lunes, 26 de noviembre de 2007

Pequeñas apostillas colonesas

No es misoginia ni nada que se le parezca; los que me conocen saben que no tengo ese problema. Pero no puedo negar que me sorprendió llegar el viernes a jugar al fútbol con mis amigos alemanes y ver que en cada una de las canchas de al lado había una mujer mezclada entre todos los hombres y, además, jugando como cualquiera de ellos. Al verlo me preguntaba si nosotros, con nuestros grupos de los jueves o de los lunes en la Argentina, contemplaríamos esa posibilidad. Sin analizarlo demasiado me animo a decir que no, aunque también es cierto que las mujeres en nuestro país no tienen esa cercanía con la redonda que ellas tienen acá; mucho más desde hace poco tiempo, cuando la selección alemana de fútbol ganó el Mundial que se jugó en China –retuvo el título- derrotando en la final a las brasileñas. A las mujeres que estén leyendo esto, sobre todo a las argentinas, las invito a dejar algún comentario al respecto si es que tienen algo para decirnos.
Tengo amigos uruguayos en Uruguay y, como saben, trabajo con uruguayos en la radio. Es verdaderamente muy triste leer todos los días lo que pasa con el tema de la bendita o maldita Botnia. No se puede creer que un gobierno del pueblo como proclama ser el nuestro vaya tan detrás de la gente en el reclamo, mientras que también es poco presentable que un gobierno de izquierda se convierta sin reparos en el brazo político de una transnacional de esas que son algo así como el demonio mismo en las campañas proselitistas de los partidos de esa orientación. No es raro que nos vaya como nos va.
El sábado hubo en El Rincón una fiesta de cumpleaños. Eran alrededor de sesenta invitados que, como podrán imaginar, tomaron todo lo que fuera líquido y apto para el consumo humano. Llegaron a eso de las nueve de la noche y siguieron hasta las seis de la mañana. Algunos quedaron verdaderamente averiados, pero un detalle me llamó poderosamente la atención. No hubo un solo roce ni discusión, ni siquiera alguien que levantara la voz. Cuando se acercaban a la barra a pedir algo, siempre lo hacían educadísimamente y agregando siempre el “bitte (por favor)”. Una chica argentina que atendía las mesas, que también solía hacer este trabajo en Buenos Aires, me hizo notar algo más: cada vez que ella debía recorrer el salón para llevar cosas o recolectar vasos vacíos no tuvo ningún tipo de inconveniente con los hombres, aun con los que estaban en peor estado. A pesar del escaso lugar que tenía para pasar, ninguno de ellos aprovechó esto para propasarse ni hacerle pasar un mal rato. Cada vez que ella pedía permiso para pasar, se lo daban. Eso sí: es muy difícil ver que un alemán, aun estando fresco, tenga algún detalle de caballerosidad como abrir la puerta para el paso de una mujer o quitarle o ponerle el abrigo al entrar o salir de un lugar. Alguien me explicaba que lo que en realidad pasa es que las damas de esta parte del mundo no son afectas a aceptar este tipo de atenciones por considerarlas atentatorias contra la “igualdad”. No quiero iniciar una polémica que podría tomar el rumbo de los tomates, pero creo que lo mejor que nos puede pasar a hombres y mujeres es ser todo lo distintos que seamos capaces de ser unos de otras o unas de otros (así dejamos ilesas las susceptibilidades). Cerca de la barra pude advertir otra cosa que me resultó interesante. Por andanadas, y aunque las bebidas alcohólicas todavía abundaban, todos se acercaban a pedir agua. Dos o tres veces; después volvían a la Kölsch o al tinto de la casa, aquel que derribó en el cuarto round y por toda la cuenta a nuestro amigo francés del texto anterior.
El domingo me tocó relatar Núremberg – Borussia Dortmund, por lo que para ir al estudio tomé primero el tranvía número cinco. Al final del recorrido está la parada del ómnibus que me deja en la puerta del edificio del CBC. Es el 148, que tiene dos ramales; el mío es el que va a Ossendorf. Los sábados, domingos y feriados hay uno cada media hora y se utiliza el mismo boleto de dos euros con treinta que saqué arriba del tranvía. Llega el micro y subimos tres personas; los otros dos, un hombre y una mujer, se conocen. Como en los trenes y tranvías, cada vez que el ómnibus se pone en movimiento una voz grabada anuncia la próxima parada. Él se sienta sobre la derecha al lado de la ventanilla; ella en el otro extremo de la misma hilera, contra el cristal del otro lateral. Fueron conversando todo el viaje y no pude entender por qué no se sentaron uno al lado del otro como creo que hubiese hecho cualquiera de nosotros en un caso como ese. Por ahí es un detalle muy menor, pero me resultó curioso. Cuando el chofer dobla a la izquierda en la Richard Byrd-Straße me paro y camino hasta la puerta, donde está el botón con el que se pide la parada. No hay timbre, pero al momento de presionarlo se enciende un cartel rojo que indica que la detención ya está pedida. Al verme bien cerca de la puerta el conductor me pregunta si yo quiero bajar en la parada en la que él no pensaba hacerlo. Le respondo que sí y me dice que debí haber presionado el botón cuando dejamos la parada anterior, pero se ve que la lluvia lo puso comprensivo y frena el micro unos metros después del poste con la H que indica que allí hay una Haltestelle (parada).
Después lo de siempre: imprimir papeles, un café con algo sólido para acompañar y recolectar los datos que necesito utilizar durante el partido. La noticia es el resultado: por fin ganó Núremberg, aunque no le sirve de mucho: dentro de una semana, cuando nos reencontremos, seguirá en zona de descenso.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Anécdotas

