Después de casi una semana fue imposible resistir la tentación. El aroma llama y, aunque uno intente ponerse freno, no puede evitar pasar por el carrito que está estacionado justo frente al acceso al supermercado Kaufland, sobre la Venloerstraße.
Este señor vende crépes, que no son otra cosa que nuestros viejos y queridos panqueques. Hay dulces y salados, pero los primeros son los que tienen más salida. Una pizarra muy prolijamente escrita informa sobre la variedad de ingredientes disponibles. Ya elegí: banana y Nutella, una crema que tiene la misma consistencia que nuestro dulce de leche y se elabora a base de avellanas y chocolate.
Con muy buena voluntad y, obviamente, ganas de vender, el dueño del puesto dice que entiende mi pobre alemán. Lo primero que hace es poner a calentar los discos sobre los que va a cocinar la masa e ir a la heladera a buscar el bol donde tiene la mezcla. Después toma una banana impecable, la pela y la corta en rodajas finitas. Las deja a un costado y, como las planchas ya están listas, revuelve suavemente la preparación que tiene en el cuenco y deja caer el contenido de un cucharón. Inmediatamente lo esparce con una especie de espátula larga sobre la superficie caliente, lo que debe terminar de hacer antes de que la masa, de unos treinta centímetros de diámetro, se cocine; la da vuelta y la posa sobre el otro disco para dorar la otra cara del panqueque.
Ahora, la mejor parte: este buen señor, que creo que tampoco es alemán, cubre medio círculo con las rodajas de banana y sobre ellas unta la Nutella. Dobla la otra mitad de la masa sobre la primera y después le hace otro doblez. Lo pone sobre una base de cartón y, previo pago de tres euros con veinte, me encuentro con mi glorioso crépe caliente, que da mucho más placer todavía comiéndolo mientras camino por la vereda con tres grados de temperatura. Inolvidable. Como diría mi amigo Alejandro Apo, es tan rico que tengo ganas de comprar otro nada más que para refregármelo por el pecho.
Cuando ustedes estén leyendo esto ya estaré en viaje de regreso a la Argentina. Se fueron cuatro meses de experiencia alemana y creo que no exagero si digo que no pudo ser mejor, en todos los aspectos. Primero en lo profesional, motivo por el cual se produjo este traslado. La gente que me contrató cumplió en todos sus términos el acuerdo que tenemos, pero además estuvieron atentos a resolver cualquier situación que me excediese. Ernesto Aramayo y sus hijos Cristian y Roberto demostraron ser gente con la que da gusto trabajar. Encontré, como ya conté en textos anteriores, un excelente ambiente de trabajo con compañeros con un enorme sentido del profesionalismo, al que, con mi presencia, debieron agregarle una buena dosis de paciencia para hablarme muy lentamente en alemán o recurrir al inglés cuando la comunicación se complicaba. Nunca en este tiempo ni uno solo de ellos tuvo una actitud negativa al respecto, sino todo lo contrario; siempre colaboraron conmigo, mucho más de lo necesario en la mayoría de las veces. Otra cosa notoria en lo laboral es que a todo el mundo se le respeta la profesión u oficio. En nuestro caso, me refiero a los que tenemos el privilegio de vivir de lo que nos encanta hacer, no somos culpables de disfrutar nuestra actividad y que nos paguen por ello. Nada es un regalo, todo es fruto de la dedicación y de la pasión que suplen, en mi caso, la carencia de talento. “Du hast einen Traumjob (tenés un trabajo soñado)”, me dice siempre mi amigo francés Nicholas, el del bistrot de todos mis mediodías, cuando me ve metido en la computadora llenando las planillas de estadística o tomando notas de la información que uso en las transmisiones; pero eso no lleva el tono de ironía que en realidad esconde la idea de “¡qué fácil te ganás la vida!”, como tantas veces y no tan elípticamente escuchamos entre los nuestros.
