miércoles, 31 de diciembre de 2008

Vedere Napoli e dopo morire

Valió la pena levantarse temprano el sábado. El plan era viajar a Nápoles, trescientos kilómetros al sur de Roma.
El viaje se hace íntegramente por autopistas que, a diferencia de Alemania, aquí sí tienen peaje. En el acceso se retira una tarjeta que luego se introduce en una lectora instalada en las cabinas de salida; la máquina establece cuántos kilómetros de autopista se utilizaron y calcula el importe a pagar. Nos costó once euros, lo que se podría decir que es caro. Para el pago se abre automáticamente una caja en la que se puede depositar monedas, pero también hay ranuras para introducir billetes o tarjetas de crédito o débito. Si, como en nuestro caso, uno inserta por error una tarjeta vencida, la máquina emite un papel que indica los pasos a seguir para concretar el pago por internet. Nada de esto podrá atestiguar Roxana, la novia de Mauricio, que aprovechó el trayecto para una gloriosa siesta.
Minutos antes del mediodía llegamos a Nápoles, lo que equivale a decir que entramos al caos mismo. Hay semáforos, obviamente, y señales por toda la ciudad; pero la gente maneja y se maneja como si no los hubiera. Curiosamente, en las horas que nos tomó el recorrido no presenciamos ningún incidente de tránsito derivado de ese desorden.
Mauricio insiste en dejar el auto en un estacionamiento cubierto, ya que no hay garantías de encontrarlo más tarde si se lo deja en la calle. Iniciamos la caminata hacia la costa y allí hallamos la primera gran imagen de la ciudad que ha santificado a Diego Maradona: el golfo de Nápoles, lindero al puerto y con una amplia vereda para recorrerlo casi íntegramente a pie mientras se disfruta de un paisaje fantástico, con la imponente figura del volcán Vesubio dominando toda la escena.
Caminamos unas diez cuadras antes de dejar el paseo ribereño; ahora nos internamos en la ciudad. En la Piazza del Plebiscito se encuentra el palacio real de los borbones, que gobernaban Nápoles siglos atrás; enfrente, la Catedral de Francisco de Paula. A pocas cuadras de allí uno puede caminar por las callecitas angostas que tantas veces hemos visto en las clásicas imágenes de la ciudad de San Gennaro. Nos chocamos con varios obradores de lo que se espera que en poco tiempo sean nuevas estaciones del subte napolitano. Hay muchos vendedores ambulantes; en los puestos que ofrecen ropa y, especialmente, camisetas de fútbol, hay tres nombres que resaltan en la espalda de las casacas. Dos de ellos son de las dos figuras del buen momento actual de Napoli: uno es el eslovaco Marek Hamsik y el otro es nuestro compatriota Ezequiel Lavezzi. ¿Hace falta aclarar que el tercer nombre es el de Diego Maradona?
En las callecitas angostas se advierte mucho desorden y bastante mugre. Son tan estrechas que no caben dos coches apareados. Un taxi quiere salir del sector y el chofer tiene que ser muy paciente para abrirse paso entre las personas que caminan, ya sea paseando o cumpliendo con sus tareas de todos los días. Mauricio dice que no podemos irnos de Nápoles sin comernos una clásica pizza y nos guía hacia un lugar que él conoce de una visita anterior. La pizzería, famosísima, se llama Trianon y el paisaje se repite: mucha gente agolpada en la puerta, mirando con atención a una señora de poca paciencia que se encarga de tomar nota de cuántos comensales tendrá cada mesa y del nombre de uno de los que se sentará en cada una de ellas, para poder hacer el llamado a medida que se van retirando los que terminan de comer. Nosotros éramos tres y debimos esperar veinte minutos para poder entrar.
