jueves, 27 de noviembre de 2008

Lo que quedó de Escocia

Quedaron unas cuantas cosas sin contar de la excursión a Glasgow.
Una de ellas es que no es tan grande como uno la imaginaba al considerarla una capital, aunque no por eso es menos linda. Como muchas ciudades europeas antiguas, está hecha a escala humana. Uno no se siente abrumado por la inmensidad de casi ningún edificio, aunque muchos de ellos, como la estación central, son para pararse a mirarlos.
Por cuestiones de trabajo no pude pararme a mirar la estación, la que sólo conocí por dentro cuando llegué y cuando tomé el tren para ir al aeropuerto. La zona de circulación es muy amplia, con un estilo muy británico y toques de modernidad, como son las boleterías y los enormes carteles electrónicos con la información del movimiento de trenes.
Hizo bastante frío toda la semana que estuvimos acompañando a la Selección de Diego en Glasgow. Obviamente, andábamos muy abrigados por la calle; el problema se presentaba al entrar a cualquier lugar cerrado, ya que en todos ellos la calefacción era potente. Con sólo pasar la puerta, uno sentía que el abrigo empezaba a molestarle mucho. En casi todos esos lugares, uno podría andar con mangas cortas y venía de la calle abrigado para temperaturas de no más de cinco grados.
Los escoceses, al menos aquellos con los que tuve posibilidad de tratar, son gente muy cordial. Mucho de eso se debe a nuestra condición de argentinos ligados al fútbol, lo que los mueve a simpatizar con nosotros. La historia se remonta al Mundial de 1986, más precisamente al 22 de junio, el día de los goles de Diego contra Inglaterra. Escoceses e ingleses mantienen una fuerte rivalidad y aquellos fue una dura derrota inglesa que los vecinos del norte de la isla festejan aun hoy, que ya han pasado más de veintidós años. En la puerta del hotel Radisson, donde se hospedaban los nuestros, hubo muchas muestras de simpatía, además de las dos que detallamos en el texto anterior.
Hay un hecho cotidiano que requiere de nuestra máxima concentración: cruzar la calle. En Escocia, como en muchos de los países de influencia británica, se conduce por la izquierda. Siguiendo nuestra costumbre de mirar primero hacia la izquierda al cruzar, la sensación era que nunca venía nadie. Hasta que de a poco, y gracias a un par de oportunos y breves bocinazos, nos fuimos habituando.
El viernes 21 fue un día totalmente libre y con un colega de La Nación hicimos una pequeña gira turística en uno de esos ómnibus de techo descubierto, que por nueve libras llevan a los visitantes a ver los puntos atractivos de la ciudad. Lo tomamos en la puerta del Radisson y en ese mismo lugar nos dejó algo más de una hora después, con la memoria de la cámara de fotos bastante cargada de imágenes.
Esa noche, la de la vuelta a Köln, pasaron dos cosas de esas que llaman la atención. La primera fue cuando llegaba tomar el tren hacia el aeropuerto. En el acceso a la estación había dos policías. Uno de ellos le dice a un señor que venía fumando que no puede hacerlo a partir de ese punto. El señor tira su cigarrillo al piso y el policía saca la libreta y le aplica una multa. Por lo mismo, el segundo policía multa a una chica a un metro de ahí.
A diferencia del viaje de llegada, no es posible sacar el boleto en el tren. Tengo que bajar a un subsuelo donde están las boleterías y también hay algunos guardas con tickeadoras portátiles. A los andenes sólo pueden acceder los que van a viajar, por lo que para entrar a la plataforma hay que mostrar el boleto a un par de guardas que lo piden a cada uno de los pasajeros. Mi tren, el que va a Ayr, está bien al fondo del andén, ya donde no hay techo. Mi estación de destino, Prestwick International Airport, es la sexta. El recorrido se hace en aproximadamente media hora.
