Desde mayo de 1989, año de mi debut electoral, esta fue la primera elección de la que me fue imposible participar. A la distancia, también fue un día especial para mí y para los argentinos con los que tengo trato cotidiano en Alemania. Todos, incluyendo a los que tienen años o décadas fuera del país, dejamos parte de nuestro corazón en la Argentina. La enorme mayoría de nosotros tiene allá familia y amigos y no son pocos los que día a día alimentan la ilusión de volver cuando las condiciones inviten a hacerlo. Obviamente, sabíamos que había un resultado más que probable y que sólo quedaba por determinar si los números le serían suficientes a “mitad Hillary y mitad Evita (¿qué parte tendrá de cada una si es que efectivamente las tiene?)” para evitar una segunda vuelta.
Mientras en la Argentina se votaba, a mí me tocaba relatar Borussia Dortmund – Bayern Múnich. El resultado ya entregó la primera señal de que el domingo no me sería favorable. En mi trigésimo séptimo partido en Alemania tuve mi primer 0 a 0 después de que ambos equipos desperdiciaran ocho situaciones claras de gol, entre las cuales hubo tres tiros en los palos, uno de ellos un disparo desde larga distancia de Martín Demichelis.
Estábamos esperando con la taza llena de café para grabar el último segmento de nuestra transmisión cuando en la televisión alemana apareció un informe sobre la Argentina. Un cronista estuvo en Buenos Aires en el fin de semana en el que se jugó el River – Boca, visitó escuelas de tango para turistas y también se adentró en el Gran Buenos Aires para tantear el clima preelectoral. Un grupo barrial de cumbia le dedicaba una canción, o algo así, a Cristina. Nos llamaron al estudio y el televisor del “catering room” quedó mostrándole a nadie a los hinchas de River gritándoles el gol de penal de Ortega en la cara a los de Boca que habían elegido el mismo bar para ver el partido. Nadie lo festejó para sí, sino para los que lo sufrían.
La particularidad de la jornada y la maravilla de Internet hicieron que después de las 22 de Alemania los contactos con la Argentina fueran más que los que son habitualmente; la computadora, con la lectura de los diarios argentinos y conversaciones escritas y orales con nuestra gente allá, se convirtió en el conducto a través del cual empezaron a llegar, con el correr de la noche del domingo, los detalles aledaños a la mala noticia general. Nadie reprimía su indignación, su frustración y, los más vehementes, su bronca. La frase que más escuché fue “nunca había visto algo igual”, en relación con lo caótico de la jornada electoral.
Alguien me contó de las enormes dificultades para votar y de las esperas interminables; otro, con estupor, me detallaba de qué manera se llevaban las boletas de la “enemiga”, en algunos casos empaquetadas y, los más impúdicos, a la vista de cualquiera. Una amiga estaba enfurecida porque cuando se presentó con su DNI en la mesa en la que estaba empadronada le dijeron que ya había votado. Hizo labrar un acta para denunciar la anormalidad, para lo cual debió demorar un par de horas su vuelta a casa. El hecho ocurrió en Lanús, el dominio de Quindimil, uno de los preferidos de los pingüinos. Otro amigo, un poco más curtido en estas cosas, se reía mientras me contaba que notó que en el cuarto oscuro de su mesa abundaban las boletas de Cristina y que, además, mezclaban las de ella en la pila de las de la candidata con mejores chances de pelear la elección. Así todo, no faltó el cínico de siempre que muy suelto de cuerpo y sin que le temblara el bigote calificó como “ejemplar” a la votación. Tienen el rostro de titanio, a prueba de todo.
La primera preocupación es la de comprobar, con los datos del escrutinio en la mano, que la gente ha decidido legitimar, por ejemplo, a los que reformaron el Consejo de la Magistratura, creado como reaseguro de transparencia de la actividad judicial, como si fuese un saco que les chingaba por todos lados y que ahora les calza a la perfección; también se aprobó el armado de una Justicia a medida que les evita los problemas con la ley a los socios y amigos del poder, que se mueven y hacen negociados al margen de ella. También ha decidido darle la derecha a los que sostienen que la inflación y la inseguridad son sólo sensaciones, a los que no dudan en presionar de las formas más sutiles o groseras posibles a los periodistas que quieren ejercer su profesión sin formar parte de la cohorte de adulones y beneficiarios del favor oficial, magnánimo al extremo con los amigos e implacable con los otros. ¿Hay mayor grosería que el hecho de que la ahora ex Primera Dama haya votado en Santa Cruz siendo senadora por la provincia de Buenos Aires? O lo de El Calafate, loteado y repartido generosamente entre ellos mismos, parientes, adherentes y favorecedores a precios de mesa de saldos. Ni siquiera cuidan las formas, lo que deja de manifiesto cierta convicción de impunidad.
