la actividad rural. La verdad, no estoy en condiciones de determinar ni siquiera para mí quién tiene razón, pero sí tengo claro que la Argentina es un lugar de manejos muy particulares y es posible que de ambos lados haya una parte de ella.
Sin embargo, no es esto lo que más sorprendió al señor de la mesa doce. Empezó a mirarnos como rogándonos una explicación cuando vio que un hombre fornido rodeado de otros como él (fornidos) le pegaba a otro que insistía en hablarle.
“-¿Quién es él, por qué golpea?”, preguntó.
La pregunta nos resultó irremontable. Por muchas vueltas que dimos, no logramos que este buen hombre entendiera que Luis D’Elía se había hecho conocido liderando años atrás un corte en una ruta nacional como la tres en reclamo de reivindicaciones sociales y que ahora, paradojas de la Argentina, ponía a disposición del Gobierno sus fuerzas para “limpiar” la plaza de una protesta no muy diferente de las que él encabezaba en Isidro Casanova y llevada a cabo con los mismos métodos, los de la obstrucción del tránsito a otros que no son causantes, sino también víctimas del conflicto. Mucho menos fácil todavía fue intentar explicarle que ese hombre tuvo un cargo dentro de la administración nacional y que no hace mucho dejó en evidencia su escasa fe en el sistema judicial argentino viajando a Irán a mostrar su solidaridad (¿?) con el gobierno persa por la acusación que un estamento de la Justicia de nuestro país contra ex funcionarios de la república islámica por su presunta colaboración con el atentado a la AMIA en 1994. Lo más probable es que su conducta no merezca ningún reproche ético ni mucho menos legal de parte de sus nuevos amigos de la Casa Rosada, que tienen un tanto difusos, por no decir definitivamente distorsionados, los alcances de los términos “ética” y “justicia”. Tan así es que ninguna voz oficial salió a condenar su comportamiento como habría correspondido o, al menos, habría sido cosmético y no, de ninguna manera, un retroceso en la posición. Ellos nunca retroceden, lo que nos hace retroceder a nosotros.

