Muchos saben que amo jugar al fútbol y que ese amor es directamente proporcional a mis limitaciones técnicas. Desde mi lugar de amante de este deporte, y sólo por lo hecho dentro del rectángulo de juego, idolatro a Diego Maradona.
En algún texto de este mismo blog, creo haber escrito alguna vez que fuera de las emociones que generan la familia y los vaivenes sentimentales, las más fuertes que me ha tocado vivir están relacionadas con Diego uniformado como jugador del seleccionado argentino, desde aquel juvenil que ganó el Mundial en Japón en 1979 hasta el doloroso retiro en la Copa del Mundo en 1994.
Ahora mismo, mientras lo menciono, se me amontonan en la cabeza todos esos recuerdos; cuando con mi papá y mi hermano tardamos algunos segundos en creer el segundo gol a los ingleses antes de poder festejarlo, cuando con el tobillo estropeado encaró a los brasileños para dejar solo a Caniggia en Italia, cuando le soltó el penal “como una lágrima” al pedante de Zenga en la definición contra los italianos, cuando no pudo contener el llanto después de una final perdida ante Alemania, un rival que, a pesar de haber sido superior, necesitó de una pésima observación arbitral para levantar la copa.
Todos conocemos el derrotero que siguió la vida personal de Diego durante y después de su carrera como futbolista. Son tan conocidas y tristes que no tengo la menor intención de repasarlas, para ser consecuente con una decisión que tomé hace años: a modo de agradecimiento por todo lo que este monstruo me (nos) regaló, sólo quiero quedarme con su mejor faceta, la del futbolista único, superdotado, sublime, casi divino. Lo otro es de él, como también nosotros tenemos nuestras cosas. Creo, humildemente, que el mejor homenaje que se le puede hacer es dejarlo vivir en paz; y si no logra esa paz, que no sea por culpa de quienes sólo debemos agradecerle tantas alegrías. ¿Qué más podríamos pedirle? Si ya nos dio todo...
Lo anterior lo escribí para que entiendan mejor ustedes –y también yo mismo- por qué no estoy de acuerdo con que Diego sea el técnico de la Selección. Los periodistas siempre pensamos y exponemos argumentos que les den solidez a nuestras ideas y conclusiones. Se podría decir que siempre queremos tener razón. Créanme que esta es una situación absolutamente excepcional. Me encantaría escribir dentro de algún tiempo que me llena de felicidad el hecho de haberme equivocado con lo que publiqué el 30 de octubre de 2008, el día en el que Diego cumple dos cosas: sus primeros cuarenta y ocho años y su sueño de dirigir a la celeste y blanca, por la que como jugador dejó hasta la última gota de su sudor y, especialmente, la llevó a lo más alto con las alas mágicas de su indescriptible talento.
La Selección, después de años de la pusilanimidad de Pekerman y del poco presentable segundo ciclo de Basile, necesita de dos cuestiones básicas para su reconstrucción: profesionalismo extremo y, al mismo tiempo, una conducción con sentido común que se desempeñe de manera acorde con los tiempos que se viven en el ámbito en el que se desenvuelve la abrumadora mayoría de nuestros jugadores. Ese ámbito es Europa, donde las actividades se planifican y se ejecutan con minucioso rigor. Aquí es ley fundamental la premisa que Marcelo Bielsa señalaba como una de las guías de todo su trabajo: reducir el margen de acción del azar a la mínima expresión. El fútbol ofrece tres resultados posibles y no ganar no es ninguna deshonra. Lo que no es perdonable es que las cosas salgan mal por no haber hecho todo lo que estaba al alcance por lograr una victoria; y no hablo de malas artes ni de ganar a como dé lugar. Hablo de entregar todo lo humanamente posible para obtener un resultado, que si no se da debe tener como única explicación válida, más allá de los accidentes, la superioridad del rival de turno.
La Selección, creo, atraviesa uno de sus peores momentos estructurales en décadas. Gracias al chanchullo (uno de tantos) del bulonero de Sarandí, hoy rifa su prestigio por el mundo de acuerdo a los designios de la empresa rusa Renova, que además de condicionar el listado de jugadores le programa interesantísimos partidos con Noruega, Belarús, Argelia y Escocia, para los cuales, con razón en la evaluación de costo y beneficio, los clubes dueños de nuestras estrellas no quieren cederlas. Diego es un volcán que entra en actividad con facilidad, más aun cuando está de por medio la celeste y blanca. Por eso, nada cuesta imaginar los ríos de lava que pueden llegar a correr en medio de semejante desmadre. Se sabe que la lava destruye todo aquello que se encuentra en su curso; y no es precisamente eso lo que nos hace falta ahora.
En este contexto, la designación de Diego Maradona como nuevo entrenador del seleccionado no parece surgida de una elección natural entre candidatos idóneos y, por lo tanto, potables. Más bien huele a una maniobra de Grondona para hacerse de un escudo protector que absorba toda la atención que Don Julio no quiere que se les preste a sus ya inocultables trapisondas. También huele a desplante a la ahora manifiesta disposición a hacerse cargo del equipo de Carlos Bianchi, el otro aspirante, quien en el imaginario “boca de urna” de esta compulsa ganaría la votación en primera vuelta. Una vez más en nuestra golpeada Argentina, todo tiene el fétido hedor de lo peor de la política.