No hace falta que me digan que todas estas delicias no son creación de los K. Ya sé que no es así; pero hace cuatro años, cuando asumieron el poder habiendo sido votados por menos de uno de cada cuatro argentinos y tras haber salido segundos en la primera vuelta, prometieron, como siempre, cambiar la vieja política. Pero decidieron sumarse a ella y hasta perfeccionaron algunos vicios de los muchos que nos aquejan desde hace tanto tiempo. Hoy son más de lo mismo y hasta peor; y, en el mejor de los casos, lo serán por los próximos cuatro años.
Mientras en la Argentina se votaba, a mí me tocaba relatar Borussia Dortmund – Bayern Múnich. El resultado ya entregó la primera señal de que el domingo no me sería favorable. En mi trigésimo séptimo partido en Alemania tuve mi primer 0 a 0 después de que ambos equipos desperdiciaran ocho situaciones claras de gol, entre las cuales hubo tres tiros en los palos, uno de ellos un disparo desde larga distancia de Martín Demichelis.
Estábamos esperando con la taza llena de café para grabar el último segmento de nuestra transmisión cuando en la televisión alemana apareció un informe sobre la Argentina. Un cronista estuvo en Buenos Aires en el fin de semana en el que se jugó el River – Boca, visitó escuelas de tango para turistas y también se adentró en el Gran Buenos Aires para tantear el clima preelectoral. Un grupo barrial de cumbia le dedicaba una canción, o algo así, a Cristina. Nos llamaron al estudio y el televisor del “catering room” quedó mostrándole a nadie a los hinchas de River gritándoles el gol de penal de Ortega en la cara a los de Boca que habían elegido el mismo bar para ver el partido. Nadie lo festejó para sí, sino para los que lo sufrían.
La particularidad de la jornada y la maravilla de Internet hicieron que después de las 22 de Alemania los contactos con la Argentina fueran más que los que son habitualmente; la computadora, con la lectura de los diarios argentinos y conversaciones escritas y orales con nuestra gente allá, se convirtió en el conducto a través del cual empezaron a llegar, con el correr de la noche del domingo, los detalles aledaños a la mala noticia general. Nadie reprimía su indignación, su frustración y, los más vehementes, su bronca. La frase que más escuché fue “nunca había visto algo igual”, en relación con lo caótico de la jornada electoral.
Alguien me contó de las enormes dificultades para votar y de las esperas interminables; otro, con estupor, me detallaba de qué manera se llevaban las boletas de la “enemiga”, en algunos casos empaquetadas y, los más impúdicos, a la vista de cualquiera. Una amiga estaba enfurecida porque cuando se presentó con su DNI en la mesa en la que estaba empadronada le dijeron que ya había votado. Hizo labrar un acta para denunciar la anormalidad, para lo cual debió demorar un par de horas su vuelta a casa. El hecho ocurrió en Lanús, el dominio de Quindimil, uno de los preferidos de los pingüinos. Otro amigo, un poco más curtido en estas cosas, se reía mientras me contaba que notó que en el cuarto oscuro de su mesa abundaban las boletas de Cristina y que, además, mezclaban las de ella en la pila de las de la candidata con mejores chances de pelear la elección. Así todo, no faltó el cínico de siempre que muy suelto de cuerpo y sin que le temblara el bigote calificó como “ejemplar” a la votación. Tienen el rostro de titanio, a prueba de todo.
La primera preocupación es la de comprobar, con los datos del escrutinio en la mano, que la gente ha decidido legitimar, por ejemplo, a los que reformaron el Consejo de la Magistratura, creado como reaseguro de transparencia de la actividad judicial, como si fuese un saco que les chingaba por todos lados y que ahora les calza a la perfección; también se aprobó el armado de una Justicia a medida que les evita los problemas con la ley a los socios y amigos del poder, que se mueven y hacen negociados al margen de ella. También ha decidido darle la derecha a los que sostienen que la inflación y la inseguridad son sólo sensaciones, a los que no dudan en presionar de las formas más sutiles o groseras posibles a los periodistas que quieren ejercer su profesión sin formar parte de la cohorte de adulones y beneficiarios del favor oficial, magnánimo al extremo con los amigos e implacable con los otros. ¿Hay mayor grosería que el hecho de que la ahora ex Primera Dama haya votado en Santa Cruz siendo senadora por la provincia de Buenos Aires? O lo de El Calafate, loteado y repartido generosamente entre ellos mismos, parientes, adherentes y favorecedores a precios de mesa de saldos. Ni siquiera cuidan las formas, lo que deja de manifiesto cierta convicción de impunidad.
No hace falta que me digan que todas estas delicias no son creación de los K. Ya sé que no es así; pero hace cuatro años, cuando asumieron el poder habiendo sido votados por menos de uno de cada cuatro argentinos y tras haber salido segundos en la primera vuelta, prometieron, como siempre, cambiar la vieja política. Pero decidieron sumarse a ella y hasta perfeccionaron algunos vicios de los muchos que nos aquejan desde hace tanto tiempo. Hoy son más de lo mismo y hasta peor; y, en el mejor de los casos, lo serán por los próximos cuatro años.