lunes, 24 de marzo de 2008

Visitas y nieve


Hice mil y una averiguaciones para poder llegar, y a tiempo, al aeropuerto de Weeze, uno de esos a los que me referí en una entrada anterior, en los cuales operan las aerolíneas de bajo coste. Iba a recibir una visita que llegaba desde otro lugar de Europa y había prometido ir a buscarla, así que después de varias búsquedas en Internet y de haberme hecho un detallado instructivo portátil –el viejo y querido papelito- salí con el auto de mi amigo Roberto Aramayo a recorrer los ciento veinte kilómetros que separan a Köln de mi destino del miércoles último.
El avión de mi amiga, cuyo viaje estaba previsto desde hace rato y a quien no encontré de casualidad en la calle como a alguien muy querido se le ocurrió preguntar (¡wake up, Anita!), llegaría media hora antes de la medianoche y los pronósticos hablaban de posibles nevadas, por lo que decidí salir con mucho tiempo para evitar cualquier inconveniente. Debía tomar la Autobahn (autopista) 57 en dirección norte. El trayecto pasa por las cercanías de Leverkusen; allí, junto al camino, se encuentra el laboratorio Bayer. No les exagero si les digo que tiene el tamaño de un pueblo, de muchas hectáreas de superficie. En el medio del establecimiento hay un enorme cartel luminoso de los creadores de la aspirina más famosa entre nosotros. Sigo adelante; en algunos tramos la autopista tiene los laterales cubiertos por paneles acústicos que impiden o disminuyen el efecto del ruido de los autos.
Finalmente, después de recorrer por la Autobahn noventa y siete kilómetros de doble calzada en sus partes más estrechas y sin pagar un solo centavo de peaje, llegué a mi salida en el kilómetro diecinueve, desde la cual me quedaban todavía unos quince minutos de viaje. Allí fue donde me di cuenta de que podría haber salido sin mi papelito, ya que la señalización hizo que llegara a sentirme tratado como un idiota. Era demasiado clara. En algo más de una hora llegué al aeropuerto, que en su ingreso todavía deja ver que fue montado sobre la base de una vieja aeroestación militar. El avión que esperaba llegó puntualmente. En pocos minutos apareció mi amiga y emprendimos el viaje a Köln, donde generosamente y hasta después de la una nos esperó mi amigo Gustavo Flamma en El Rincón para hacernos de cenar.
La primera excursión obligada el jueves era, por supuesto, visitar la Catedral. Uno de los atractivos que ofrece, más allá de su belleza arquitectónica y su sentido religioso, es la posibilidad de subir a la torre sur a cambio de dos euros. Yo ya lo había hecho, pero los gemelos de mi amiga, argentina emigrada que estaba por primera vez en Alemania, sintieron el esfuerzo de los quinientos nueve peldaños de la angosta escalera, en tirabuzón y con gente caminando también en el sentido contrario. Después, el paseo nos llevó por la costa occidental del Rin y la Altstadt (ciudad vieja). Por la noche me tocó trabajar y aburrirnos con Eintracht Frankfurt 2 – Energie Cottbus 1.