El de la gorrita es un comensal habitual de El Rincón; es camarógrafo, trabaja en un canal de la ciudad y la mayoría de las veces viene con una rubia muy linda que es presentadora de un programa. Hoy la chica se fue temprano y más tarde se sumaron a la mesa tres colegas de él, que venían desde Hamburgo y también parecían ser sus amigos. Después de un rato, como el de la gorrita tiene amistad con Gustavo, lo invitan a la mesa. No entiendo exactamente lo que dicen, pero sí que la charla es sobre fútbol. En un momento, uno de ellos saca algo así como una palm y empieza a hacerles a los demás preguntas sobre los Mundiales. La primera era acerca de los seleccionados que más goles habían logrado en una sola Copa del Mundo. A los tirones van saliendo las respuestas; Hungría, Alemania y Francia. El interrogador, envalentonado por los resbalones de los demás, va por otra. Pero antes de hacerla saca del bolsillo cincuenta euros que deja sobre la mesa para premiar al que pueda responder la siguiente: “además del alemán Lothar Matthäus, ¿quién es el único jugador de la historia que jugó cinco Mundiales?”, pregunta con la certeza de que no arriesga su dinero. “Ich weisse das (yo lo sé)”, le digo. Él mira incrédulo y le doy la precisión: “ein Mexicaner, Antonio Carbajal”. Me pide que lo repita más lento para cotejar mi pronunciación con lo que lee en su base de datos. El hamburgués, sorprendido, se para y me entrega los cincuenta euros, que intento no aceptar diciéndole a Gustavo que se lo explique. Pero el muchacho no recibe de buen modo eso y le pregunta si estamos “jugando con su honor”; agrega que él perdió y que corresponde que pague. Un caballero; y para que tengan una idea, con cincuenta euros en Alemania se hace un poco más que con la misma suma de pesos en la Argentina. Así terminó el viernes, en el que horas antes había podido darme el gusto de jugar mi segundo partido de fútbol cinco encajonado como el que se juega acá, que hasta da para que mis dudosas cualidades técnicas se destaquen y eleve mi cosecha goleadora a cinco tantos. Un amigo mío imaginaría: “¡cómo será la cañada, si el gato la cruza al trote!”
El señor de enfrente, de quien tampoco recuerdo el nombre, fue el primero en llegar a El Rincón el sábado. Se sentó en la barra, prendió el primer cigarrillo y pidió una Weißbier (la traducción es “cerveza blanca” y con eso se pide medio litro en un vaso alto). Habiendo llegado ni bien abrió el bar, este hombre pudo ver cómo se inicia la actividad de cada día. El ambiente estaba mejorado por la presencia sonora del “Polaco” Roberto Goyeneche, que empieza el disco que le grabé a Gustavo con “Balada para un loco”.