Sobre la mesa hay una especie de plantilla con la lista de pizzas y casilleros para escribir cuántas se quiere de cada una. El pedido tarda. Cuando finalmente lo traen nos encontramos con pizzas individuales del mismo tamaño de una grande en Argentina; pero la masa es mucho más delgada y no tiene gran cantidad de ingredientes encima. Los tres elegimos la misma: mozzarella de búfala con salsa de tomates y albahaca, que retiré minuciosamente de mi plato y fue inmediatamente rescatada por otra de los comensales.
Es inevitable que al mencionar Nápoles también nos venga a la mente la Camorra, que en algunas partes de la ciudad, en las que el Estado está ausente, es la que gobierna y legisla a sus enteras voluntad y, fundamentalmente, conveniencia. Hemos visto, leído y escuchado de todo acerca de este fenómeno. Roberto Saviano es un periodista que publicó un libro con detalles sobre las actividades de la organización; hace dos años que vive escondido y protegido por un ejército de policías. Mauricio nos contó que a un conocido le robaron dos veces la moto que usaba para sus movimientos diarios. La recuperó acudiendo al capo mafioso de su zona, quién le cobró cien euros por los servicios de gestión, que a las pocas horas hizo que el señor se reencontrara con su vehículo.
Mientras me toca manejar a mí en el trayecto de vuelta a Roma no puedo ponerme de acuerdo conmigo mismo. La ciudad es pintoresca en algunos sectores y hermosa en otros. Diría que me gustó y que tengo ganas de volver. Pero también pienso que no viviría en Nápoles de ninguna manera. En ese permanente vaivén estoy cada vez que repaso los recuerdos de este paseo. Sí podría asegurar que la inmortal frase que da título a este texto me resulta un poco exagerada.

jueves, 25 de diciembre de 2008

Navidad en Roma

Mi última visita a esta ciudad que tanto me gusta había sido en los últimos días de 2001, los mismos en los que nuestro país estaba revolucionado por uno de los acontecimientos más tristes de su historia reciente. Aquel viaje a Roma se produjo en condiciones especiales. Esos cuatro días en la capital de Italia fueron de un disfrute muy particular por la compañía que tuve y por la certeza de que pasaría mucho tiempo hasta que pudiera volver. Pasaron siete años y, una vez que decidí no viajar a la Argentina para esta fecha, acepté la generosa invitación de mi amigo Mauricio y su novia Roxana a pasar las fiestas con ellos.
Para llegar de Köln al aeropuerto de Hahn, no lejos de Frankfurt, hay que tomar un ómnibus que tarda algo más de dos horas y cuesta quince euros. Una vez que hice el check in para el vuelo sentí ganas de sentarme a tomar y comer algo a modo de merienda. Influido por los precios que habitualmente vemos en las cafeterías de nuestras terminales aéreas, me acerqué al bar del aeropuerto con desconfianza; imaginaba que un café con leche y una factura podrían costarme más que un almuerzo bien servido en cualquier otro lugar. Estaba equivocado: me sirvieron una buena taza de chocolate caliente con crema y una medialuna muy grande por tres euros con cincuenta centavos. Hay lugares en los que esto cuesta menos, pero no es un precio que a uno le da bronca pagar. ¿Por qué será que en Ezeiza o aeroparque estafan a los pasajeros de la manera impune con la que lo hacen?
Del vuelo no hay mucho que destacar, salvo un detalle que me llamó la atención. Cuando las azafatas de Ryanair pasaron vendiendo comidas y bebidas, mis vecinos de asiento eligieron whisky. Primero les entregaron el vaso vacío y después, para mi sorpresa, dos medidas de la bebida que pidieron, que venían en sendos pequeños sachets. Miré con asombro a la señora de la butaca de al lado, que entendió mi desconcierto y dijo sonriendo: “sí, el whisky acá lo sirven así”; y se lo tomó sin más.
Llegamos al aeropuerto de Ciampino, vecino a Roma, en la noche del lunes, media hora más tarde que lo previsto. Cuando salí de la terminal de arribos me encontré con Mauricio y Roxana –a quien sólo conocía por chat pero no personalmente-, que fueron a buscarme.