El viernes elegimos ir a Düsseldorf. Cuando estábamos pidiendo ayuda para sacar los boletos en las expendedoras automáticas de la estación de Köln, un señor que escuchó a dónde queríamos ir se acercó y me dijo que tenía boletos para ese destino para unos amigos que, al final, no viajarían con él. Me los ofreció por quince euros a los dos, cuyo costo era de casi veinte. La señora que estaba ayudándonos nos dijo que era una buena posibilidad, pero mi amiga se alarmó pensando que estaba cayendo en algún “cuento del tío”. Lo cierto es que este hombre, que nos contó que es iraní, se mantuvo siempre cerca de nosotros y luego compartimos los asientos con él. Al bajarnos en Düsseldorf Hbf, me dio la mano, saludó amablemente a mi amiga, le agradecí y se fue. Hacía un frío terrible y nosotros habíamos decidido caminar. Después de un largo rato, fue imprescindible sentarse a tomar un café con leche para reponer energías. La sorpresa llegaría al retomar la caminata, ya que se desató una nevada muy intensa que significó el primer contacto de mi visitante con la nieve en sus veintisiete años de vida, por lo que su cámara de fotos tuvo un período de uso intenso.
El sábado me tocó, como siempre, mi larga jornada de trabajo, en la que mi amiga me acompañó estoicamente y haciendo enormes esfuerzos por mantenerse despierta; viéndola pude hacerme una idea de lo que pasará en los hogares a los cuales llegan nuestros relatos. Por la noche, la última de su visita a Köln, ella quería pasear por la orilla del Rin y cruzarlo para ver la parte vieja de la ciudad desde la otra costa, que ofrece una magnífica imagen de la parte posterior de la Catedral iluminada y del sector más antiguo de la ciudad. Después de comer algo nos lanzamos a la aventura de caminar en una noche de viento intenso y un frío que llegaba hasta los huesos a pesar de nuestro abrigo. Para cruzar se camina por el mismo puente por el que transitan los trenes que conectan a Köln con el resto de Alemania. La nieve no caía, volaba; y la temperatura seguía bajando. Así todo, mi valiente huéspeda (no se alarmen, lo busqué en el diccionario y se escribe así) se negó a mis propuestas de volver en taxi, primero, o en subte, después. Quiso hacer caminando los casi tres kilómetros que nos separaban de mi casa.
El domingo, con mejor clima, sólo hubo tiempo para llevarla otra vez al aeropuerto y despedirnos hasta pronto. El reencuentro con este blog tiene más fecha más cierta; será la semana que viene.

