Me cuentan que en Ronda abundan tres cosas: clínicas dentales, en una de las cuales trabaja mi anfitriona de estos días, autos y restaurantes. No tengo la precisión del dato, pero el promedio de vehículos por habitante es muy alto para una localidad de estas dimensiones. La explicación es que, si bien el auto no es indispensable para moverse por acá, se convierte en imprescindible para trasladarse hacia la zona costera u otras ciudades cercanas. La gran cantidad de coches y el hecho de que las calles son muy angostas hacen que resulte muy complicado encontrar un lugar para estacionar. Hay varias playas subterráneas y no son muy caras, pero la gente del lugar, al parecer, no es muy afecta a destinar algunos de sus euros para pagar este servicio.
En una de sus canciones, Joaquín Sabina dice que una de las cosas por las que se nota que los españoles saben vivir es que en Antón Martín –un distrito madrileño- “hay más bares que en toda Noruega”. Si ese fuera un parámetro válido, podríamos decir que la gente de este pequeño lugar de Andalucía no se queda atrás. Además de restaurantes, hay muchos bares de tapas; pero hay uno que parece llevarse las palmas. Se llama “El lechuguita” y está cerca del Tajo de Ronda. Es un local muy chiquito, en una esquina chiquita en la que el conductor de un camión hormigonero tiene que hacer varios intentos para poder entrarlo de culata media cuadra para poder descargar el cemento en una construcción. El bar, calificado con el término de “cutre” (palabra a la que no le encuentro un sinónimo argentino pero que tiene una connotación despectiva) lleva muchos años y generaciones de una misma familia a su cargo. Dicen que hay días en los que es imposible entrar y la gente recibe sus pedidos afuera. No hay mesas, se come en la barra o parado contra la pared, como en los lugares de comida al paso. Para pedir se debe llenar un cuadriculado marcando con una cruz el tipo de tapa que uno quiere. La variedad es amplísima y el costo es muy bajo.
Hay muchísimos turistas, especialmente ingleses, alemanes y -no podían faltar acá tampoco, obvio- orientales que le sacan foto a todo. La imagen que ofrece el Tajo es impactante. La ciudad -o el pueblo, una semana después no hay unanimidad al respecto-, está emplazada sobre una especie de torre natural que se formó como consecuencia de años y años de erosión eólica e hídrica. Ese tajo casi la divide en dos y sobre él se construyó el puente que se ve en la foto, desde el que a varias decenas de metros hacia abajo se ve y se escucha correr agua que baja de alguna vertiente.
Al estar situada sobre esa especie de pedestal natural, la ciudad (para mí, ciudad; definitivamente) ofrece un panorama espectacular, cualquiera sea el punto cardinal hacia el que uno dirija la mirada. Mucha montaña –no muy alta-, mucha calma, mucha paz. Desde el martes, además, mucho sol; ese que casi nunca vemos en Köln.
Aunque soy un detractor incondicional de las corridas de toros no iba a privarme de conocer la plaza de Ronda, que es una de las más antiguas de España. Está en el centro y se la puede visitar diariamente a cambio de seis euros. Sobre la vereda que da a la única avenida que le pasa al lado hay dos estatuas que recuerdan a célebres toreros que se lucieron décadas atrás y, casi diametralmente opuesta a la de estos señores, hay una de un toro al que una placa le hace una mención; como para honrar a ambas partes y no solamente al que tiene todas las de ganar y generalmente gana.
El Sol, finalmente, me acompañó durante casi toda la semana a cada lugar al que fui, al punto de que en cada una de las tardes de recorrida tuve que usar lentes oscuros para poner a salvo mis ojos de tanto brillo. Hay mucho para ver; si hiciésemos una encuesta preguntando qué es lo más lindo habría tantas respuestas como consultados, aunque para mí está muy claro.
El viaje de vuelta de Ronda a Málaga, en una tarde de viernes espléndidamente luminosa, dejó en evidencia todas las maravillas que siempre escuchamos acerca del paisaje andaluz. El vuelo de regreso es nocturno. A pesar de que los “azafatos” de Ryanair (con ellos, directamente, la única forma de hacer el almanaque hot que mencioné la semana anterior sería incendiando las fotos) quieren mandarnos a todos para atrás, elijo una ventanilla sobre la izquierda cerca del ala. Desde ahí puedo ver las costas españolas y francesas sobre el Mediterráneo y notar cómo en Europa la población está distribuida mucho más homogéneamente que en la Argentina. Siempre hay una ciudad a la vista, mientras que en un vuelo entre Buenos Aires y cualquier punto un tanto lejano del país se puede pasar un largo rato viendo oscuridad. Esta visión aérea hace que sea más fácil entender por qué en Alemania, por citar el ejemplo que tengo más a mi alcance, viven sin chocarse ochenta y dos millones de habitantes en un territorio que cabría diez veces en el de la Argentina, que sólo cuenta con alrededor de la mitad.