El martes hicimos el primer recorrido. Fue una larga caminata que se inició en la plaza de San Pedro, donde está la basílica del mismo nombre, en la ciudad de El Vaticano. Con la cercanía de la Nochebuena y la Navidad estaban terminando de armar el pesebre con el que en la medianoche del miércoles se celebraría un nuevo aniversario del nacimiento del Niño Jesús. Después de las fotos, seguimos caminando por la Vía de la Conciliazione, que sale frente a la basílica, hasta el Castel Sant’Angelo, que está a unos seiscientos metros. El Vaticano y el castillo están unidos por un muro que tiene sobre sí una pasarela que les permitía a los papas acceder a un lugar seguro ante los intentos de invasión de los bárbaros. Sin embargo, y según me contaron, sólo uno la necesitó a lo largo de la historia.
El castillo está a orillas del Tíber, sobre el cual se puede cruzar a través de una gran cantidad de puentes; muchos de ellos están ornamentados con obras de arte. La tarde está fría, pero hermosa; y nos invita a seguir el paseo. Después de alcanzar la otra orilla del río seguimos caminando en dirección a otros célebres lugares de esta inolvidable ciudad. En la piazza Colonna está la sede del gobierno; mientras buscábamos la forma de aprovechar mejor las caracteristicas de la cámara de fotos, la Policía formó una senda por la cual, minutos después, ingresó la caravana que trasladaba al simpático de Silvio Berlusconi, primer ministro italiano. No lejos de allí está el Pantheon, que fue construido en el año 80 adC. y es un templo mundialmente famoso porque tiene su cúpula inconclusa, por lo que cuando llueve el agua moja el centro del recinto, aunque el piso tiene perforaciones que la conducen a espacios donde se la almacena; el Pantheon es, además, el lugar donde descansan los restos de Rafaello.
No hay que caminar mucho para llegar a la Fontana di Trevi, una obra de arte sencillamente magnífica. Acá también hicimos trabajar bastante a la cámara de fotos; y el que conozca este lugar podrá entender que no es para menos. Pero hay que tener paciencia, porque el lugar no es tan amplio y somos demasiados los turistas, con abrumadora mayoría de orientales, que buscamos la mejor toma.
El miércoles fue un día deportivo, aunque en mi caso como espectador. Mauricio, aficionado casi fanático del golf, jugó dieciocho hoyos con dos amigos. Acompañé al trío por todo el recorrido del exclusivo club Olgiata, el country donde suelen residir los futbolistas argentinos que juegan en los clubes de la capital italiana. Acá también, después de caminar varios kilómetros, tuvimos ganas de comer algo. Fuimos al bar del club y, otra vez, grande fue la sorpresa cuando comprobamos que por cuatro tostados y cuatro bebidas nos cobraron no mucho más que lo que habríamos pagado por lo mismo en cualquier otro lugar de la ciudad.
A la noche, Mauricio tomó el mando de la cocina y Roxana asistió eficientemente. Ambos prepararon una variada cena en la que no faltaron una buena entrada de mariscos y un pollo relleno de dimensiones importantes. Después de eso llegó el brindis y el deseo mutuo en el que también incluimos a los que estén leyendo este texto: ¡MUCHAS FELICIDADES PARA TODOS!

jueves, 18 de diciembre de 2008

De negocios y negociados

El último domingo se terminó la primera ronda de la Bundesliga y ahora no tenemos actividad hasta el 30 de enero. El medio futbolístico alemán, en particular, y el europeo en general están sorprendidos por la irrupción en Primera División de Hoffenheim, un equipo muy chico de un pueblo muy chico del sudoeste del país, cerca de Frankfurt y Stuttgart.
Este club, fundado en 1899, nunca había generado grandes campañas. Hace dos años, un magnate del software, Dietmar Hopp, decidió hacerse cargo del fútbol de Hoffenheim, la camiseta de toda su vida. Contrató como entrenador a un experimentado técnico llamado Ralf Rangnick y fue armando un plantel basado en jugadores jóvenes que no tenían lugar en sus instituciones de origen.