lunes, 17 de marzo de 2008

Prejuicio fallido

El invierno, lejos de estar preparando la partida, parece decidido a dar muestras de una renovada vitalidad. Otra vez tenemos en Köln lluvia y frío, y el pronóstico de la semana anticipa temperaturas por debajo de cero. Hasta hoy, ni una señal de que dentro de menos de una semana vaya a comenzar der Frühling (en traducción textual, el primavera).
La semana pasada llegaron a comer a El Rincón ocho muchachos, varios de ellos ataviados con cadenas, cinturones con tachas y otras delicias como esas. En principio parecía una visita complicada, mucho más cuando hicieron saber que no hablaban alemán y sí perfecto inglés. El imaginario de todos nos condujo a elucubrar que se trataba de ingleses que con las primeras cervezas se convertirían en una pesadilla. Los ocho se sentaron y pidieron platos de cocina elaborados, lo que agravaba el cuadro. ¿Qué pasaría si estos señores se fastidiaran ante una eventual demora? La verdad es que no me gustaría ver enojado al gordo pelado que se sentó en la cabecera de la mesa más larga que tiene el local. Finalmente, cuando ya estaban servidas las cervezas, el vino de la casa, agua con gas y gaseosas, llegó a la cocina el listado de pedidos, que incluía especialidades con pollo, pescado y un bife a la argentina. Los muchachos, que ni siquiera levantan la voz y pidieron ordenadamente lo que querían comer, por ahora están mansos.
El querido barrio de Ehrenfeld está un poco distinto. Una de las empresas de telefonía está reemplazando todo su cableado subterráneo. Es llamativa la prolijidad y celeridad con que llevan adelante la tarea. Primero, con una soga teñida de rosa marcan en el piso las líneas que servirán de guía para la sierra que corta la capa dura de asfalto con la que también están cubiertas las veredas. Usan todo mini: retroexcavadoras y aplanadoras que no exceden el ancho de las veredas que, al igual que las calles, son muy angostas. Hacen una zanja de unos treinta y cinco centímetros de ancho y de alrededor de medio metro de profundidad hasta llegar al cable, al que reemplazan, obviamente, por tramos. A veces, un automovilista tiene que esperar varios minutos hasta la máquina pueda darle paso. Lo hacen sin bocinazos ni gestos de fastidio. Ni bien terminan, los operarios tapan el pozo, que mientras está abierto está clara y hasta, diría, exageradamente señalizado. El trabajo se hace rápido y no se ven los clásicos carteles que dicen “estamos mejorando el servicio” o “estamos trabajando para nuestros usuarios”. Quizás sea porque no hace falta, se da por entendido. Las empresas están controladas celosamente en la calidad de su prestación, además de estar abierta una competencia que le da al cliente un amplio abanico de posibilidades; los consumidores están entrenados para hacer valer sus derechos. Cuando un producto sube exagerada e injustificadamente de precio, optan por alguna alternativa. En síntesis, economía de mercado, pero en serio. ¿Se acuerdan cuándo era que íbamos a poder elegir el prestador del servicio telefónico en nuestras casas, según Mary July? ¿En los mismos mil días en los que iba a nadar en el Riachuelo? Desde 1993 pasaron ya, sin hacer cuentas demasiado finas, algo así como cinco mil quinientos días; y seguimos siendo clientes cautivos, con servicio deficiente y caro.
Sonó la campanilla de la cocina. Está lista la comida de la mesa de los muchachos, que, contra nuestra presunción, no pidieron mucha bebida. El del bife argentino pide muy amablemente que se lo pongan unos minutos más sobre la plancha. Siguen tranquilos, comen y conversan, no gritan. ¿Será igual cuando llegue el momento de la cuenta?
Este fin de semana leo con estupor que San Lorenzo y Vélez no jugaron por un muerto (otro, don Julio), que en Jujuy no había garantías para Gimnasia y Lanús y que en Salta una chica también fue muerta por un balazo cuando iba a ver el clásico entre Gimnasia y Tiro y Central Norte. Dicen que fue un accidente, pero lo cierto –y alarmante- es que en ese grupo alguien llevaba un arma al estadio. El 1 de marzo debían jugar en Cottbus Energie y Stuttgart por la vigésima segunda de la Bundesliga. El día antes, viernes, un huracán pasó con mucha fuerza por esa parte de la ex Alemania Democrática y el partido se suspendió. Finalmente se jugó el martes 11 y ganó el visitante. Este antecedente movilizó a los alemanes al archivo. La última vez que se debió posponer un partido fue el 4 marzo de 2006 y también por motivos climáticos. La nieve y el hielo hacían imposible el acceso al estadio de Stuttgart, casualmente protagonista en ambas situaciones.
Los muchachos siguen en su mesa, ahora con los platos vacíos. Les preguntan si están satisfechos y dicen muy enfáticamente y a coro que sí. A modo de guiño amistoso, uno de ellos, como se trata de un bar de tapas, dice “¡Viva España!”. “¡Argentina!”, le respondemos nosotros. “¡Argentina! ¡Maradona! ¡Messi!”, se entusiasman ellos, que nos cuentan que son daneses; forman un grupo musical y estaban haciendo una serie de presentaciones en Alemania. Les llegó la cuenta y, ya haciendo gala de una amabilidad lejana a nuestras presunciones del principio, ellos mismos se encargan de discriminar qué había comido cada uno para pagar separado, como suele hacerse por acá. Hicieron la colecta, pagaron, dejaron una excelente propina y prometieron volver, como lo haré yo por acá la semana que viene.

