Es frecuente que los extranjeros que estamos en Alemania, e imagino que esto les pasará a todos los que están fuera de sus países de origen en cualquier lugar del mundo, nos preguntemos unos a otros si pensamos instalarnos o si hay fecha para la vuelta. No creo que haga falta que les comente que hay tantos casos como inmigrantes, ya que cada historia es diferente de todas las demás.
Alejandro trabaja los fines de semana en El Rincón. Es colombiano, de Medellín. Tiene veinte años y sueña con ser piloto aerocomercial. Vino a Alemania a estudiar. No fue él quien me lo contó, pero supe que su familia tiene un muy buen pasar, a pesar de lo cual no para nunca de trabajar. Hace dos noches estábamos sentados comiendo una pizzas y otra vez salió el tema que mencioné en el primer párrafo. Ale, que se ha convertido en un querido amigo, habla alemán muy fluidamente, siempre está de excelente humor y parece tener muy claros sus próximos pasos. Su boleto de vuelta tiene todavía en blanco el casillero de la fecha, pero afirma sin dudar que cuando termine con sus estudios regresará a su patria. Le pregunté por qué está tan seguro de volver y respondió que no quiere quedarse en Alemania porque, desde su punto de vista, acá la gente “no es feliz” y que en América en general y Colombia en particular sí lo es, a pesar de todo. Le pedí precisiones sobre el concepto de felicidad y no supo dármelas; o, mejor dicho, las que dio me llevaron a preguntarle si lo que él entiende por felicidad no es, en realidad, resignación.
Ayer, domingo, mientras esperaba el ómnibus en Ossendorf para ir a relatar Bayern Múnich – Hamburgo, vi a tres chicos de no más de diez años caminando solos por un lugar semidescampado. Se subían y bajaban del tranvía que estaba esperando la hora de volver a salir y caminaban tranquilamente. Por su aspecto era muy obvio que no se trataba de chicos “de la calle”, sino que vivían en algún lugar cercano y estaban disfrutando de una tarde agradable. Dos nenas de una edad similar paseaban con sus bicicletas. Inmediatamente se me cruzó por la cabeza la idea de ver a mis amados sobrinos, Camila e Ian, en una situación parecida. Pero sólo se me cruzó, porque enseguida volví a la Tierra y asumí que es perfectamente inviable. ¿Es justo? ¿No atenta eso, aunque sea mínimamente, contra nuestra felicidad?
¿Pueden ser felices los pueblos de países devastados por los corruptos traidores, la pobreza, la marginalidad, el hambre, la inseguridad, la impunidad y otros tantos dramas propios del subdesarrollo en el que se encuentra casi todo nuestro continente? Repito que tengo claro que Europa no es el paraíso; hay problemas de otra índole. Aunque el gobierno alemán lo combate sin cuartel a todo nivel, todavía no puede erradicar el racismo. Pocos días atrás, se incendió en las cercanías de Bremen (en el noroeste del país) un edificio habitado en su mayoría por turcos, varios de los cuales murieron. La Policía trabaja sobre la pista firme de un atentado y se está muy cerca de los asesinos. Pero aun teniendo presentes estas muy desagradables manchas, no hace falta ser muy sagaz para darse cuenta de que en esta parte del mundo existe la cultura del trabajo y de la justicia, conceptos fundamentales para cualquier sociedad, que en la Argentina, por citar el caso del que mejor puedo hablar, están en franco, sostenido e irrefrenable retroceso. Por ejemplo, nadie en Alemania me ha dicho, ni siquiera insinuado, que mis compañeros y yo no trabajamos y somos unos “vivos bárbaros” porque nos pagan por disfrutar mirando partidos de fútbol y comentarlos por televisión. Saben que detrás de algunas horas de transmisión hay muchas más de preparación. La valoración de su trabajo les da a las personas un alto grado de dignidad y eso, a su vez, constituye una de las bases más firmes sobre las que se apoya su felicidad, esa que mi amigo Alejandro dice que los germanos no tienen.
Para la abrumadora mayoría de la sociedad alemana, un policía inspira un profundo respeto (escribí respeto, no miedo) con su sola presencia. Nadie duda en recurrir a ellos ante el menor inconveniente, ya que se sabe claramente de qué lado están los uniformados; y puedo contar lo que nos pasó durante la cobertura del Mundial, para lo cual tengo a varios compañeros de la radio como testigos. Cuando volvíamos al auto después de una conferencia de prensa de la Selección en Herzogenaurach, me subí y me senté en el volante a esperar a los demás. A los pocos segundos, una mujer policía se me acercó y en perfecto inglés me preguntó si había notado que el auto estaba chocado en la parte trasera izquierda. Le respondí que no. Me dijo que no me hiciera problemas, que ellos vieron a quien había abollado nuestro guardabarros; que lo detuvieron, le hicieron la prueba de alcoholemia y que ésta había dado positivo. Hasta sacó una foto del bollo. Antes de irse nos recomendó pasar por la comisaría para que pudieran darnos toda la documentación necesaria para evitar problemas con la empresa que nos había alquilado el vehículo. Fuimos, nos atendieron impecablemente, no tuvimos que pagar ni un centavo y en menos de quince minutos teníamos todo. Estábamos saliendo y tuvimos curiosidad por la suerte de quien había dañado nuestro auto. Nos respondieron que esa noche la pasaría detenido porque, aunque no hubo lesiones a personas, manejar alcoholizado es una falta muy grave.