En la temporada 2006-2007 salió segundo en la Regionalliga Süd, la que hasta mediados de este año era una de las zonas en las que se agrupaba a los equipos que aspiraban a llegar a Segunda. Wehen Wiesbaden fue campeón y Hoffenheim escolta -ambos ascendieron-, pero el subcampeón fue el conjunto que más goles consiguió en la temporada: sesenta y dos en treinta y cuatro partidos.
En el torneo de Segunda 2007-2008 había equipos importantes: Borussia Mönchengladbach, un grande de los setenta que había caído desde la Primera, Kaiserslautern y Colonia, otrora campeones de la Bundesliga. Wehen terminó en la mitad de la tabla, pero Hoffenheim volvió a ser sensación. Otra vez fue subcampeón y logró su segundo ascenso consecutivo, ahora a la máxima categoría. Un sueño del que todavía no despiertan. Jugado exactamente medio campeonato, los muchachos de Hopp y Rangnick siguen sorprendiendo. Comparten la punta con el multicampeón alemán, el poderoso Bayern Múnich. Son la delantera más goleadora (cuarenta y dos en diecisiete partidos) y tienen al máximo anotador, el bosnio Vedad Ibisevic, que convirtió dieciocho tantos con asistencia perfecta, lo que da más de un gol por juego.
La sensación de Hoffenheim, de indumentaria totalmente azul, tiene algunos ribetes curiosos: el pueblo que lo alberga, Sinsheim, tiene casi cuatro mil habitantes y el nuevo estadio, que llevará el nombre de su mecenas y será estrenado oficialmente el 31 de enero en el partido de liga ante Energie Cottbus, tiene capacidad para treinta mil. Hasta ahora jugó en Mannheim, en un estadio para más de veintiséis mil personas, que estuvo siempre casi completo, lo que equivale a decir que no sólo los habitantes de Sinsheim acompañaron fervientemente al equipo de juego más atractivo de la Bundesliga. Hopp dice que espera que este proyecto se autofinancie en dos años más y, al paso que va, posiblemente lo logre antes. Si al final de la temporada Hoffenheim se ubica cuarto o quinto accederá a jugar la copa UEFA; si resulta tercero, tendrá una chance de jugar por una plaza en la zona de grupos de la Champions League; y si sale campeón o segundo, además del mojón que marcará en la historia, será uno de los treinta y dos clasificados directamente al torneo de clubes más importante del mundo.
De esta historia también podemos sacar conclusiones que nos ayuden a entender un poco más algunas cosas que nos pasan en la Argentina. ¿Cuántos intentos de gerenciamiento hubo y hay en el fútbol del imperio Grondoniano? ¿Cuántos de ellos han logrado construir una estructura sólida? Acá también los clubes son entidades civiles sin fines de lucro, aunque dentro de un marco legal adecuado y estricto pueden ceder actividades al manejo de privados. La administración de los clubes se hace con criterio profesional; difícilmente encontremos a cargo de una institución a un faltito que crea que por haber ido veinte años a la misma butaca de la platea está en condiciones de manejar el club. Las asambleas de socios asen la lupa sobre los actos de los dirigentes y los accionistas de las empresas que administran el fútbol de cada club también requieren explicaciones permanentemente; y aunque eso no evita decisiones políticas o financieras erróneas, el funcionamiento del sistema deja muy escaso margen para los corruptos que son exitosos en sus finanzas personales y, curiosamente, parecen olvidarse de toda su sabiduría cuando manejan los dineros que no son de ellos. Si esto no fuera como es, en Argentina y en Alemania, posiblemente Sergio Agüero brillaría hoy en Bayern Múnich, uno de los primeros interesados en su pase hace algunos años. El problema surgió cuando, como denunció enfática y públicamente primero y desmintió sospechosamente después, a Karl Heinz Rummenigge le apareció en el presupuesto de la operación un cargo que no podría ser justificado en ningún registro contable serio. Se entiende, ¿no?