lunes, 10 de marzo de 2008

Belleza alemana

Los que tienen la paciencia necesaria para seguir semanalmente estos relatos tienen bien claro que me siento muy a gusto en esta ciudad y en este país tan lejano al nuestro en todo aspecto, incluyendo, obviamente, lo geográfico.
Algunos amigos han coincidido en decirme que, más que crónicas, lo que escribo en este blog es “apología de la alemanidad”. Es posible que a veces se me vaya un poco la mano, pero dudo que sea para tanto. De todas maneras, a pesar de lo bien que siempre cuento que estoy acá, no dejo de tener presente que no todo es color de rosa. La vida cotidiana es, sin dudas, más fácil. En el trabajo, en la calle, en lo social en general. Sin embargo, esta semana me mostró, aunque tuvo la delicadeza de no ser extremadamente cruel, uno de los aspectos indiscutiblemente negativos de la distancia con los que uno quiere y dejó tan lejos. El martes por la noche, en una comunicación casi habitual con mi hermano, me enteré de que el día anterior mi papá había sufrido un infarto y que está, todavía hoy, internado en un sanatorio de Ramos Mejía. Leo tuvo el cuidado de contarme la historia desde el final, por lo que primero me dijo que estaba recuperándose rápidamente y después me puso al tanto de lo que había pasado. La verdad es que es un momento que no le deseo a nadie. Resulta muy difícil describir lo que se siente en una situación así, en la que uno toma conciencia de repente de que está imposibilitado de hacer absolutamente nada. Afortunadamente, mi papá no fuma desde hace treinta y tres años y de vez en cuando, a pesar de sus sesenta y cinco, hace algo de deporte. Por eso el cuadro que le originaron el descuido alimenticio y el estrés acumulado por diferentes situaciones no pasó de un susto, que deberá tomar como un llamado de atención.
De a poco, muy de a poco, me voy llevando mejor con el alemán. El aprendizaje es lento; se trata de un idioma de sonidos difíciles, que, además, en esta ciudad es hablado con infinidad de acentos por la inmensa cantidad y los diversos orígenes de muchos inmigrantes y sus descendientes que viven en Köln. A veces, dos personas dicen lo mismo; pero suena diferente en boca de cada uno. Esa variedad hace que sea aun más complicado. También noto, cada vez más, que en Alemania son muchos los interesados en aprender español. Cuando pregunté el por qué de este interés de los germanos por nuestro idioma me explicaron que una de las razones principales es que las bondades del clima veraniego de la península ibérica y sus dependencias insulares hacen de España uno de los principales destinos turísticos de los alemanes, que se sienten especialmente atraídos por Mallorca y las Canarias.
También es definitivamente llamativa la manera en la que se desatiende la estética personal, tanto en mujeres como en hombres, aunque en el caso de ellos me interesa muy poco. Tendré el cuidado, y espero tener éxito en mi esmero, de no exponer un punto de vista que sea considerado excesivamente machista. Pero como admirador de la belleza femenina, hay ciertas cosas que me llaman la atención de manera tal que me siento impulsado a comentarlas con ustedes. No abundan las mujeres “producidas” en la calle. La mayoría de ellas parece no darle importancia a detalles que las nuestras, las argentinas, cuidan casi obsesivamente. Basta caminar pocas cuadras por cualquier calle para ver muchos rostros inolvidables, que responden a ese patrón de belleza de “rubias y de ojos celestes”, al que la generalidad entiende como el ideal. Sin embargo, cuando el observador toma unos segundos más de su tiempo para recorrer toda la figura nota rápidamente que las alemanas se sienten conformes con lo mucho o poco con lo que haya decidido dotarlas la Naturaleza. No hace falta que les diga que aquellas que llegaron temprano al reparto de dones componen un conjunto soñado; pero las que no fueron destinatarias de toda la generosidad de la Creación no parecen preocuparse demasiado y lucen felices por la calle, aunque uno considere una lástima que tanta condición natural no sea mejorada con un toque personal. Hay veces en las sólo bastaría con eso, un toque: un pantalón mejor elegido, zapatos en lugar de zapatillas tipo “Flecha”, un maquillaje moderado o, en algunos casos, simplemente modales un poco más femeninos. En síntesis, detalles. Ahora que llevo tiempo conviviendo con otro concepto debo admitir sin reparos que en eso las nuestras son inigualables; muchas de esas que normalmente rondarían los seis puntos saben cómo hacer para que la calificación llegue a situarse por encima de ese número. Esto ha sido tema de conversación y coincidencia con muchos amigos. Estamos de acuerdo en que, como dice la canción, “es una cuestión de actitud”.
Otra notoria diferencia entre alemanas y argentinas, en este rubro favorable a las europeas, es su permeabilidad a las diferentes formas que tenemos los hombres de hacerles saber de nuestra admiración por su belleza. Acá se le puede hacer un elogio a una dama sin que ella piense, como dice Dolina, “que está a punto de perpetrarse una violación”. Las mujeres se quejan de que los alemanes no son piropeadores, lo que favorece a los latinos en su consideración. A esto hay que sumarle una creencia ampliamente difundida entre las teutonas que sostiene que somos mucho más “aguerridos” que los sajones a la hora del “combate”.
Celebremos, muchachos. Al menos hay algo en lo que sacamos ventaja.