Cerca de las dos de la madrugada del sábado llegué finalmente a casa, después de diez horas de viaje desde Ronda a Köln. No hubo tiempo para mucho más, porque el sábado al mediodía debía ir al estudio y necesitaba el descanso, el mismo que deben necesitar ustedes después de haber llegado hasta acá en la lectura de este relato.
En una de sus canciones, Joaquín Sabina dice que una de las cosas por las que se nota que los españoles saben vivir es que en Antón Martín –un distrito madrileño- “hay más bares que en toda Noruega”. Si ese fuera un parámetro válido, podríamos decir que la gente de este pequeño lugar de Andalucía no se queda atrás. Además de restaurantes, hay muchos bares de tapas; pero hay uno que parece llevarse las palmas. Se llama “El lechuguita” y está cerca del Tajo de Ronda. Es un local muy chiquito, en una esquina chiquita en la que el conductor de un camión hormigonero tiene que hacer varios intentos para poder entrarlo de culata media cuadra para poder descargar el cemento en una construcción. El bar, calificado con el término de “cutre” (palabra a la que no le encuentro un sinónimo argentino pero que tiene una connotación despectiva) lleva muchos años y generaciones de una misma familia a su cargo. Dicen que hay días en los que es imposible entrar y la gente recibe sus pedidos afuera. No hay mesas, se come en la barra o parado contra la pared, como en los lugares de comida al paso. Para pedir se debe llenar un cuadriculado marcando con una cruz el tipo de tapa que uno quiere. La variedad es amplísima y el costo es muy bajo.
Hay muchísimos turistas, especialmente ingleses, alemanes y -no podían faltar acá tampoco, obvio- orientales que le sacan foto a todo. La imagen que ofrece el Tajo es impactante. La ciudad -o el pueblo, una semana después no hay unanimidad al respecto-, está emplazada sobre una especie de torre natural que se formó como consecuencia de años y años de erosión eólica e hídrica. Ese tajo casi la divide en dos y sobre él se construyó el puente que se ve en la foto, desde el que a varias decenas de metros hacia abajo se ve y se escucha correr agua que baja de alguna vertiente.
Al estar situada sobre esa especie de pedestal natural, la ciudad (para mí, ciudad; definitivamente) ofrece un panorama espectacular, cualquiera sea el punto cardinal hacia el que uno dirija la mirada. Mucha montaña –no muy alta-, mucha calma, mucha paz. Desde el martes, además, mucho sol; ese que casi nunca vemos en Köln.
Aunque soy un detractor incondicional de las corridas de toros no iba a privarme de conocer la plaza de Ronda, que es una de las más antiguas de España. Está en el centro y se la puede visitar diariamente a cambio de seis euros. Sobre la vereda que da a la única avenida que le pasa al lado hay dos estatuas que recuerdan a célebres toreros que se lucieron décadas atrás y, casi diametralmente opuesta a la de estos señores, hay una de un toro al que una placa le hace una mención; como para honrar a ambas partes y no solamente al que tiene todas las de ganar y generalmente gana.
El Sol, finalmente, me acompañó durante casi toda la semana a cada lugar al que fui, al punto de que en cada una de las tardes de recorrida tuve que usar lentes oscuros para poner a salvo mis ojos de tanto brillo. Hay mucho para ver; si hiciésemos una encuesta preguntando qué es lo más lindo habría tantas respuestas como consultados, aunque para mí está muy claro.
El viaje de vuelta de Ronda a Málaga, en una tarde de viernes espléndidamente luminosa, dejó en evidencia todas las maravillas que siempre escuchamos acerca del paisaje andaluz. El vuelo de regreso es nocturno. A pesar de que los “azafatos” de Ryanair (con ellos, directamente, la única forma de hacer el almanaque hot que mencioné la semana anterior sería incendiando las fotos) quieren mandarnos a todos para atrás, elijo una ventanilla sobre la izquierda cerca del ala. Desde ahí puedo ver las costas españolas y francesas sobre el Mediterráneo y notar cómo en Europa la población está distribuida mucho más homogéneamente que en la Argentina. Siempre hay una ciudad a la vista, mientras que en un vuelo entre Buenos Aires y cualquier punto un tanto lejano del país se puede pasar un largo rato viendo oscuridad. Esta visión aérea hace que sea más fácil entender por qué en Alemania, por citar el ejemplo que tengo más a mi alcance, viven sin chocarse ochenta y dos millones de habitantes en un territorio que cabría diez veces en el de la Argentina, que sólo cuenta con alrededor de la mitad.
Cerca de las dos de la madrugada del sábado llegué finalmente a casa, después de diez horas de viaje desde Ronda a Köln. No hubo tiempo para mucho más, porque el sábado al mediodía debía ir al estudio y necesitaba el descanso, el mismo que deben necesitar ustedes después de haber llegado hasta acá en la lectura de este relato.