Helmut Kohl fue durante más de dieciséis años el canciller alemán, el equivalente a nuestro presidente. Él gobernaba Alemania cuando se produjeron los hechos históricos de la caída del Muro y, más tarde, la reunificación. El parlamento de este país, después de investigar, llegó a la certeza de que durante su mandato el partido al que él pertenecía recibió aportes ilegales. Hoy, más allá de la pena que pudiera haberle cabido en el ámbito de la Justicia, Kohl ya fue condenado por la sociedad alemana en general. Su voz, que era siempre referencia sobre los grandes temas de este país, desapareció de la consideración de los alemanes, quienes, simplemente, ya no lo respetan. ¿Se imaginan si nosotros fuésemos así con aquellos que nos roban y nos engañan? ¿Cuántos disgustos nos habríamos evitado en las últimas décadas?

jueves, 11 de diciembre de 2008

Amsterdam


Caminábamos en la fría noche de Colonia, los dos en silencio y con los ojos como única parte visible del cuerpo. Todavía nos faltaban un par de cuadras para llegar.
“Fer, ¿tenés un secador de pelo en tu casa?”, me preguntó mi amiga, la que me visitó la semana pasada y con la que hicimos los paseos por Berlín y Amsterdam. ¡No saben cuánto me alegra que haya hecho una brillante carrera universitaria! No me la imagino viviendo, por ejemplo, del humor.
El tren hacia Amsterdam salió de Köln Hauptbahnhof minutos antes de las nueve y tardó cerca de dos horas y media en llegar a la capital de Holanda. Durante casi todo el trayecto nos acompañó el sol y pensamos que también lo haría durante nuestra visita de un día. Pero nuestra ilusión se terminó en el mismo momento en el que dejamos la estación Amsterdam Centraal, ya que al salir a la calle nos encontramos con una lluvia algo intensa que nos seguiría a todos lados.
Hay que tener cuidado al caminar por el centro de Amsterdam. Muchas calles no tienen veredas y por la misma senda se desplazan autos, personas y tranvías. Para el visitante el tránsito parece un caos, pero los holandeses se manejan bien. Al menos no se advierten embotellamientos ni discusiones y, aparentemente, las prioridades de paso en cada cruce están bien determinadas.
Caminamos y llegamos a una primera conclusión. La ciudad da la sensación de ser un poco sucia. También es posible que nos impresione el contraste, porque los dos días anteriores habíamos estado en una ciudad casi impecable como Berlín. Hay muchas tiendas de ropa y calzado. También un ostensible y muy desagradable olor a marihuana en algunos sectores, ya que el consumo, como saben, no está penado.
En los canales más amplios hay barcos que ofrecen un paseo fluvial por la ciudad; en los más angostos hay pequeñas embarcaciones que están estacionadas en las orillas como si fueran autos y, aunque no vemos a nadie navegando en ellas, imaginamos que mucha gente las usa para sus traslados cotidianos dentro de la ciudad.
En una esquina hay un cartel que anuncia la presencia del museo de la tortura. No nos interesa. Caminamos siguiendo el curso de un canal que a las dos cuadras nos muestra una sede de la universidad. Doscientos metros más allá, casi sin darnos cuenta, entramos en la famosa zona roja. Las prostitutas se exhiben en las vidrieras como nos lo mostraron mil veces por televisión. Dos muchachos ingleses quieren sacarle una foto a una chica que está dentro de uno de esos escaparates. Ella se niega pero ellos no le hacen caso, por lo que ella les muestra su disgusto con una seña internacional: mientras esconde el resto del cuerpo, sólo deja visible el puño izquierdo cerrado con el dedo mayor extendido. Los muchachos se ríen y se van, contentos con la foto de la que imagino que debe ser una de las mujeres más feas del mundo.
