No es misoginia ni nada que se le parezca; los que me conocen saben que no tengo ese problema. Pero no puedo negar que me sorprendió llegar el viernes a jugar al fútbol con mis amigos alemanes y ver que en cada una de las canchas de al lado había una mujer mezclada entre todos los hombres y, además, jugando como cualquiera de ellos. Al verlo me preguntaba si nosotros, con nuestros grupos de los jueves o de los lunes en la Argentina, contemplaríamos esa posibilidad. Sin analizarlo demasiado me animo a decir que no, aunque también es cierto que las mujeres en nuestro país no tienen esa cercanía con la redonda que ellas tienen acá; mucho más desde hace poco tiempo, cuando la selección alemana de fútbol ganó el Mundial que se jugó en China –retuvo el título- derrotando en la final a las brasileñas. A las mujeres que estén leyendo esto, sobre todo a las argentinas, las invito a dejar algún comentario al respecto si es que tienen algo para decirnos.
Tengo amigos uruguayos en Uruguay y, como saben, trabajo con uruguayos en la radio. Es verdaderamente muy triste leer todos los días lo que pasa con el tema de la bendita o maldita Botnia. No se puede creer que un gobierno del pueblo como proclama ser el nuestro vaya tan detrás de la gente en el reclamo, mientras que también es poco presentable que un gobierno de izquierda se convierta sin reparos en el brazo político de una transnacional de esas que son algo así como el demonio mismo en las campañas proselitistas de los partidos de esa orientación. No es raro que nos vaya como nos va.
El sábado hubo en El Rincón una fiesta de cumpleaños. Eran alrededor de sesenta invitados que, como podrán imaginar, tomaron todo lo que fuera líquido y apto para el consumo humano. Llegaron a eso de las nueve de la noche y siguieron hasta las seis de la mañana. Algunos quedaron verdaderamente averiados, pero un detalle me llamó poderosamente la atención. No hubo un solo roce ni discusión, ni siquiera alguien que levantara la voz. Cuando se acercaban a la barra a pedir algo, siempre lo hacían educadísimamente y agregando siempre el “bitte (por favor)”. Una chica argentina que atendía las mesas, que también solía hacer este trabajo en Buenos Aires, me hizo notar algo más: cada vez que ella debía recorrer el salón para llevar cosas o recolectar vasos vacíos no tuvo ningún tipo de inconveniente con los hombres, aun con los que estaban en peor estado. A pesar del escaso lugar que tenía para pasar, ninguno de ellos aprovechó esto para propasarse ni hacerle pasar un mal rato. Cada vez que ella pedía permiso para pasar, se lo daban. Eso sí: es muy difícil ver que un alemán, aun estando fresco, tenga algún detalle de caballerosidad como abrir la puerta para el paso de una mujer o quitarle o ponerle el abrigo al entrar o salir de un lugar. Alguien me explicaba que lo que en realidad pasa es que las damas de esta parte del mundo no son afectas a aceptar este tipo de atenciones por considerarlas atentatorias contra la “igualdad”. No quiero iniciar una polémica que podría tomar el rumbo de los tomates, pero creo que lo mejor que nos puede pasar a hombres y mujeres es ser todo lo distintos que seamos capaces de ser unos de otras o unas de otros (así dejamos ilesas las susceptibilidades). Cerca de la barra pude advertir otra cosa que me resultó interesante. Por andanadas, y aunque las bebidas alcohólicas todavía abundaban, todos se acercaban a pedir agua. Dos o tres veces; después volvían a la Kölsch o al tinto de la casa, aquel que derribó en el cuarto round y por toda la cuenta a nuestro amigo francés del texto anterior.
El domingo me tocó relatar Núremberg – Borussia Dortmund, por lo que para ir al estudio tomé primero el tranvía número cinco. Al final del recorrido está la parada del ómnibus que me deja en la puerta del edificio del CBC. Es el 148, que tiene dos ramales; el mío es el que va a Ossendorf. Los sábados, domingos y feriados hay uno cada media hora y se utiliza el mismo boleto de dos euros con treinta que saqué arriba del tranvía. Llega el micro y subimos tres personas; los otros dos, un hombre y una mujer, se conocen. Como en los trenes y tranvías, cada vez que el ómnibus se pone en movimiento una voz grabada anuncia la próxima parada. Él se sienta sobre la derecha al lado de la ventanilla; ella en el otro extremo de la misma hilera, contra el cristal del otro lateral. Fueron conversando todo el viaje y no pude entender por qué no se sentaron uno al lado del otro como creo que hubiese hecho cualquiera de nosotros en un caso como ese. Por ahí es un detalle muy menor, pero me resultó curioso. Cuando el chofer dobla a la izquierda en la Richard Byrd-Straße me paro y camino hasta la puerta, donde está el botón con el que se pide la parada. No hay timbre, pero al momento de presionarlo se enciende un cartel rojo que indica que la detención ya está pedida. Al verme bien cerca de la puerta el conductor me pregunta si yo quiero bajar en la parada en la que él no pensaba hacerlo. Le respondo que sí y me dice que debí haber presionado el botón cuando dejamos la parada anterior, pero se ve que la lluvia lo puso comprensivo y frena el micro unos metros después del poste con la H que indica que allí hay una Haltestelle (parada).
