lunes, 3 de marzo de 2008

¿No queremos, no podemos o no sabemos?

No tiene nada que ver con la temática habitual de este espacio, pero pasó anoche. Estaba hablando por teléfono con mi sobrino, el increíble Ian. Había terminado de contarme que hoy empezaba el preescolar y en un momento de la charla, de la nada, con su incomparable dulzura me dice:
-“Tío, estoy con suerte.”
-“¿Por qué estás con suerte?”, le pregunté.
-“Hoy quise abrir la tapa del Play Station y se me rompió. Es suerte porque vos y la abuelita (mi mamá) me decían que no tenía que jugar tanto a la Play.”
Por ahí les parece un espasmo de chochera babosa agudizado por la distancia, en cuyo caso pido perdón; pero me conmueve que con sus cinco años y mis largas ausencias de los últimos tiempos tenga tan presente algo que choca de frente contra sus gustos y que, además, le dije por última vez hace no menos de dos meses.
Ahora, volvamos a lo nuestro. Mi amigo Alejandro, el colombiano que les mencioné en la entrada anterior, no es el único que piensa que la vida en Alemania tiene cierta cosa gris que no resulta atractiva. No quedé conforme con el contrapunto de la semana pasada y consulté a algunos amigos que están viviendo en el exterior en condiciones iguales o similares a las mías. Con matices, las respuestas fueron parecidas. Una amiga odontóloga que vive en España desde hace poco menos de un año dice que se siente cada vez más lejos de la vuelta. Mauricio, el que escribe el blog que les recomiendo en el mío, tiene la misma convicción, aunque él lleva más tiempo radicado en la increíble Roma. Héctor, mi gran amigo de la infancia, dice haber encontrado su lugar en Barcelona, ciudad en la que reside desde hace ya algunos años.
Algunos alemanes con los que hablé del tema me hicieron notar que tanto orden, tanta prolijidad y tanta previsibilidad les quitan un poco de sabor a sus días. No voy a decir que me sorprendió, porque no es difícil entender que nadie esté plenamente conforme con su cotidianeidad; ellos no reniegan de su innegablemente alta calidad de vida, pero sostienen que eso es consecuencia de la obediencia que hay que observar hacia demasiadas cosas, casi al punto –exageran- de la asfixia. El Estado ejerce una fuerte presión impositiva y establece muy estrictas reglas de conducta social a los ciudadanos comunitarios –alemanes o de cualquier país de la Unión-, residentes temporarios -como es mi caso- o visitantes. Hay leyes, muchas, y hay que cumplirlas, guste o no. Violarlas tiene precio; y según la falta, ese costo puede ser muy alto. Para tener el registro hay que dar examen, pero de verdad. Más allá de saber qué indica cada señal, también que hay tener bien claro de quién es la prioridad en un cruce de caminos, sí o sí hay poner la luz de giro ante la menor maniobra y es religión el respeto por los ciclistas y los peatones.
Son detalles, sólo detalles. A nadie lo miran con odio si debe pagar cuatro o cinco euros y entrega un billete de cincuenta o cien; si uno pide cambio con monedas para tomar el tranvía, se las dan y hasta con una sonrisa en la mayoría de los casos. Alguien ligado al fútbol me contó por qué Andrés D’Alessandro, el talentoso ex River que hoy juega en el San Lorenzo de Tinelli, perdió crédito en el fútbol alemán, donde vistió, con cierto suceso en sus primeros tiempos en este país, la camiseta verde y blanca de Wolfsburgo, el club subvencionado por la automotriz Volkswagen. Muchas veces, las cámaras de televisión dejaron en evidencia sus ficciones de falta ante roces y disputas de balón con jugadores rivales. De a poco fue perdiendo su lugar en el equipo hasta que llegó un día en el que se dio cuenta de que se le había acabado el crédito y empezó a hacer fuerza para irse. Poco tiempo después le salió el pase a Inglaterra, donde también duró poco, y el alivio no fue sólo para él.
Existen otras reglas, esas que no están escritas y que la sociedad ha ido adoptando sobre la base del ensayo y el error, quizás por entender que seguirlas redunda en beneficio para todos; y cada uno de ellos es tan implacable con eso como el Estado lo es con los contribuyentes. Por ejemplo: si uno le dice a un alemán que se encontrará con él a una determinada hora, lo mejor será cumplir con el compromiso asumido. Hará falta una muy convincente explicación, en lo posible comprobable, para justificar una llegada tarde a cualquier tipo de encuentro, laboral o personal. El tiempo de cada uno vale mucho y nadie tiene el derecho de hacer que otro lo pierda. El Código Penal alemán, obviamente, no contempla penas para quien haga esperar, pero la condena es social. Eso es lo que a mí me parece altamente valorable de esta gente. El concepto que manejan del respeto por el otro, eso que en la Argentina en general no tenemos en cuenta. Un querido amigo que el jueves cumple años, al que no mencionaré pero algunos saben de quién se trata, cuando me enojo por su impuntualidad crónica, me responde: “bueno, vos ya sabés que yo soy así”, como esperando que, encima, me ría o lo aplauda. Quizás sea difícil ser elocuente y la experiencia sea la única forma de tomar real noción de lo que se trata. Puedo asegurarles que el hecho de vivirlo a uno le deja la sensación de que no costaría tanto. Sería cuestión de tomar conciencia de cuánto mejor podríamos vivir con el sólo hecho de tomar la decisión de respetarnos siempre y no solamente cuando no nos queda incómodo.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Magnifica descripción de la realidad alemana que me permite una utopía, no se podrán trasladar las normas de respeto social a nuestro país, algún dia y tirar al mar las bajezas "nuestras" ejemplificadas en el mal educado de D´Alessandro.Acá aplaudimos la viveza criolla, si van a frenan se cagan en el otro que viene atrás, esperá tranquilo las balizas, eso si abone con cambio que acá no hay monedas sino, no te vendo, increíble, un abrazo, me voy al cumpleaños no sea cosa que llegue...media hora...tarde.

Anónimo dijo...

El avión esta por despegar. Todos los pasajeros se encuentran sentados menos uno, que sigue de pie charlando con otro. La azafata le dice varias veces que se siente, pero él no le presta atención. Después de algunas advertencias la mujer llama al comisario de a bordo para instarlo a ocupar su lugar y abrocharse el cinturón de seguridad. Con gesto de fastidio, el pasajero obedece.
Un turista extranjero, temeroso de la situación, pregunta por el incidente. Quiere saber si no estaría ante un posible terrorista. Con una sonrisa, alguien le responde: “No es un terrorista, es un argentino”.
(Parte del prefacio del libro “Hecha la ley, hecha la trampa”, transgredir las propias reglas: una adicción argentina. –J. Eduardo Abadi, Diego Mileo-).
Me pareció que representa bastante lo mal que estamos. Fallamos hasta en las cosas mas pequeñas; por eso no me llama la atención que quienes después de haber estado en Argentina, se encuentran rodeados de buenas costumbres, piensen una y mil veces si seria una elección acertada regresar, y otros que ni siquiera lo piensen.
No se que haría o en que pensaría si estuviera del otro lado…lo que si se con total seguridad, es que ante el comentario del increíble Ian, me estoy subiendo al primer avión! :)(si si…sufro el mismo espasmo)
Besos!
Ro.