Yo también quiero que Diego dirija a la Selección alguna vez. Pero no ahora ni, mucho menos, así.
En algún texto de este mismo blog, creo haber escrito alguna vez que fuera de las emociones que generan la familia y los vaivenes sentimentales, las más fuertes que me ha tocado vivir están relacionadas con Diego uniformado como jugador del seleccionado argentino, desde aquel juvenil que ganó el Mundial en Japón en 1979 hasta el doloroso retiro en la Copa del Mundo en 1994.
Ahora mismo, mientras lo menciono, se me amontonan en la cabeza todos esos recuerdos; cuando con mi papá y mi hermano tardamos algunos segundos en creer el segundo gol a los ingleses antes de poder festejarlo, cuando con el tobillo estropeado encaró a los brasileños para dejar solo a Caniggia en Italia, cuando le soltó el penal “como una lágrima” al pedante de Zenga en la definición contra los italianos, cuando no pudo contener el llanto después de una final perdida ante Alemania, un rival que, a pesar de haber sido superior, necesitó de una pésima observación arbitral para levantar la copa.
Todos conocemos el derrotero que siguió la vida personal de Diego durante y después de su carrera como futbolista. Son tan conocidas y tristes que no tengo la menor intención de repasarlas, para ser consecuente con una decisión que tomé hace años: a modo de agradecimiento por todo lo que este monstruo me (nos) regaló, sólo quiero quedarme con su mejor faceta, la del futbolista único, superdotado, sublime, casi divino. Lo otro es de él, como también nosotros tenemos nuestras cosas. Creo, humildemente, que el mejor homenaje que se le puede hacer es dejarlo vivir en paz; y si no logra esa paz, que no sea por culpa de quienes sólo debemos agradecerle tantas alegrías. ¿Qué más podríamos pedirle? Si ya nos dio todo...
Lo anterior lo escribí para que entiendan mejor ustedes –y también yo mismo- por qué no estoy de acuerdo con que Diego sea el técnico de la Selección. Los periodistas siempre pensamos y exponemos argumentos que les den solidez a nuestras ideas y conclusiones. Se podría decir que siempre queremos tener razón. Créanme que esta es una situación absolutamente excepcional. Me encantaría escribir dentro de algún tiempo que me llena de felicidad el hecho de haberme equivocado con lo que publiqué el 30 de octubre de 2008, el día en el que Diego cumple dos cosas: sus primeros cuarenta y ocho años y su sueño de dirigir a la celeste y blanca, por la que como jugador dejó hasta la última gota de su sudor y, especialmente, la llevó a lo más alto con las alas mágicas de su indescriptible talento.
La Selección, después de años de la pusilanimidad de Pekerman y del poco presentable segundo ciclo de Basile, necesita de dos cuestiones básicas para su reconstrucción: profesionalismo extremo y, al mismo tiempo, una conducción con sentido común que se desempeñe de manera acorde con los tiempos que se viven en el ámbito en el que se desenvuelve la abrumadora mayoría de nuestros jugadores. Ese ámbito es Europa, donde las actividades se planifican y se ejecutan con minucioso rigor. Aquí es ley fundamental la premisa que Marcelo Bielsa señalaba como una de las guías de todo su trabajo: reducir el margen de acción del azar a la mínima expresión. El fútbol ofrece tres resultados posibles y no ganar no es ninguna deshonra. Lo que no es perdonable es que las cosas salgan mal por no haber hecho todo lo que estaba al alcance por lograr una victoria; y no hablo de malas artes ni de ganar a como dé lugar. Hablo de entregar todo lo humanamente posible para obtener un resultado, que si no se da debe tener como única explicación válida, más allá de los accidentes, la superioridad del rival de turno.
La Selección, creo, atraviesa uno de sus peores momentos estructurales en décadas. Gracias al chanchullo (uno de tantos) del bulonero de Sarandí, hoy rifa su prestigio por el mundo de acuerdo a los designios de la empresa rusa Renova, que además de condicionar el listado de jugadores le programa interesantísimos partidos con Noruega, Belarús, Argelia y Escocia, para los cuales, con razón en la evaluación de costo y beneficio, los clubes dueños de nuestras estrellas no quieren cederlas. Diego es un volcán que entra en actividad con facilidad, más aun cuando está de por medio la celeste y blanca. Por eso, nada cuesta imaginar los ríos de lava que pueden llegar a correr en medio de semejante desmadre. Se sabe que la lava destruye todo aquello que se encuentra en su curso; y no es precisamente eso lo que nos hace falta ahora.
En este contexto, la designación de Diego Maradona como nuevo entrenador del seleccionado no parece surgida de una elección natural entre candidatos idóneos y, por lo tanto, potables. Más bien huele a una maniobra de Grondona para hacerse de un escudo protector que absorba toda la atención que Don Julio no quiere que se les preste a sus ya inocultables trapisondas. También huele a desplante a la ahora manifiesta disposición a hacerse cargo del equipo de Carlos Bianchi, el otro aspirante, quien en el imaginario “boca de urna” de esta compulsa ganaría la votación en primera vuelta. Una vez más en nuestra golpeada Argentina, todo tiene el fétido hedor de lo peor de la política.
Yo también quiero que Diego dirija a la Selección alguna vez. Pero no ahora ni, mucho menos, así.