Quedaron unas cuantas cosas sin contar de la excursión a Glasgow.
Una de ellas es que no es tan grande como uno la imaginaba al considerarla una capital, aunque no por eso es menos linda. Como muchas ciudades europeas antiguas, está hecha a escala humana. Uno no se siente abrumado por la inmensidad de casi ningún edificio, aunque muchos de ellos, como la estación central, son para pararse a mirarlos.
Por cuestiones de trabajo no pude pararme a mirar la estación, la que sólo conocí por dentro cuando llegué y cuando tomé el tren para ir al aeropuerto. La zona de circulación es muy amplia, con un estilo muy británico y toques de modernidad, como son las boleterías y los enormes carteles electrónicos con la información del movimiento de trenes.
Hizo bastante frío toda la semana que estuvimos acompañando a la Selección de Diego en Glasgow. Obviamente, andábamos muy abrigados por la calle; el problema se presentaba al entrar a cualquier lugar cerrado, ya que en todos ellos la calefacción era potente. Con sólo pasar la puerta, uno sentía que el abrigo empezaba a molestarle mucho. En casi todos esos lugares, uno podría andar con mangas cortas y venía de la calle abrigado para temperaturas de no más de cinco grados.
Los escoceses, al menos aquellos con los que tuve posibilidad de tratar, son gente muy cordial. Mucho de eso se debe a nuestra condición de argentinos ligados al fútbol, lo que los mueve a simpatizar con nosotros. La historia se remonta al Mundial de 1986, más precisamente al 22 de junio, el día de los goles de Diego contra Inglaterra. Escoceses e ingleses mantienen una fuerte rivalidad y aquellos fue una dura derrota inglesa que los vecinos del norte de la isla festejan aun hoy, que ya han pasado más de veintidós años. En la puerta del hotel Radisson, donde se hospedaban los nuestros, hubo muchas muestras de simpatía, además de las dos que detallamos en el texto anterior.
Hay un hecho cotidiano que requiere de nuestra máxima concentración: cruzar la calle. En Escocia, como en muchos de los países de influencia británica, se conduce por la izquierda. Siguiendo nuestra costumbre de mirar primero hacia la izquierda al cruzar, la sensación era que nunca venía nadie. Hasta que de a poco, y gracias a un par de oportunos y breves bocinazos, nos fuimos habituando.
El viernes 21 fue un día totalmente libre y con un colega de La Nación hicimos una pequeña gira turística en uno de esos ómnibus de techo descubierto, que por nueve libras llevan a los visitantes a ver los puntos atractivos de la ciudad. Lo tomamos en la puerta del Radisson y en ese mismo lugar nos dejó algo más de una hora después, con la memoria de la cámara de fotos bastante cargada de imágenes.
Esa noche, la de la vuelta a Köln, pasaron dos cosas de esas que llaman la atención. La primera fue cuando llegaba tomar el tren hacia el aeropuerto. En el acceso a la estación había dos policías. Uno de ellos le dice a un señor que venía fumando que no puede hacerlo a partir de ese punto. El señor tira su cigarrillo al piso y el policía saca la libreta y le aplica una multa. Por lo mismo, el segundo policía multa a una chica a un metro de ahí.
A diferencia del viaje de llegada, no es posible sacar el boleto en el tren. Tengo que bajar a un subsuelo donde están las boleterías y también hay algunos guardas con tickeadoras portátiles. A los andenes sólo pueden acceder los que van a viajar, por lo que para entrar a la plataforma hay que mostrar el boleto a un par de guardas que lo piden a cada uno de los pasajeros. Mi tren, el que va a Ayr, está bien al fondo del andén, ya donde no hay techo. Mi estación de destino, Prestwick International Airport, es la sexta. El recorrido se hace en aproximadamente media hora.
Todavía me esperaba una sorpresa más. Más allá de la valija que iba a despachar, llevaba la computadora portátil y en otro bolsito algunos efectos personales. El equipaje se completaba con una bolsa con algunas pequeñeces y un buzo que no había cabido en la valija. Después de registrarme en el vuelo y de tomar un café con leche, me dirigí a la zona de partidas. El encargado de seguridad me dice que no puedo pasar con dos bultos. Le explico que no puedo despachar nada de eso porque llevo elementos costosos. Él responde que no es nada personal, que le caigo bien, pero que es una política de la aerolínea. Cuando vuelvo al mostrador, el empleado de Ryanair me dice que es una medida de seguridad, que ellos no tienen nada que ver. Le explico lo de mis elementos y después de hablar con un supervisor me ofrece una solución: que compre un bolso en el que quepan los dos en cuestión. Mi pregunta fue cuál era la diferencia entre llevarlos separados y juntarlos dentro de otro, cuando en el fondo estaba cargando exactamente lo mismo. El señor de seguridad, un escocés muy amable y correcto, encogió los hombros cómo dándome la razón e invitándome a resignarme. Fui, compré el bendito bolso y, al verme llegar desde varios metros, el tipo asentía con la cabeza como diciendo “ahora sí”.
Efectivamente. Ahora sí. Pasé y tomé al avión que me llevó al aeropuerto de Weeze. De ahí dos horas más de ómnibus hasta Köln debajo de la lluvia y la vuelta a la cotidianeidad que le da vida a este espacio.