La temperatura baja y a las cuatro de la tarde empieza a hacerse de noche. Mientras caminamos no pasa nada, pero tenemos la firme convicción que esta parte de la ciudad puede ponerse pesada con la ausencia de la luz natural. Entre locales de chicas en vidriera y sex shops que venden todo tipo de juguetes aparece el Museo de la Marihuana, esa planta que en esta ciudad parece ser objeto de veneración.
Ya es de noche y el frío está a punto de vencernos. Nos tomamos un ratito para comer algo y reponer energías antes de tomar el tren de vuelta a Köln. Mi amiga quiere pasar por algunas tiendas de souvenirs porque quiere agrandar su colección de tazas alusivas a las ciudades que visita. La acompaño y me llama la atención que, con la fama que tiene Amsterdam, el noventa por ciento de todos los elementos de recuerdo que uno puede comprar estén relacionados con la marihuana y el sexo, dos cosas que se pueden encontrar casi en cualquier rincón del planeta. Es posible que diga esto por desconocimiento, porque nos quedó un montón de cosas sin ver; pero creo que no haría demasiado esfuerzo por volver.
Estamos casi solos en el vagón. Hay sólo tres pasajeros más. Le pido a un guarda que por favor cierre la puerta porque ella tiene frío. Cinco minutos después, cuando el tren estaba más cálido y ya había cruzado la frontera, suben cuatro policías alemanes. Se presentan y nos piden documentos. Ella tiene pasaporte italiano y yo argentino, pero se lo entrego abierto en la hoja donde está pegado mi permiso de residencia en Alemania. Me preguntan si estoy llegando directamente desde Argentina y les explico que vivo en Köln y que estamos volviendo de un paseo de un día por Amsterdam. A ella le revisan el bolso delicadamente y se lo devuelven exactamente igual que como lo entregó. La inspección fue minuciosa, pero con mucho cuidado. Se lo devuelven, piden disculpas por la molestia y nos desean buen viaje.
Al día siguiente mi amiga dejaba Alemania. Volaba desde Frankfurt y para llegar hasta allí sacó un boleto de IC, un tren más lento y que cuesta la mitad que el ICE, el más rápido. Cuando llegamos al andén, el altavoz anuncia que el suyo viene con veinticinco minutos de demora, por lo que los pasajeros que debían tomarlo hacia el aeropuerto podían utilizar sin costo adicional el ICE que salía hacia Stuttgart y que lo tenía entre sus paradas. Igual que en los ferrocarriles de Jaime y Cristina, esos que subsidiamos todos.
Ella me dijo hasta pronto; yo les digo hasta el jueves.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Un paseo por la capital



El tren de alta velocidad alemán, el ICE, tarda poco más de cuatro horas para unir las ciudades de Köln y Berlín. El recorrido comprende alrededor de seiscientos kilómetros y pasa por ciudades como Bielefeld y Hannover, lo que significa que hace una especie de ele en el mapa de Alemania ascendiendo brevemente por el oeste y luego cruzando el territorio a lo ancho.
Hasta allí fuimos con mi visitante de los últimos días, ya que habíamos pactado el viaje meses atrás y una contingencia obligó a hacerlo un poco antes de lo planeado originalmente. Cuando el tren va llegando a Berlín Hauptbahnhof uno ya se conmueve mirando por la ventanilla. Desde algunos kilómetros de distancia se empieza a ver la Siegessäule (la Columna de la Victoria), uno de los íconos de la ciudad, que fue inaugurado en 1874 para conmemorar triunfo de Prusia y el imperio austríaco contra Dinamarca en la Guerra de los Ducados.
Unos carteles de letras blancas sobre fondo rojo dicen que uno ha llegado a la estación más moderna del mundo. No viajé tanto como para afirmarlo, pero cuesta imaginar que haya una que lo sea más. Es imponente y funcional, con trenes atravesándola permanente en dos niveles.