En lo personal también esta etapa fue altamente fructífera. Los alemanes han derribado, al menos en mi convicción, el mito de que son fríos y distantes, como nos gusta decir apresuradamente en la Argentina. Son extremadamente educados y cordiales y da gusto, no exento de una buena dosis de envidia, ver de qué manera hacen mejor su vida de todos los días con pequeñas actitudes como las que detallé en varios de estos relatos. Tienen la convicción de que las leyes están hechas para el beneficio de todos y también tienen claro que transgredirlas no es gratis; y no por eso les faltan libertades. No existe la impunidad; es un concepto que han desterrado con el mismo empeño con el que muchos lo alimentan en nuestro país. No por nada los alemanes tienen el país que tienen habiéndolo levantado desde la destrucción total. Esa reconstrucción no fue solo material, sino que también debieron recrearse como sociedad; para eso ejercieron una feroz autocrítica y aprendieron de sus errores y pecados, que, a diferencia de nosotros, no repiten. Tienen una de las economías más fuertes del mundo y en exportaciones recién este año fueron superados por China; pero el gigante asiático equivale en superficie a veintiséis veces el territorio alemán y tiene dieciséis chinos por cada habitante del país europeo, que ha sabido subirse al tren a tiempo.
¿Tren dije? Los dejo, porque si no me apuro se me va el mío a Frankfurt y no quiero perder el vuelo a Buenos Aires.
Nos vemos pronto.
Este señor vende crépes, que no son otra cosa que nuestros viejos y queridos panqueques. Hay dulces y salados, pero los primeros son los que tienen más salida. Una pizarra muy prolijamente escrita informa sobre la variedad de ingredientes disponibles. Ya elegí: banana y Nutella, una crema que tiene la misma consistencia que nuestro dulce de leche y se elabora a base de avellanas y chocolate.
Con muy buena voluntad y, obviamente, ganas de vender, el dueño del puesto dice que entiende mi pobre alemán. Lo primero que hace es poner a calentar los discos sobre los que va a cocinar la masa e ir a la heladera a buscar el bol donde tiene la mezcla. Después toma una banana impecable, la pela y la corta en rodajas finitas. Las deja a un costado y, como las planchas ya están listas, revuelve suavemente la preparación que tiene en el cuenco y deja caer el contenido de un cucharón. Inmediatamente lo esparce con una especie de espátula larga sobre la superficie caliente, lo que debe terminar de hacer antes de que la masa, de unos treinta centímetros de diámetro, se cocine; la da vuelta y la posa sobre el otro disco para dorar la otra cara del panqueque.
Ahora, la mejor parte: este buen señor, que creo que tampoco es alemán, cubre medio círculo con las rodajas de banana y sobre ellas unta la Nutella. Dobla la otra mitad de la masa sobre la primera y después le hace otro doblez. Lo pone sobre una base de cartón y, previo pago de tres euros con veinte, me encuentro con mi glorioso crépe caliente, que da mucho más placer todavía comiéndolo mientras camino por la vereda con tres grados de temperatura. Inolvidable. Como diría mi amigo Alejandro Apo, es tan rico que tengo ganas de comprar otro nada más que para refregármelo por el pecho.
Cuando ustedes estén leyendo esto ya estaré en viaje de regreso a la Argentina. Se fueron cuatro meses de experiencia alemana y creo que no exagero si digo que no pudo ser mejor, en todos los aspectos. Primero en lo profesional, motivo por el cual se produjo este traslado. La gente que me contrató cumplió en todos sus términos el acuerdo que tenemos, pero además estuvieron atentos a resolver cualquier situación que me excediese. Ernesto Aramayo y sus hijos Cristian y Roberto demostraron ser gente con la que da gusto trabajar. Encontré, como ya conté en textos anteriores, un excelente ambiente de trabajo con compañeros con un enorme sentido del profesionalismo, al que, con mi presencia, debieron agregarle una buena dosis de paciencia para hablarme muy lentamente en alemán o recurrir al inglés cuando la comunicación se complicaba. Nunca en este tiempo ni uno solo de ellos tuvo una actitud negativa al respecto, sino todo lo contrario; siempre colaboraron conmigo, mucho más de lo necesario en la mayoría de las veces. Otra cosa notoria en lo laboral es que a todo el mundo se le respeta la profesión u oficio. En nuestro caso, me refiero a los que tenemos el privilegio de vivir de lo que nos encanta hacer, no somos culpables de disfrutar nuestra actividad y que nos paguen por ello. Nada es un regalo, todo es fruto de la dedicación y de la pasión que suplen, en mi caso, la carencia de talento. “Du hast einen Traumjob (tenés un trabajo soñado)”, me dice siempre mi amigo francés Nicholas, el del bistrot de todos mis mediodías, cuando me ve metido en la computadora llenando las planillas de estadística o tomando notas de la información que uso en las transmisiones; pero eso no lleva el tono de ironía que en realidad esconde la idea de “¡qué fácil te ganás la vida!”, como tantas veces y no tan elípticamente escuchamos entre los nuestros.