Una de ellas es que no es tan grande como uno la imaginaba al considerarla una capital, aunque no por eso es menos linda. Como muchas ciudades europeas antiguas, está hecha a escala humana. Uno no se siente abrumado por la inmensidad de casi ningún edificio, aunque muchos de ellos, como la estación central, son para pararse a mirarlos.
Por cuestiones de trabajo no pude pararme a mirar la estación, la que sólo conocí por dentro cuando llegué y cuando tomé el tren para ir al aeropuerto. La zona de circulación es muy amplia, con un estilo muy británico y toques de modernidad, como son las boleterías y los enormes carteles electrónicos con la información del movimiento de trenes.
Hizo bastante frío toda la semana que estuvimos acompañando a la Selección de Diego en Glasgow. Obviamente, andábamos muy abrigados por la calle; el problema se presentaba al entrar a cualquier lugar cerrado, ya que en todos ellos la calefacción era potente. Con sólo pasar la puerta, uno sentía que el abrigo empezaba a molestarle mucho. En casi todos esos lugares, uno podría andar con mangas cortas y venía de la calle abrigado para temperaturas de no más de cinco grados.
Los escoceses, al menos aquellos con los que tuve posibilidad de tratar, son gente muy cordial. Mucho de eso se debe a nuestra condición de argentinos ligados al fútbol, lo que los mueve a simpatizar con nosotros. La historia se remonta al Mundial de 1986, más precisamente al 22 de junio, el día de los goles de Diego contra Inglaterra. Escoceses e ingleses mantienen una fuerte rivalidad y aquellos fue una dura derrota inglesa que los vecinos del norte de la isla festejan aun hoy, que ya han pasado más de veintidós años. En la puerta del hotel Radisson, donde se hospedaban los nuestros, hubo muchas muestras de simpatía, además de las dos que detallamos en el texto anterior.
Hay un hecho cotidiano que requiere de nuestra máxima concentración: cruzar la calle. En Escocia, como en muchos de los países de influencia británica, se conduce por la izquierda. Siguiendo nuestra costumbre de mirar primero hacia la izquierda al cruzar, la sensación era que nunca venía nadie. Hasta que de a poco, y gracias a un par de oportunos y breves bocinazos, nos fuimos habituando.
El viernes 21 fue un día totalmente libre y con un colega de La Nación hicimos una pequeña gira turística en uno de esos ómnibus de techo descubierto, que por nueve libras llevan a los visitantes a ver los puntos atractivos de la ciudad. Lo tomamos en la puerta del Radisson y en ese mismo lugar nos dejó algo más de una hora después, con la memoria de la cámara de fotos bastante cargada de imágenes.
Esa noche, la de la vuelta a Köln, pasaron dos cosas de esas que llaman la atención. La primera fue cuando llegaba tomar el tren hacia el aeropuerto. En el acceso a la estación había dos policías. Uno de ellos le dice a un señor que venía fumando que no puede hacerlo a partir de ese punto. El señor tira su cigarrillo al piso y el policía saca la libreta y le aplica una multa. Por lo mismo, el segundo policía multa a una chica a un metro de ahí.
A diferencia del viaje de llegada, no es posible sacar el boleto en el tren. Tengo que bajar a un subsuelo donde están las boleterías y también hay algunos guardas con tickeadoras portátiles. A los andenes sólo pueden acceder los que van a viajar, por lo que para entrar a la plataforma hay que mostrar el boleto a un par de guardas que lo piden a cada uno de los pasajeros. Mi tren, el que va a Ayr, está bien al fondo del andén, ya donde no hay techo. Mi estación de destino, Prestwick International Airport, es la sexta. El recorrido se hace en aproximadamente media hora.
Todavía me esperaba una sorpresa más. Más allá de la valija que iba a despachar, llevaba la computadora portátil y en otro bolsito algunos efectos personales. El equipaje se completaba con una bolsa con algunas pequeñeces y un buzo que no había cabido en la valija. Después de registrarme en el vuelo y de tomar un café con leche, me dirigí a la zona de partidas. El encargado de seguridad me dice que no puedo pasar con dos bultos. Le explico que no puedo despachar nada de eso porque llevo elementos costosos. Él responde que no es nada personal, que le caigo bien, pero que es una política de la aerolínea. Cuando vuelvo al mostrador, el empleado de Ryanair me dice que es una medida de seguridad, que ellos no tienen nada que ver. Le explico lo de mis elementos y después de hablar con un supervisor me ofrece una solución: que compre un bolso en el que quepan los dos en cuestión. Mi pregunta fue cuál era la diferencia entre llevarlos separados y juntarlos dentro de otro, cuando en el fondo estaba cargando exactamente lo mismo. El señor de seguridad, un escocés muy amable y correcto, encogió los hombros cómo dándome la razón e invitándome a resignarme. Fui, compré el bendito bolso y, al verme llegar desde varios metros, el tipo asentía con la cabeza como diciendo “ahora sí”.
Efectivamente. Ahora sí. Pasé y tomé al avión que me llevó al aeropuerto de Weeze. De ahí dos horas más de ómnibus hasta Köln debajo de la lluvia y la vuelta a la cotidianeidad que le da vida a este espacio.