Todavía me esperaba una sorpresa más. Más allá de la valija que iba a despachar, llevaba la computadora portátil y en otro bolsito algunos efectos personales. El equipaje se completaba con una bolsa con algunas pequeñeces y un buzo que no había cabido en la valija. Después de registrarme en el vuelo y de tomar un café con leche, me dirigí a la zona de partidas. El encargado de seguridad me dice que no puedo pasar con dos bultos. Le explico que no puedo despachar nada de eso porque llevo elementos costosos. Él responde que no es nada personal, que le caigo bien, pero que es una política de la aerolínea. Cuando vuelvo al mostrador, el empleado de Ryanair me dice que es una medida de seguridad, que ellos no tienen nada que ver. Le explico lo de mis elementos y después de hablar con un supervisor me ofrece una solución: que compre un bolso en el que quepan los dos en cuestión. Mi pregunta fue cuál era la diferencia entre llevarlos separados y juntarlos dentro de otro, cuando en el fondo estaba cargando exactamente lo mismo. El señor de seguridad, un escocés muy amable y correcto, encogió los hombros cómo dándome la razón e invitándome a resignarme. Fui, compré el bendito bolso y, al verme llegar desde varios metros, el tipo asentía con la cabeza como diciendo “ahora sí”.
Efectivamente. Ahora sí. Pasé y tomé al avión que me llevó al aeropuerto de Weeze. De ahí dos horas más de ómnibus hasta Köln debajo de la lluvia y la vuelta a la cotidianeidad que le da vida a este espacio.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Destino Glasgow

Antes de bajar del avión tenía cierta tensión. Como venía a un país que no es miembro de la Unión Europea tendría que hacer el trámite de migraciones al bajar e imaginaba que el tema se llevaría varios minutos y unas cuantas preguntas de un agente de frontera poco amigable. Acá se produjo la primera sorpresa, porque pude comprobar que los escoceses no son como solemos pensar que son.
Salí rápidamente del aeropuerto de Prestwick y tomé el tren hasta la estación central de Glasgow. El viaje se llevó más o menos media hora. Un guarda recorre los vagones vendiendo los boletos y, como tengo la tarjeta de embarque del avión, el pasaje me cuesta menos. La terminal es una típica estación británica, muy parecida a Retiro o Constitución, con la diferencia de que acá los pasajeros reciben un servicio impecable. Desde allí fui hasta mi hotel en taxi, que en su mayoría tienen un formato muy particular. Son parecidos al viejo Topolino, aunque son algo más grandes y por dentro son muy cómodos y modernos. El chofer está separado de los pasajeros por un cristal que tiene una ranura para pagar y se comunica con ellos con un micrófono y parlantes que están embutidos y casi disimulados en el techo.
Llegué al hotel y alguien había hecho mal los cálculos, por lo que me había reservado la habitación para el día siguiente al de mi llegada. Menos mal que una semana antes ya había detallado todo mi itinerario, si no... La encargada del hotel, como gentileza para compensar el error que ella no había cometido, me hizo llevar a la habitación –sin cargo- un par de botellitas de agua con y sin gas y unas Pringles. Esa noche sólo hubo tiempo para una cena liviana e ir a dormir.
El martes fue una larga jornada de trabajo. El primer paso fue ir al hotel Radisson, donde estaba alojada la selección argentina. No hace falta aclarar que el lobby estaba lleno de periodistas, a los que las autoridades del hotel tenían identificados. Allí se nos dejó trabajar libremente, teniendo como únicos lugares vedados los salones donde los integrantes del plantel argentino desayunaban y almorazaban o cenaban. Cada vez que Diego atravesaba el lobby lo hacía rodeado por algunos colaboradores y un patovica de pésimos modos que mantenía a cualquier persona lejos con un bruto manotazo.
A eso de las 16 se llevó a cabo la conferencia de prensa, para la cual se utilizó un enorme salón para casi cuatrocientas personas que, obviamente, estuvo lleno. Diego estaba tenso porque minutos antes se había enterado del problema de su hija menor, que afortunadamente no fue grave, y quería que se cumpliera estrictamente la media hora que estaba dispuesto a concederles a los medios. A la noche, especialmente hasta el final del horario de nuestro programa, estuvimos en el Radisson intentando –y logrando- algunas notas en vivo con los futbolistas.
El miércoles fue el día del partido. Otra vez al hotel de la selección desde temprano. El control se había vuelto más estricto. Sólo se nos permitía ingresar a los periodistas argentinos y escoceses. Pero no había violencia; sí mucha firmeza. Cuando detectaban a alguna persona no autorizada, la invitaban a retirarse. Insistían tanto que la invitación se tornaba irresistible, sobre todo cuando el intruso veía que a su alrededor había cada vez más encargados de seguridad que, a diferencia del patova de Diego, jamás le ponían un dedo encima a quien debían retirar. Mientras, fuera del hotel, algunos hinchas escoceses mostraban una bandera de su país con la leyenda Church of Maradona (iglesia de Maradona) y otro que con la clásica pollerita y una camiseta argentina mostraba una tapa de diario gigante con la foto de Diego haciéndole el gol con la mano a los ingleses el 22 de junio de 1986, día desde el cual es amado en Escocia.