Mientras las chicas terminaban de armar las mesas y ponían en orden los detalles, entraron los primeros comensales. Padre, madre e hija eligieron la mesa dos y, para empezar, vino tinto y cerveza tirada Kölsch, que tiene el mismo costo por vaso que el agua mineral: un euro con veinte.
Nos preparábamos para ver el partido Argentina – Bolivia por las eliminatorias del Mundial; las primeras imágenes del estadio de River mostraban las pésimas condiciones del campo de juego y al sector de la tribuna Centenario que ocupaba el nutrido grupo de hinchas del seleccionado vecino. En eso llegó Jean Pierre, un francés que lleva muchos años radicado en Köln; es un cliente frecuente, que viene a cenar y luego se queda leyendo un libro acompañado de su copa de tinto. Como hoy no hay lugar en las mesas porque la mayor parte del salón está reservada, muchos comensales ocasionales reciben la disculpa y la explicación de por qué hoy no hay más plazas disponibles. Nuestro amigo Jean Pierre se sienta en la barra, al lado del señor de enfrente, que ya va por el final de su segunda Weiß.
Ya es la hora para la cual había sido hecha la reserva y es extraño que los alemanes que la pidieron no hayan llegado todavía. Gustavo va a la agenda para chequear y se escuchan invocaciones a alguna que otra madre y hermana y a no sé quién que parió a quién. Se había equivocado. La reserva para la que se venía preparando desde hacía días no era para el sábado 17 sino para el próximo, el 24.
Empezó el partido y el primer tiempo nos aburre bastante. No mucho más que el gol de Agüero y las cosas de siempre de Messi. El señor de la barra, el que entró primero, pide por primera vez la cuenta. Cuatro Weiß, dos litros de cerveza; 12,40 euros. Jean Pierre, que tampoco lo conocía al momento de entrar, ya estaba en charla con este hombre, que habla un correctísimo inglés y me cuenta que tiene pasaportes alemán e israelí. Por cuarta vez en la noche, JP, que hoy no cena, pide una copa de tinto.
Llegaron los demás goles. Uno y cuarto de Riquelme, las otras tres cuartas partes del tercero de la Argentina –que me perdonen los fundamentalistas ultrarriquelmistas- fueron de Messi; y con el mismo estrépito que cayó la ilusión boliviana en el Monumental aterrizó nuestro amigo Jean Pierre en El Rincón, quien después de pedir la cuenta quiso bajarse del banco alto de la barra... y se desplomó en el suelo noqueado por su cuarta copa del tinto de la casa. Afortunadamente, la pata de la mesa que evitó que su nuca diera contra el piso es redonda y eso ayudó a que no se le hiciera un corte. Lo pusimos de pie y Jaime, el mexicano que trabaja en la cocina, lo acompañó hasta su casa previa despedida comprensiva de su ocasional compañero de copas, que se impuso en la carrera con la fusta debajo del brazo: pagó las tres últimas cervezas, con las que llegó a siete (tres litros y medio), se abrigó y se despidió hasta la próxima. Como yo.