Dejamos el equipaje en el hotel, a pocas cuadras de la estación, y empezamos la caminata. Enseguida, a orillas de un canal, se encuentra un monolito que recuerda la muerte por las balas de los guardias de frontera de la ex DDR de Günter Litfin, quien el 24 de agosto de 1961 intentó cruzar a nado ese canal para llegar a Berlín Occidental. En el monumento que se ve en la foto dice: “Murió como la primera víctima del Muro. En su recuerdo y el de todas las víctimas del Muro”.
Seguimos el trayecto. La siguiente parada fue el palacio del Bundestag (el parlamento alemán). Es el viejo edificio con nueva cúpula, que fue reconstruida después de que los nazis la incendiaran. Ahora es una semiesfera totalmente vidriada a la que se puede acceder gratuitamente hasta las 22 previo paso por un control de seguridad similar al de los aeropuertos, con escáner para las pertenencias y obligado tránsito por el detector de metales. Desde la cúpula se tiene un interesante panorama de la ciudad, aunque a nosotros la suerte no nos acompañó porque el intenso frío exterior motivó que gran parte de los paneles de vidrio estuvieran empañados y no se pudiera ver demasiado. En la base de la cúpula, antes de acceder a la pasarela helicoidal que lleva hasta cima, una secuencia fotográfica con una crónica histórica reseña las distintas etapas por las que pasó esta joya arquitectónica. Mirando desde lo alto hacia abajo se puede ver la sala de debates, con una concepción muy moderna.
A pocos metros de allí está la Puerta de Brandenburgo, un lugar que me conmocionó especialmente, tan intensamente como alguna vez lo hizo el Coliseo romano. Se trata de dos lugares que han tenido influencia decisiva en la historia de la humanidad, con la diferencia de que lo que pasó en Berlín en 1989 lo viví con diecinueve años y entendiendo perfectamente de qué se trataba. La persona que me acompañaba nació en 1981, por lo que todo esto no estaba tan inserto en su recuerdo como en el mío. Pasa algo extraño con estos lugares, ya que uno siempre siente que quiere quedarse unos minutos más, como esperando ver pasar un tanque o que aparezca un guardia soviético para pedirle el pasaporte.
A unos trescientos metros de la Puerta de Brandenburgo hay un mausoleo que homenajea a los soldados rusos muertos, algunos de los cuales descansan en ese lugar. Frente al monumento, que tiene un texto en ruso en el frente y a los lados y en el que se encuentran los nombres de los soldados a los que recuerda, ubicaron un tanque y un cañón. A pesar de que Alemania es indudablemente occidental, en Berlín hay una impactante obra que rememora a quienes fueron los enemigos de esa opción. Los alemanes han curado las heridas de la guerra con una severísima autocrítica, la aplicación sin reparos de la Justicia y una inquebrantable voluntad de reconstrucción, que en pocas décadas convirtió a un país en ruinas en lo que hoy es Alemania. No sé qué sentimiento puede motivar esto en cada uno de los que están leyendo; a mí me despierta una profundísima admiración.
Me disculpo por la digresión y volvamos a la caminata. Para ver algo del Muro hay que recorrer unas cuantas cuadras desde el lugar que describí recién. Ningún cartel lo anuncia. Hay que buscarlo en el mapa. Dejaron en pie aproximadamente un kilómetro sobre la misma calle en la que se encuentra el Checkpoint Charlie, el puesto de control a través del cual se accedía del sector americano al soviético y viceversa en los tiempos de la ciudad dividida. Enfrente hay un museo y todavía están la garita y el letrero que en varios idiomas advertía que se estaba a punto de dejar el territorio aliado y emplazaron un cartel alto que en la cara que da hacia Berlín occidental tiene la foto de un soldado ruso y del otro una de un americano. Cuando uno quiere sacarse una foto en ese lugar tiene que tener cuidado, porque por allí circulan los autos de la gente que hace su vida cotidiana; como también pasan por la puerta de Brandenburgo y por el lateral de lo que queda del Muro, entregando un mensaje claro: la vida, contrariamente a lo que sucede con este texto, sigue.