Por la tarde nos fuimos al estadio Hampden Park. Me encantó. Un verdadero estadio para disfrutar del fútbol, para verlo bien de cerca. Es un óvalo que permitía una excelente visión desde cualquier asiento. Las tribunas sólo estaban separados del campo de juego por una pequeña pared de no más de medio metro de altura que hasta una persona con dificultades motrices podría pasar sin mucho esfuerzo.
Durante el partido, al que no me referiré porque abunda la información al respecto, pude percibir algunas cosas que me llamaron la atención. Antes del comienzo, los carteles electrónicos recordaban la prohibición de fumar y recomendaban a los espectadores permanecer sentados durante el juego. Tres filas debajo de mi asiento, un hincha prendió un cigarrillo y fue rápidamente detectado. Uno de los agentes de seguridad que estaba sentado dentro del campo mirando hacia la tribuna le hizo una seña para que lo apagara, pero no hizo caso. Segundos después apareció una chica que también tenía la campera fluo y lo retiró del estadio. Lo mismo pasó con un hombre que no paraba de insultar a los gritos cuando al acercarse a él comprobaron que estaba muy borracho.
Cuando terminó todo, varios periodistas pidieron por teléfono un taxi para volver al centro de la ciudad. Pasó un rato y no tuvieron noticias; cuentan que estaban en una parada de ómnibus y llegó uno de esos de doble piso, muy comunes acá. Le preguntaron al chofer si su recorrido pasaba cerca del Radisson y les dijo que sí. De a uno empezaron a subir y a buscar las monedas para pagar, pero el conductor les hizo señas de que pasaran. Llegaron al hotel y se pusieron a escribir, lo que estoy terminando de hacer ahora.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Historias mínimas

Los coloneses dicen estar notando las consecuencias del cambio climático. De otra manera no se explica, afirman, que hayamos tenido una semana con frío, sí, pero a pleno sol casi todos los días en las pocas horas en las que a esta altura del año el astro rey se deja ver por estas latitudes.
Hay alguien que en los próximos meses, si no años, también va a ver poco la luz solar. Es Vladi, quien supongo que se llama Vladimir. Era muy común verlo en el barrio a pie o en bicicleta; como convivía con una mujer colombiana, habla un aceptabilísimo castellano. Llama “amigo” a todo aquel de quien no sabe el nombre. El tal Vladi es serbio y, según me contaron, llevaba años de residencia ilegal en Alemania.
Por los verbos en pasado habrán notado que la historia ya fue. Me apuro a aclararlo para dejar tranquilos a los más sensibles: el hombre está vivo, pero en problemas. La Policía llevaba años siguiéndolo de cerca, ya que, además de tener la certeza de su condición de residente ilegal, sospechaba algo más. Esas sospechas se hicieron realidad cuando lo esperaron a la salida de una cabina telefónica y le encontraron algunas dosis de cocaína, cuya venta al minoreo se había convertido en su principal medio de vida.
Algunos vecinos agregaron otros datos. Esta no es su primera detención. Al parecer, la Policía ya le había avisado varias veces que estaría encima de sus pasos. Hacía rato que estaba al caer su deportación, lo que en los países de la Unión Europea significa la prohibición de reingreso a cualquiera de los que la componen. Vladi hizo una apuesta fuerte. Desoyó las advertencias, que, a diferencia de lo que pasa en otros lugares, no eran una invitación al arreglo. Le habían dicho que no lo querían en Alemania y que iban a hacer todo lo que estuviera a su alcance dentro de la ley para expulsarlo; y cumplieron.