lunes, 12 de noviembre de 2007

Humedad, llovizna y frío

No se trata sólo del ya inmortal café de la esquina de Gaona y Boyacá, al que le canta el genial Cacho Castaña. Esas tres palabras definen también con un alto grado de fidelidad al otoño colonés, en el que el sol es menos frecuente que una aparición pública presentable del presidente de River, José María Aguilar.
Ya pasaron tres meses de estada en esta ciudad y ese era el lapso por el cual se me permitía estar en Alemania desde mi ingreso, el 9 de agosto último. Por eso, hubo que hacer otra presentación en la oficina de extranjeros de Bergisch Gladbach, distante treinta kilómetros del centro de Köln.
Hay que estar atento a la hora de tomar un tranvía o un subte. A diferencia de los nuestros, que tienen recorridos fijos, desde la misma estación se puede alcanzar varios destinos. No hay molinetes ni seguridad privada en los accesos. El ticket se saca en máquinas expendedoras que están en los andenes o arriba de los trenes. Si se viaja con la bicicleta, el costo es algo mayor. Se puede hacer el intento de viajar sin boleto y a veces puede resultar, pero no es recomendable; los inspectores suelen estar sentados en el tren disimulados como un pasajero más. Cuando encuentran a un “colado” lo invitan a bajar en la próxima parada, donde estará esperando una patrulla policial que labrará un acta de infracción que será redimida con el pago de 40 euros de multa. Ese monto más el embarazoso momento que representa ser “pescado” no justifican el ahorro de los 3,20 euros que cuesta el tramo más largo de viaje dentro de Colonia y las localidades vecinas. Mi tranvía es el número 1, el que termina en Bensberg. Lo tomé en Neumarkt, una especie de plaza Once donde confluyen varias líneas de transporte público. El tren se detiene casi un minuto en la estación siguiente, Heumarkt; enfrente hay en construcción un edificio público y por más que lo busco no hay caso, no lo encuentro. En el cartel que informa sobre los detalles de la obra no figuran el nombre ni, mucho menos, el rostro del Burgermeister (jefe de gobierno o intendente, si no se enoja el suegro de Shakira). En la cabecera del recorrido está esperándome mi jefe para acompañarme.
Debemos ir al primer piso, a la oficina en la que está mi expediente desde la primera Anmeldung (alta). Nos atiende la misma chica de aquella vez, tan delgada como atenta, que nos recuerda de la visita anterior y nos invita a sentarnos mientras busca mi nombre en el sistema. Primero pide la documentación de rigor: el pasaporte, el nuevo contrato de trabajo vigente hasta mayo próximo y un resumen de mi cuenta bancaria donde consta el ingreso del dinero de mi remuneración. Hay que llenar un formulario que lleva algunos minutos, por lo que salimos al pasillo y nos sentamos alrededor de unas mesas que están dispuestas para eso. Después, en la planta baja, tengo que hacerme una foto biométrica. Es una cabina que tiene una pantalla y se empieza con el proceso poniendo un dedo sobre ella; para elegir el idioma aparecen banderas de varios países y el dedo índice de la mano derecha va hacia la roja y amarilla de España. Una voz me va guiando, recomendándome introducir el importe justo, seis euros, porque no da cambio. Me indica que me siente de forma tal que el rostro me quede dentro del espejo que tengo delante tomando como ejemplo una imagen que muestra la pantalla y que no me ría. La máquina me informa que se intentarán tres tomas; viene la primera y una franja verde debajo la convalida; las dos siguientes no son apropiadas y la franja es de color rojo. La elección es fácil, así que el dedo va hacia la única toma aceptable. A los treinta segundos salen las impresiones, con cuatro fotos tamaño carnet y una más grande a un costado. Ya de vuelta en la oficina, el trámite dura pocos minutos más. La empleada saca una de las fotos de la plancha que le entregué y se la lleva. Al minuto vuelve con dos etiquetas que pega en páginas libres del pasaporte; una de ellas es la nueva visa y la otra es una constancia de que estoy trabajando legalmente en Alemania y me evitará inconvenientes para mi ingreso a este país cuando vuelva a fines de enero próximo.
Son las cinco y media de la tarde y la ventana del bistrot de mis amigos franceses deja que ver que ya es de noche desde hace un buen rato. Ayer, domingo 11, comenzó en Köln la celebración del carnaval. Todos los años, los coloneses se disfrazan para esta fecha y a las 11.11 del 11 del 11, el Burgermeister inicia oficialmente los festejos abriendo un enorme barril de cerveza, en la plaza de Neumarkt. Como se podrán imaginar, corre gran cantidad de la bebida preferida de los alemanes. Pero no hay excesos ni incidentes de ningún tipo, la gente celebra y no se molesta entre sí. Ya lo comenté antes, pero creo que vale la pena volver a destacar el grado de civismo y urbanidad que reina acá. Existe un enorme respeto por el semejante, aun por aquel con el que se tienen radicales diferencias y de toda índole. No hace falta caminar mucho para encontrar gente de las más variadas razas y religiones; en el barrio donde vivo predominan los turcos, pero hay africanos, latinos y personas llegadas desde otros países de Europa, no sólo del sector oriental del continente sino también de España, Francia e Italia, países en los que no existe la necesidad de emigrar para encontrar una realidad mejor. Todos conviven pacíficamente y, cada uno desde su lugar, hacen su aporte al muy buen nivel de vida que ofrece Köln, una ciudad a la que siempre le agradeceré las enseñanzas que la escuela de sus noches (y sus días) le aportaron a mis días (y a mis noches).

