Hasta ahora no me había referido al fútbol en este espacio. No lo hice porque hay cosas que me parecían más interesantes de la vida en Alemania para compartir en los primeros contactos. Pero no olvido que fue gracias a este incomparable deporte que llegué a este gran país y algunos futboleros seguidores de estas crónicas me sugirieron hacer un relato relacionado con nuestro deporte favorito. Espero no defraudarlos.
Partiendo de la advertencia de que se trata de un parecer personal, debo decir que en Alemania son muy pocos los jugadores por los que pagaría una entrada. El francés Franck Ribéry, de Bayern Múnich, el brasileño Diego, de Werder Bremen, y mi preferido, el holandés Rafael van der Vaart, que juega en Hamburgo. Hay algunos otros interesantes. Pero acá también el fútbol es, como en la Argentina, un fiel reflejo de la sociedad; por eso, todos los equipos prefieren basar sus planteos en lo colectivo. Ningún entrenador de este medio explicaría que perdieron “porque un día te levantás mal y no te sale una”, como no hace mucho lo intentó un célebre pensador bahiense, porteño naturalizado, ante una derrota inapelable y dolorosa de nuestra camiseta más querida.
También hay cosas para contarles a los hinchas de las hinchadas. Borussia Dortmund tiene el estadio más grande de la Bundesliga. En el Signal Iduna Park caben nada menos que ochenta mil espectadores y el equipo, que está apenas por encima de los que hoy descenderían, juega siempre a estadio lleno. Es casi imposible conseguir una entrada si no se está abonado. El panorama es impresionante a la distancia, así que imagino lo que debe ser presenciarlo. Pero más allá de este caso particular, a los alemanes les gusta ir a los estadios. El promedio de ocupación de las localidades disponibles para los nueve encuentros que se juegan cada fin de semana nunca baja del 80% y en los tramos decisivos se acerca mucho al "ausverkauft" (agotado).
Los hinchas toman parte del espectáculo, pero no son los protagonistas. Antes de los partidos, un animador conduce una serie de actividades que van amenizando la espera. A pocos minutos de la aparición de los equipos se anuncian las formaciones; primero y rápidamente, los visitantes. Después los dueños de casa, empezando, obviamente, por el arquero y continuando con los demás según el número de camiseta en orden ascendente, con suplentes incluidos. El locutor dice casi a los gritos, por ejemplo, “nummer sechs (6), Martiiiiiiiiiiiiiiinnnnnn... ” y todos los hinchas de Bayern gritan “¡De-mi-che-lis!”.
El fútbol no es más que un entretenimiento para los espectadores; con lo que voy a contar, seguramente, muchos de mis amigos futboleros asiduos visitantes de estadios argentinos se van a reír o, algunos, a enojar. Todos los hinchas llegan y se van por las mismas calles o tomando los mismos ómnibus, trenes o tranvías. Cuando termina el partido cada uno dispone de la libertad de irse cuando le parezca y no tiene que esperar que le abran la jaula. Acá no hay cantos en los que las hinchadas aludan a sí mismas, al “aguante”, no amenazan con quemar nada ni matar a nadie y ni hablar de esperarse en una estación para ver quién es el “capo” o quién “manda”. Tampoco se ven esas banderas con las que alguien quiere demostrarle a alguien, no se sabe a quién, qué está ahí, aun a costa de que otros no puedan ver el partido gracias a esa bendita bandera. Los hinchas se mezclan en las tribunas, cada uno alentando a los suyos y gritando sus goles sin que nadie lo crea algo peor que una violación o un asesinato.
No hay histeria por los resultados y les cito algunas muestras de esto: de los tres equipos que descendieron, sólo uno cambió de técnico. Los grandes que hicieron malas campañas también mantuvieron a los entrenadores en sus puestos. En la temporada anterior me tocó estar acá para las últimas cinco fechas, las de la definición. Me llenó de envidia ver que los hinchas de un club grande como Borussia Mönchengladbach, que descendió dos fechas antes del final y como local, despidieron con aplausos a los jugadores y prometiéndoles acompañarlos en Segunda División, algunos lagrimeando. O lo que pasó con los de Schalke 04, que esperan ser campeones desde 1958 y estuvieron a un paso de serlo en mayo último. Fueron punteros hasta la penúltima fecha y resignaron esa posición tras una derrota en el clásico de toda la vida contra Dortmund. En la última jornada no fue suficiente la victoria como local ante Bielefeld y el trofeo se lo llevó Stuttgart. Tras el partido, jugadores e hinchas de Schalke se acompañaban en su pena aplaudiéndose mutuamente. Imaginemos por un minuto qué pasaría en nuestro querido fútbol si un equipo atravesara el trance que les tocó vivir a los de Gelsenkirchen, de perder las mayores chances de ser campeón ante el clásico rival. Si tenemos en cuenta que hace poco, por ejemplo, a los muchachos de Gimnasia los amenazaron con armas para que le allanaran oprobiosamente el camino a quien peleaba el campeonato con Estudiantes, lo mejor será no hacer el ejercicio que les proponía líneas más arriba.
Hemos escuchado millones de veces la frase “en ningún lugar del mundo se vive el fútbol como en la Argentina”; y, después de mucho tiempo, estoy llegando a la conclusión de que los que la sostienen tienen razón. Solamente nosotros, y muy pocos más, podemos lograr que una cosa tan maravillosa y disfrutable como el fútbol se convierta en un padecimiento por el que algunos imbéciles o delincuentes, o ambas cosas, lleguen a matar o a morir.