Pero no todo termina ahí. Dos semanas antes de que lo detuvieran tuvo que peregrinar por hospitales y clínicas junto a su mujer. Ella fue a una consulta por fuertes y constantes dolores de cabeza. Los médicos le ordenaron hacer estudios. El diagnóstico conmocionó a la familia: tenía un aneurisma de grandes proporciones que, en el caso de estallar, no le daría ninguna chance. Los días siguientes fueron un calvario para ella, que no paraba de llorar por la certeza de que tenía los días contados. Su madre debió pedir una visa humanitaria en la embajada alemana en Colombia para poder viajar de urgencia para acompañarla. Pero, para su fortuna, habían detectado a tiempo su problema; se hicieron interconsultas con todos los centros especializados de Europa, hasta que llegaron a dar con un médico francés que es una eminencia en este tipo de afecciones. Él la operó, con éxito en la primera instancia. Cuando estaba empezando a reordenar su vida, sucedió lo de su concubino; y salvo que decida acompañarlo a Serbia, la historia en común de ambos está terminada. Además, la deportación recién se llevaría a cabo después de un proceso legal en Alemania que podría derivar en que deba cumplir un período de prisión acá antes de ser devuelto a su país e impedido de reingresar a cualquier territorio que forme parte de la Unión Europea.
Los europeos están replanteando –endureciendo- toda su legislación migratoria. El control existe y es estricto. La semana pasada debí ir a renovar mi permiso de residencia y trabajo. Como estoy registrado en Bergisch Gladbach, hasta allí tuve que volver. Me acompañó mi amigo Roberto, el menor de los hijos de la persona que me trajo a Alemania y hermano del dueño de la empresa que me contrató. Sacamos un número y esperamos unos cinco minutos hasta que nos atendieron. Un muchacho tomó mi pasaporte y escribió mi nombre en el sistema; allí aparecieron todos mis antecedentes y en una carpeta tenían impecablemente ordenada toda la documentación relacionada con mi caso, desde el primer fax con el que si inició el trámite de la visa anterior, la de la temporada 2007-2008. En diez minutos, y tras pagar cincuenta euros, me fui con el permiso por un año, hasta noviembre de 2009, pegado en el pasaporte. Allí dice taxativamente que sólo puedo trabajar para TransEuroTV (transoiro tefau en alemán).
Mientras tanto, sigo avanzando en el montaje de mi departamento, para lo cual recibo inesperadas y valiosísimas ayudas. Olga, la señora que mencioné en el texto anterior, me regaló unas cortinas en excelente estado que parecían hechas a medida para las dimensiones de mi habitación. Su hijo Ariel puso su camioneta para ayudarme a trasladar muebles; y mi colega y amigo inglés Phil Bonney, cuando le conté cómo marchaba el tema de mi casa, me invitó a ir a la suya para revisar unas cuantas cosas que tienen en desuso. Terminó regalándome un juego de platos completo, vasos, tazas y otros elementos útiles para las cosas de todos los días; y parecía feliz de haberlo hecho.
Debo destacar que estas ayudas que cuento me fueron ofrecidas espontáneamente. Todas ellas derivaron de charlas ocasionales sobre las cuestiones cotidianas, lo que contribuye a distinguir la “frialdad” que le adjudicamos a la vida acá de la indiferencia. Muchas veces, como compartimos con mi querido amigo residente en Roma Mauricio Monte, los argentinos creemos que los únicos modos válidos son los nuestros. Nos pensamos a nosotros mismos como un caso único en el mundo; y, analizándolo bien, tal vez lo seamos. Aunque en muchos aspectos, y basta con leer los diarios, llegaremos a la conclusión de que no todo es para enorgullecerse.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Costumbres alemanas

En las clases de alemán, además de enseñarnos el idioma, también nos hablaban de los movimientos cotidianos y de las costumbres de los habitantes de este país. Una de las cosas que nos llamó la atención fue que la profesora nos contó que cuando la gente cambia de casa o renueva los muebles, es común que a los viejos los deje en la puerta de su casa, sobre la vereda a disposición de cualquiera que pase y los considere útiles. No siempre son elementos de descarte, muchas veces están en muy buen estado de conservación y funcionando perfectamente. Camas, colchones, heladeras, televisores, mesas, sillas, cualquier cosa. Muchas personas salen por las noches con una bicicleta y un carrito enganchado detrás y recorren la ciudad inspeccionando qué se ha descartado. Muchos han amoblado y equipado sus hogares de esta forma.