En lo personal también esta etapa fue altamente fructífera. Los alemanes han derribado, al menos en mi convicción, el mito de que son fríos y distantes, como nos gusta decir apresuradamente en la Argentina. Son extremadamente educados y cordiales y da gusto, no exento de una buena dosis de envidia, ver de qué manera hacen mejor su vida de todos los días con pequeñas actitudes como las que detallé en varios de estos relatos. Tienen la convicción de que las leyes están hechas para el beneficio de todos y también tienen claro que transgredirlas no es gratis; y no por eso les faltan libertades. No existe la impunidad; es un concepto que han desterrado con el mismo empeño con el que muchos lo alimentan en nuestro país. No por nada los alemanes tienen el país que tienen habiéndolo levantado desde la destrucción total. Esa reconstrucción no fue solo material, sino que también debieron recrearse como sociedad; para eso ejercieron una feroz autocrítica y aprendieron de sus errores y pecados, que, a diferencia de nosotros, no repiten. Tienen una de las economías más fuertes del mundo y en exportaciones recién este año fueron superados por China; pero el gigante asiático equivale en superficie a veintiséis veces el territorio alemán y tiene dieciséis chinos por cada habitante del país europeo, que ha sabido subirse al tren a tiempo.
¿Tren dije? Los dejo, porque si no me apuro se me va el mío a Frankfurt y no quiero perder el vuelo a Buenos Aires.
Nos vemos pronto.
3 comentarios:
Me trajo hasta acá, entre otras cosas, el nombre de tu texto “Yo me bajo en Atocha”, eso leí al echar un rápido vistazo, y ahora que lo pienso un poquito, me cae mejor Ezeiza, porque me resulta mas familiar.
Leyendo los primeros párrafos me olvidé por completo de Ezeiza y Atocha!
Cambiaria las bananas por alguna otra cosita, y seguramente, y en esto si seria “tradicionalista”, hubiera elegido muuucho dulce de leche, pero sabes qué? Esa cremita…mmm…Nutella…me provoca curiosidad!!!
Me alejo un poquito del tema (como para tranquilizar mi ansioso estomago), que bueno que hayas podido pasar por semejante experiencia, y que todos sus comentarios, todos tus recuerdos sean fantásticos, se me ocurre que no debe ser nada fácil un cambio así. Ah! y que bueno también que nos puedas contar que solo es un mito mas, lo de la frialdad en los alemanes.
Lo lamentable es que no puedas hablar de tu país, del mismo modo en que lo haces de la “fría colonia”. Esperemos que de una vez por todas, esa feroz autocrítica y el aprender de los errores, se familiarice con “nuestra” Argentina.
Sin nada mas que decir, me retiro con el deseo enorme de que al bajar del 6ºB y doblar en la esquina, pueda abrazarme a un carrito estacionado frente a Coto y endulzarme con un exquisito crépe!!!
Saludos y bienvenido!
Ro.
Muchas gracias por leer y escribir, Ro. También sos bienvenida al blog.
Saludos.
Ser vivo (a nuestra manera) no es un mérito. Cuando dejemos de creer que "cambalache" es un manual de uso y no una descripción del desquicio, cuando repitamos menos el "martín fierro" y más el "facundo" (como resalta en su blog reinaldo martinez), tal vez ahí, la cosa empiece a cambiar. Buenas vacaciones y mejores fiestas.
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