Después lo de siempre: imprimir papeles, un café con algo sólido para acompañar y recolectar los datos que necesito utilizar durante el partido. La noticia es el resultado: por fin ganó Núremberg, aunque no le sirve de mucho: dentro de una semana, cuando nos reencontremos, seguirá en zona de descenso.
Tengo amigos uruguayos en Uruguay y, como saben, trabajo con uruguayos en la radio. Es verdaderamente muy triste leer todos los días lo que pasa con el tema de la bendita o maldita Botnia. No se puede creer que un gobierno del pueblo como proclama ser el nuestro vaya tan detrás de la gente en el reclamo, mientras que también es poco presentable que un gobierno de izquierda se convierta sin reparos en el brazo político de una transnacional de esas que son algo así como el demonio mismo en las campañas proselitistas de los partidos de esa orientación. No es raro que nos vaya como nos va.
El sábado hubo en El Rincón una fiesta de cumpleaños. Eran alrededor de sesenta invitados que, como podrán imaginar, tomaron todo lo que fuera líquido y apto para el consumo humano. Llegaron a eso de las nueve de la noche y siguieron hasta las seis de la mañana. Algunos quedaron verdaderamente averiados, pero un detalle me llamó poderosamente la atención. No hubo un solo roce ni discusión, ni siquiera alguien que levantara la voz. Cuando se acercaban a la barra a pedir algo, siempre lo hacían educadísimamente y agregando siempre el “bitte (por favor)”. Una chica argentina que atendía las mesas, que también solía hacer este trabajo en Buenos Aires, me hizo notar algo más: cada vez que ella debía recorrer el salón para llevar cosas o recolectar vasos vacíos no tuvo ningún tipo de inconveniente con los hombres, aun con los que estaban en peor estado. A pesar del escaso lugar que tenía para pasar, ninguno de ellos aprovechó esto para propasarse ni hacerle pasar un mal rato. Cada vez que ella pedía permiso para pasar, se lo daban. Eso sí: es muy difícil ver que un alemán, aun estando fresco, tenga algún detalle de caballerosidad como abrir la puerta para el paso de una mujer o quitarle o ponerle el abrigo al entrar o salir de un lugar. Alguien me explicaba que lo que en realidad pasa es que las damas de esta parte del mundo no son afectas a aceptar este tipo de atenciones por considerarlas atentatorias contra la “igualdad”. No quiero iniciar una polémica que podría tomar el rumbo de los tomates, pero creo que lo mejor que nos puede pasar a hombres y mujeres es ser todo lo distintos que seamos capaces de ser unos de otras o unas de otros (así dejamos ilesas las susceptibilidades). Cerca de la barra pude advertir otra cosa que me resultó interesante. Por andanadas, y aunque las bebidas alcohólicas todavía abundaban, todos se acercaban a pedir agua. Dos o tres veces; después volvían a la Kölsch o al tinto de la casa, aquel que derribó en el cuarto round y por toda la cuenta a nuestro amigo francés del texto anterior.
El domingo me tocó relatar Núremberg – Borussia Dortmund, por lo que para ir al estudio tomé primero el tranvía número cinco. Al final del recorrido está la parada del ómnibus que me deja en la puerta del edificio del CBC. Es el 148, que tiene dos ramales; el mío es el que va a Ossendorf. Los sábados, domingos y feriados hay uno cada media hora y se utiliza el mismo boleto de dos euros con treinta que saqué arriba del tranvía. Llega el micro y subimos tres personas; los otros dos, un hombre y una mujer, se conocen. Como en los trenes y tranvías, cada vez que el ómnibus se pone en movimiento una voz grabada anuncia la próxima parada. Él se sienta sobre la derecha al lado de la ventanilla; ella en el otro extremo de la misma hilera, contra el cristal del otro lateral. Fueron conversando todo el viaje y no pude entender por qué no se sentaron uno al lado del otro como creo que hubiese hecho cualquiera de nosotros en un caso como ese. Por ahí es un detalle muy menor, pero me resultó curioso. Cuando el chofer dobla a la izquierda en la Richard Byrd-Straße me paro y camino hasta la puerta, donde está el botón con el que se pide la parada. No hay timbre, pero al momento de presionarlo se enciende un cartel rojo que indica que la detención ya está pedida. Al verme bien cerca de la puerta el conductor me pregunta si yo quiero bajar en la parada en la que él no pensaba hacerlo. Le respondo que sí y me dice que debí haber presionado el botón cuando dejamos la parada anterior, pero se ve que la lluvia lo puso comprensivo y frena el micro unos metros después del poste con la H que indica que allí hay una Haltestelle (parada).
Después lo de siempre: imprimir papeles, un café con algo sólido para acompañar y recolectar los datos que necesito utilizar durante el partido. La noticia es el resultado: por fin ganó Núremberg, aunque no le sirve de mucho: dentro de una semana, cuando nos reencontremos, seguirá en zona de descenso.