En estos días, Olga, una señora uruguaya que llegó a Colonia como exiliada política en la década de los setenta, me avisó que una mujer amiga de ella estaba deshaciéndose de los muebles de la casa de su madre, que falleció hace poco. Fuimos a la casa de esta señora, que nos mostró una por una todas las habitaciones del enorme caserón, típicamente alemán. Por quince euros me quedé con la aspiradora, fundamental para mantener limpia la alfombra que cubre el piso de todo mi departamento, a excepción del baño y la cocina. Comprándola barata en cualquier local de electrodomésticos no me saldría menos del triple; y por la misma suma me vendió un mueble que se convierte en escritorio que está impecable y que resulta ideal para armar mi lugar de trabajo en casa y cuyo costo no bajaría normalmente de los doscientos euros. El sábado, la señora hará un día de puertas abiertas en las que la gente podrá entrar y elegir lo que quiera y necesite y se lo llevará previo acuerdo de un precio con la dueña.
Para seguir refiriéndome a la cotidianeidad de los alemanes, me gustaría volver a una palabra que les mencioné hace poco en otro texto. Es el vocablo Termin, que define a un encuentro pactado entre personas para cualquier fin. Uno hace un Termin para visitar al médico, al peluquero, para que venga el plomero o el que instala el teléfono. Siempre, para encontrarse con un alemán hay que armar uno. Acá no existen las visitas sorpresa; eso de “pasaba por tu casa y vine a ver si me convidás con un café o unos mates” no corre. Si uno cae imprevistamente y toca el timbre de la casa de uno de ellos, éste se sorprenderá al verlo y lo primero que le preguntará es si tenían un Termin que él (el que recibió la visita) pudo haber olvidado.
Mi amigo Gustavo, el dueño de El Rincón y casado con una alemana, reniega del culto del Termin; y lo ejemplifica imaginando un diálogo telefónico parecido a este:
- “Hola, fulanito. Te llamo porque estoy desesperado; quiero suicidarme, pero quiero hablar con vos para ver si podés ayudarme antes de que apriete el gatillo. Necesito verte ya”.
- “Uhh qué mal. Mirá, yo ahora no puedo, estoy ocupado; y mañana y pasado tengo ya varios Termin. Hoy es miércoles... si te queda bien, tengo un rato libre el sábado”.
- “Pero tengo el caño del revólver en la sien, si me cortás, tiro”.
- “¿No podés esperar hasta el sábado? Antes no puedo..."
Gustavo lleva su sarcasmo al extremo, pero resulta muy gracioso escucharlo. También lo es cuando cuenta la cara mezcla de asombro y terror de su esposa una noche en la que estaban cocinando, notaron que les faltaba un limón y él le sugirió a ella ir a pedírselo a una vecina. Fue tal el impacto que a su señora le provocó esa loca idea, que él tuvo que aclararle que no le había dicho que la matase (a la vecina), si no solamente que le preguntara si no tenía un limón que pudiese prestarles.
Creo que de esto se habla cuando se menciona la famosa “frialdad” de esta gente. Pero no hay que confundirse. Como ya dije muchas veces, tienen un marcado sentido de lo que significa la vida en sociedad. La inmensa mayoría tiene un inmenso respeto por las leyes. Por ejemplo, si acá alguien es testigo de un accidente se presentará sin necesidad de que lo obliguen o, directamente, hará una denuncia en caso de presenciar una conducta que lo merezca. Entre nosotros sería un “botón”, un “alcahuete”, un “buchón”. Acá lo hacen con la convicción de que están cumpliendo con su deber de ciudadanos.
Como también lo ofrecen algunas empresas en Buenos Aires, acá se puede comprar conjuntamente el acceso al teléfono, la televisión por cable e internet. Hay planes verdaderamente muy accesibles; en mi caso opté por un plan de tarifa plana de internet de 6 Mb y minutos ilimitados de comunicación a cualquier teléfono de la red fija dentro del territorio alemán de 30 euros por mes, de los cuales se me bonifica la mitad en los primeros seis meses. El sábado 25 de octubre, con la ayuda de mi amigo Roberto, tramitamos por la página la empresa Net Cologne el alta del servicio para mi casa. La última pantalla decía que en los próximos días me enviarían una carta con la fecha del (sí, adivinaron) Termin de instalación. Pero todo no es tan color de rosa, ya que hasta el momento en que estoy publicando esto no tuve ninguna respuesta; este final va dedicado a aquellos que tienen razón cuando siempre me dicen que no todo es perfecto en este país de perfeccionistas.