Alejandro trabaja los fines de semana en El Rincón. Es colombiano, de Medellín. Tiene veinte años y sueña con ser piloto aerocomercial. Vino a Alemania a estudiar. No fue él quien me lo contó, pero supe que su familia tiene un muy buen pasar, a pesar de lo cual no para nunca de trabajar. Hace dos noches estábamos sentados comiendo una pizzas y otra vez salió el tema que mencioné en el primer párrafo. Ale, que se ha convertido en un querido amigo, habla alemán muy fluidamente, siempre está de excelente humor y parece tener muy claros sus próximos pasos. Su boleto de vuelta tiene todavía en blanco el casillero de la fecha, pero afirma sin dudar que cuando termine con sus estudios regresará a su patria. Le pregunté por qué está tan seguro de volver y respondió que no quiere quedarse en Alemania porque, desde su punto de vista, acá la gente “no es feliz” y que en América en general y Colombia en particular sí lo es, a pesar de todo. Le pedí precisiones sobre el concepto de felicidad y no supo dármelas; o, mejor dicho, las que dio me llevaron a preguntarle si lo que él entiende por felicidad no es, en realidad, resignación.
Ayer, domingo, mientras esperaba el ómnibus en Ossendorf para ir a relatar Bayern Múnich – Hamburgo, vi a tres chicos de no más de diez años caminando solos por un lugar semidescampado. Se subían y bajaban del tranvía que estaba esperando la hora de volver a salir y caminaban tranquilamente. Por su aspecto era muy obvio que no se trataba de chicos “de la calle”, sino que vivían en algún lugar cercano y estaban disfrutando de una tarde agradable. Dos nenas de una edad similar paseaban con sus bicicletas. Inmediatamente se me cruzó por la cabeza la idea de ver a mis amados sobrinos, Camila e Ian, en una situación parecida. Pero sólo se me cruzó, porque enseguida volví a la Tierra y asumí que es perfectamente inviable. ¿Es justo? ¿No atenta eso, aunque sea mínimamente, contra nuestra felicidad?
¿Pueden ser felices los pueblos de países devastados por los corruptos traidores, la pobreza, la marginalidad, el hambre, la inseguridad, la impunidad y otros tantos dramas propios del subdesarrollo en el que se encuentra casi todo nuestro continente? Repito que tengo claro que Europa no es el paraíso; hay problemas de otra índole. Aunque el gobierno alemán lo combate sin cuartel a todo nivel, todavía no puede erradicar el racismo. Pocos días atrás, se incendió en las cercanías de Bremen (en el noroeste del país) un edificio habitado en su mayoría por turcos, varios de los cuales murieron. La Policía trabaja sobre la pista firme de un atentado y se está muy cerca de los asesinos. Pero aun teniendo presentes estas muy desagradables manchas, no hace falta ser muy sagaz para darse cuenta de que en esta parte del mundo existe la cultura del trabajo y de la justicia, conceptos fundamentales para cualquier sociedad, que en la Argentina, por citar el caso del que mejor puedo hablar, están en franco, sostenido e irrefrenable retroceso. Por ejemplo, nadie en Alemania me ha dicho, ni siquiera insinuado, que mis compañeros y yo no trabajamos y somos unos “vivos bárbaros” porque nos pagan por disfrutar mirando partidos de fútbol y comentarlos por televisión. Saben que detrás de algunas horas de transmisión hay muchas más de preparación. La valoración de su trabajo les da a las personas un alto grado de dignidad y eso, a su vez, constituye una de las bases más firmes sobre las que se apoya su felicidad, esa que mi amigo Alejandro dice que los germanos no tienen.
Para la abrumadora mayoría de la sociedad alemana, un policía inspira un profundo respeto (escribí respeto, no miedo) con su sola presencia. Nadie duda en recurrir a ellos ante el menor inconveniente, ya que se sabe claramente de qué lado están los uniformados; y puedo contar lo que nos pasó durante la cobertura del Mundial, para lo cual tengo a varios compañeros de la radio como testigos. Cuando volvíamos al auto después de una conferencia de prensa de la Selección en Herzogenaurach, me subí y me senté en el volante a esperar a los demás. A los pocos segundos, una mujer policía se me acercó y en perfecto inglés me preguntó si había notado que el auto estaba chocado en la parte trasera izquierda. Le respondí que no. Me dijo que no me hiciera problemas, que ellos vieron a quien había abollado nuestro guardabarros; que lo detuvieron, le hicieron la prueba de alcoholemia y que ésta había dado positivo. Hasta sacó una foto del bollo. Antes de irse nos recomendó pasar por la comisaría para que pudieran darnos toda la documentación necesaria para evitar problemas con la empresa que nos había alquilado el vehículo. Fuimos, nos atendieron impecablemente, no tuvimos que pagar ni un centavo y en menos de quince minutos teníamos todo. Estábamos saliendo y tuvimos curiosidad por la suerte de quien había dañado nuestro auto. Nos respondieron que esa noche la pasaría detenido porque, aunque no hubo lesiones a personas, manejar alcoholizado es una falta muy grave.
Con las cajas de la pizza ya vacías, al paisa Alejandro y a mí no nos quedó claro si es preferible la felicidad a la latinoamericana o la infelicidad a la alemana.
¿Ustedes qué opinan?