lunes, 3 de marzo de 2008

¿No queremos, no podemos o no sabemos?

No tiene nada que ver con la temática habitual de este espacio, pero pasó anoche. Estaba hablando por teléfono con mi sobrino, el increíble Ian. Había terminado de contarme que hoy empezaba el preescolar y en un momento de la charla, de la nada, con su incomparable dulzura me dice:
-“Tío, estoy con suerte.”
-“¿Por qué estás con suerte?”, le pregunté.
-“Hoy quise abrir la tapa del Play Station y se me rompió. Es suerte porque vos y la abuelita (mi mamá) me decían que no tenía que jugar tanto a la Play.”
Por ahí les parece un espasmo de chochera babosa agudizado por la distancia, en cuyo caso pido perdón; pero me conmueve que con sus cinco años y mis largas ausencias de los últimos tiempos tenga tan presente algo que choca de frente contra sus gustos y que, además, le dije por última vez hace no menos de dos meses.
Ahora, volvamos a lo nuestro. Mi amigo Alejandro, el colombiano que les mencioné en la entrada anterior, no es el único que piensa que la vida en Alemania tiene cierta cosa gris que no resulta atractiva. No quedé conforme con el contrapunto de la semana pasada y consulté a algunos amigos que están viviendo en el exterior en condiciones iguales o similares a las mías. Con matices, las respuestas fueron parecidas. Una amiga odontóloga que vive en España desde hace poco menos de un año dice que se siente cada vez más lejos de la vuelta. Mauricio, el que escribe el blog que les recomiendo en el mío, tiene la misma convicción, aunque él lleva más tiempo radicado en la increíble Roma. Héctor, mi gran amigo de la infancia, dice haber encontrado su lugar en Barcelona, ciudad en la que reside desde hace ya algunos años.
Algunos alemanes con los que hablé del tema me hicieron notar que tanto orden, tanta prolijidad y tanta previsibilidad les quitan un poco de sabor a sus días. No voy a decir que me sorprendió, porque no es difícil entender que nadie esté plenamente conforme con su cotidianeidad; ellos no reniegan de su innegablemente alta calidad de vida, pero sostienen que eso es consecuencia de la obediencia que hay que observar hacia demasiadas cosas, casi al punto –exageran- de la asfixia. El Estado ejerce una fuerte presión impositiva y establece muy estrictas reglas de conducta social a los ciudadanos comunitarios –alemanes o de cualquier país de la Unión-, residentes temporarios -como es mi caso- o visitantes. Hay leyes, muchas, y hay que cumplirlas, guste o no. Violarlas tiene precio; y según la falta, ese costo puede ser muy alto. Para tener el registro hay que dar examen, pero de verdad. Más allá de saber qué indica cada señal, también que hay tener bien claro de quién es la prioridad en un cruce de caminos, sí o sí hay poner la luz de giro ante la menor maniobra y es religión el respeto por los ciclistas y los peatones.
Son detalles, sólo detalles. A nadie lo miran con odio si debe pagar cuatro o cinco euros y entrega un billete de cincuenta o cien; si uno pide cambio con monedas para tomar el tranvía, se las dan y hasta con una sonrisa en la mayoría de los casos. Alguien ligado al fútbol me contó por qué Andrés D’Alessandro, el talentoso ex River que hoy juega en el San Lorenzo de Tinelli, perdió crédito en el fútbol alemán, donde vistió, con cierto suceso en sus primeros tiempos en este país, la camiseta verde y blanca de Wolfsburgo, el club subvencionado por la automotriz Volkswagen. Muchas veces, las cámaras de televisión dejaron en evidencia sus ficciones de falta ante roces y disputas de balón con jugadores rivales. De a poco fue perdiendo su lugar en el equipo hasta que llegó un día en el que se dio cuenta de que se le había acabado el crédito y empezó a hacer fuerza para irse. Poco tiempo después le salió el pase a Inglaterra, donde también duró poco, y el alivio no fue sólo para él.
Existen otras reglas, esas que no están escritas y que la sociedad ha ido adoptando sobre la base del ensayo y el error, quizás por entender que seguirlas redunda en beneficio para todos; y cada uno de ellos es tan implacable con eso como el Estado lo es con los contribuyentes. Por ejemplo: si uno le dice a un alemán que se encontrará con él a una determinada hora, lo mejor será cumplir con el compromiso asumido. Hará falta una muy convincente explicación, en lo posible comprobable, para justificar una llegada tarde a cualquier tipo de encuentro, laboral o personal. El tiempo de cada uno vale mucho y nadie tiene el derecho de hacer que otro lo pierda. El Código Penal alemán, obviamente, no contempla penas para quien haga esperar, pero la condena es social. Eso es lo que a mí me parece altamente valorable de esta gente. El concepto que manejan del respeto por el otro, eso que en la Argentina en general no tenemos en cuenta. Un querido amigo que el jueves cumple años, al que no mencionaré pero algunos saben de quién se trata, cuando me enojo por su impuntualidad crónica, me responde: “bueno, vos ya sabés que yo soy así”, como esperando que, encima, me ría o lo aplauda. Quizás sea difícil ser elocuente y la experiencia sea la única forma de tomar real noción de lo que se trata. Puedo asegurarles que el hecho de vivirlo a uno le deja la sensación de que no costaría tanto. Sería cuestión de tomar conciencia de cuánto mejor podríamos vivir con el sólo hecho de tomar la decisión de respetarnos siempre y no solamente cuando no nos queda incómodo.