Partiendo de la advertencia de que se trata de un parecer personal, debo decir que en Alemania son muy pocos los jugadores por los que pagaría una entrada. El francés Franck Ribéry, de Bayern Múnich, el brasileño Diego, de Werder Bremen, y mi preferido, el holandés Rafael van der Vaart, que juega en Hamburgo. Hay algunos otros interesantes. Pero acá también el fútbol es, como en la Argentina, un fiel reflejo de la sociedad; por eso, todos los equipos prefieren basar sus planteos en lo colectivo. Ningún entrenador de este medio explicaría que perdieron “porque un día te levantás mal y no te sale una”, como no hace mucho lo intentó un célebre pensador bahiense, porteño naturalizado, ante una derrota inapelable y dolorosa de nuestra camiseta más querida.
También hay cosas para contarles a los hinchas de las hinchadas. Borussia Dortmund tiene el estadio más grande de la Bundesliga. En el Signal Iduna Park caben nada menos que ochenta mil espectadores y el equipo, que está apenas por encima de los que hoy descenderían, juega siempre a estadio lleno. Es casi imposible conseguir una entrada si no se está abonado. El panorama es impresionante a la distancia, así que imagino lo que debe ser presenciarlo. Pero más allá de este caso particular, a los alemanes les gusta ir a los estadios. El promedio de ocupación de las localidades disponibles para los nueve encuentros que se juegan cada fin de semana nunca baja del 80% y en los tramos decisivos se acerca mucho al "ausverkauft" (agotado).
Los hinchas toman parte del espectáculo, pero no son los protagonistas. Antes de los partidos, un animador conduce una serie de actividades que van amenizando la espera. A pocos minutos de la aparición de los equipos se anuncian las formaciones; primero y rápidamente, los visitantes. Después los dueños de casa, empezando, obviamente, por el arquero y continuando con los demás según el número de camiseta en orden ascendente, con suplentes incluidos. El locutor dice casi a los gritos, por ejemplo, “nummer sechs (6), Martiiiiiiiiiiiiiiinnnnnn... ” y todos los hinchas de Bayern gritan “¡De-mi-che-lis!”.
El fútbol no es más que un entretenimiento para los espectadores; con lo que voy a contar, seguramente, muchos de mis amigos futboleros asiduos visitantes de estadios argentinos se van a reír o, algunos, a enojar. Todos los hinchas llegan y se van por las mismas calles o tomando los mismos ómnibus, trenes o tranvías. Cuando termina el partido cada uno dispone de la libertad de irse cuando le parezca y no tiene que esperar que le abran la jaula. Acá no hay cantos en los que las hinchadas aludan a sí mismas, al “aguante”, no amenazan con quemar nada ni matar a nadie y ni hablar de esperarse en una estación para ver quién es el “capo” o quién “manda”. Tampoco se ven esas banderas con las que alguien quiere demostrarle a alguien, no se sabe a quién, qué está ahí, aun a costa de que otros no puedan ver el partido gracias a esa bendita bandera. Los hinchas se mezclan en las tribunas, cada uno alentando a los suyos y gritando sus goles sin que nadie lo crea algo peor que una violación o un asesinato.
No hay histeria por los resultados y les cito algunas muestras de esto: de los tres equipos que descendieron, sólo uno cambió de técnico. Los grandes que hicieron malas campañas también mantuvieron a los entrenadores en sus puestos. En la temporada anterior me tocó estar acá para las últimas cinco fechas, las de la definición. Me llenó de envidia ver que los hinchas de un club grande como Borussia Mönchengladbach, que descendió dos fechas antes del final y como local, despidieron con aplausos a los jugadores y prometiéndoles acompañarlos en Segunda División, algunos lagrimeando. O lo que pasó con los de Schalke 04, que esperan ser campeones desde 1958 y estuvieron a un paso de serlo en mayo último. Fueron punteros hasta la penúltima fecha y resignaron esa posición tras una derrota en el clásico de toda la vida contra Dortmund. En la última jornada no fue suficiente la victoria como local ante Bielefeld y el trofeo se lo llevó Stuttgart. Tras el partido, jugadores e hinchas de Schalke se acompañaban en su pena aplaudiéndose mutuamente. Imaginemos por un minuto qué pasaría en nuestro querido fútbol si un equipo atravesara el trance que les tocó vivir a los de Gelsenkirchen, de perder las mayores chances de ser campeón ante el clásico rival. Si tenemos en cuenta que hace poco, por ejemplo, a los muchachos de Gimnasia los amenazaron con armas para que le allanaran oprobiosamente el camino a quien peleaba el campeonato con Estudiantes, lo mejor será no hacer el ejercicio que les proponía líneas más arriba.
Hemos escuchado millones de veces la frase “en ningún lugar del mundo se vive el fútbol como en la Argentina”; y, después de mucho tiempo, estoy llegando a la conclusión de que los que la sostienen tienen razón. Solamente nosotros, y muy pocos más, podemos lograr que una cosa tan maravillosa y disfrutable como el fútbol se convierta en un padecimiento por el que algunos imbéciles o delincuentes, o ambas cosas, lleguen a matar o a morir.
2 comentarios:
Creo que la palabra correcta es "faltitos" , como le escuché decir algunas veces a un gran filósofo en épocas doradas.
Todo lo que decís es cierto, pero en Alemania nunca vas a ver a un plateísta tirando hielo al campo al grito de... "BASILEEEEE!!.. PARA EL WHISKYYY!!!!".
O me vas a decir que no extrañas esas cosas?...
Abrazo
Leo
Algunas cosas debes extrañar, pero cada uno hace su trabajo, no? Tan sencillo como eso.
Saludos!
julio.-
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