lunes, 5 de noviembre de 2007

La vida continúa

La coyuntura política en la Argentina me había hecho dispersar un poco en los últimos relatos. Ya había comentado que seguir la información de lo que pasa en nuestro país se vuelve un poco insalubre a veces y uno trata de evitarlo; pero por mejor que se pueda estar acá la intención no es, de ninguna manera, desentenderse de lo que pasa allá. Lo de uno tira, y mucho, aunque haya muchísimas cosas para contar desde esta ahora fría y casi siempre encapotada ciudad del oeste de Alemania, país al que nuestra nueva mandamás quiere tener como guía para su gobierno. Cuando hizo este comentario me invadió la nostalgia, porque me llevó a recordar los tiempos en los que con mi escaso metro sesenta y ocho centímetros soñaba con ser campeón de la NBA jugando como pivote para los New York Knicks o Los Angeles Lakers.
La idea fundamental de este espacio es hablar de cómo transcurre la vida en Köln. Para volver a alusiones a la cotidianeidad colonesa puedo contar que el viernes pasado tuve mi reencuentro con el fútbol cinco. Con los amigos de mi amigo Roberto Aramayo nos juntamos a jugar en unas canchas cubiertas muy lindas de césped sintético, aunque en una versión muy particular: eran iguales a las que se usan para el Showball, que tienen los arcos más grandes que los de Futsal y paredes que sirven para que el juego no se interrumpa nunca. Todo un desafío para las reservas de aire, mucho más después de dos meses de abstinencia deportiva. A pesar de que, a excepción de Roberto, nadie entendía las indicaciones que yo intentaba dar desde atrás a mis compañeros, mi equipo ganó con cierta comodidad y pude aportar cuatro goles, aunque los músculos de las piernas me facturaron durante los días siguientes el esfuerzo que debieron realizar.
Cuando llegué de vuelta a El Rincón estaba cenando Guido (no sé el apellido), un cliente frecuente; él es director de una escuela en Köln, en la cual los alumnos estudian la lengua de Cervantes entre otras materias. Cada año, mi amigo Gustavo y el mencionado Guido, que habla casi perfecto castellano con un marcado acento español, organizan con los estudiantes alemanes de nuestro idioma una fiesta a beneficio de dos escuelas de Sarandí, cercanas a la costa del Río de la Plata. Ya realizaron varios eventos de este tipo, todos con mucho éxito de concurrencia. Así, esas escuelas reciben ayuda fundamental para su sostén y funcionamiento. Hasta la embajada alemana toma parte en alguna etapa de la iniciativa. Obviamente, las autoridades municipales del partido de Avellaneda se enteraron del asunto y también quisieron sumarse; pero sólo intentaron hacerlo en el momento de la foto, de la cual fueron prudentemente excluidos, como debe ser. Los que esconden las boletas de los rivales políticos nos dicen que crecemos a niveles sorprendentes y que los índices de pobreza e indigencia caen vertiginosamente. Pero no hace mucho, el dinero recaudado en Alemania para nuestros chicos en Avellaneda debió ser utilizado para gastos fuera de previsión: antes de comprar pinturas, cerramientos, estufas, computadoras, pupitres y útiles debieron procurar una buena cantidad de champú para la sarna, porque varios de los chicos padecían este problema. En 2007, con recaudación impositiva récord al punto de habernos permitido cancelar diez mil millones de dólares de deuda con un organismo internacional y a diez minutos de viaje desde la Casa Rosada.
Guido y su esposa tuvieron un hijo hace alrededor de un mes. El bebé, hermoso, nació con síndrome de Down. Obviamente, no fue la mejor noticia para sus padres. Pero no estarán solos en la atención de este ser especial que se ha sumado a la familia. A lo largo de toda su vida, el Estado alemán estará cerca de ellos, especialmente del hijo del matrimonio. Durante la etapa de crecimiento recibirá atención pedagógica adecuada a sus necesidades y será estimulado por profesionales idóneos para que su desarrollo se produzca en las mejores condiciones posibles. Cuando termine los estudios y tenga edad para trabajar será ubicado en alguna empresa o repartición pública en la que desempeñará tareas acordes con sus posibilidades. Seguramente no se tratará de aspectos relacionados con la responsabilidad, pero nada impide que, por ejemplo, trabajen como correo interno dentro de las dependencias trasladando documentación de una oficina a otra. El Estado obliga a que se dé lugar a personas de estas características en los casos en los que es viable hacerlo. Eso es verdadera asistencia, no sólo económica; y no hace falta que corten calles ni que hagan número en los actos políticos del gobernante de turno.
Aunque me encuentre a mucha distancia geográfica, y remarco que es sólo geográfica, nunca evitaré, como no lo hice hasta ahora, las referencias a nuestra realidad. Detrás de la crítica que muchas veces yace en estos textos está el anhelo de que copiemos lo que otras sociedades hacen mejor que nosotros. Tenemos mucho que absorber de los alemanes en este rubro, que han aprendido a la perfección la lección que no hace mucho les dio la historia; y perdón por volver sobre esto, pero no necesariamente les va mejor porque son ricos; hasta es posible que el camino haya sido el inverso: son el motor de Europa porque saben administrar los recursos mucho más eficientemente y, más importante aun, no se permiten reivindicaciones ni segundas oportunidades para los que no entienden el poder como un instrumento para mejorar la vida de todos sino como un fin en sí mismo y por el cual no vacilan en despojarse hasta del último escrúpulo.