jueves, 11 de diciembre de 2008

Amsterdam


Caminábamos en la fría noche de Colonia, los dos en silencio y con los ojos como única parte visible del cuerpo. Todavía nos faltaban un par de cuadras para llegar.
“Fer, ¿tenés un secador de pelo en tu casa?”, me preguntó mi amiga, la que me visitó la semana pasada y con la que hicimos los paseos por Berlín y Amsterdam. ¡No saben cuánto me alegra que haya hecho una brillante carrera universitaria! No me la imagino viviendo, por ejemplo, del humor.
El tren hacia Amsterdam salió de Köln Hauptbahnhof minutos antes de las nueve y tardó cerca de dos horas y media en llegar a la capital de Holanda. Durante casi todo el trayecto nos acompañó el sol y pensamos que también lo haría durante nuestra visita de un día. Pero nuestra ilusión se terminó en el mismo momento en el que dejamos la estación Amsterdam Centraal, ya que al salir a la calle nos encontramos con una lluvia algo intensa que nos seguiría a todos lados.
Hay que tener cuidado al caminar por el centro de Amsterdam. Muchas calles no tienen veredas y por la misma senda se desplazan autos, personas y tranvías. Para el visitante el tránsito parece un caos, pero los holandeses se manejan bien. Al menos no se advierten embotellamientos ni discusiones y, aparentemente, las prioridades de paso en cada cruce están bien determinadas.
Caminamos y llegamos a una primera conclusión. La ciudad da la sensación de ser un poco sucia. También es posible que nos impresione el contraste, porque los dos días anteriores habíamos estado en una ciudad casi impecable como Berlín. Hay muchas tiendas de ropa y calzado. También un ostensible y muy desagradable olor a marihuana en algunos sectores, ya que el consumo, como saben, no está penado.
En los canales más amplios hay barcos que ofrecen un paseo fluvial por la ciudad; en los más angostos hay pequeñas embarcaciones que están estacionadas en las orillas como si fueran autos y, aunque no vemos a nadie navegando en ellas, imaginamos que mucha gente las usa para sus traslados cotidianos dentro de la ciudad.
En una esquina hay un cartel que anuncia la presencia del museo de la tortura. No nos interesa. Caminamos siguiendo el curso de un canal que a las dos cuadras nos muestra una sede de la universidad. Doscientos metros más allá, casi sin darnos cuenta, entramos en la famosa zona roja. Las prostitutas se exhiben en las vidrieras como nos lo mostraron mil veces por televisión. Dos muchachos ingleses quieren sacarle una foto a una chica que está dentro de uno de esos escaparates. Ella se niega pero ellos no le hacen caso, por lo que ella les muestra su disgusto con una seña internacional: mientras esconde el resto del cuerpo, sólo deja visible el puño izquierdo cerrado con el dedo mayor extendido. Los muchachos se ríen y se van, contentos con la foto de la que imagino que debe ser una de las mujeres más feas del mundo.
La temperatura baja y a las cuatro de la tarde empieza a hacerse de noche. Mientras caminamos no pasa nada, pero tenemos la firme convicción que esta parte de la ciudad puede ponerse pesada con la ausencia de la luz natural. Entre locales de chicas en vidriera y sex shops que venden todo tipo de juguetes aparece el Museo de la Marihuana, esa planta que en esta ciudad parece ser objeto de veneración.
Ya es de noche y el frío está a punto de vencernos. Nos tomamos un ratito para comer algo y reponer energías antes de tomar el tren de vuelta a Köln. Mi amiga quiere pasar por algunas tiendas de souvenirs porque quiere agrandar su colección de tazas alusivas a las ciudades que visita. La acompaño y me llama la atención que, con la fama que tiene Amsterdam, el noventa por ciento de todos los elementos de recuerdo que uno puede comprar estén relacionados con la marihuana y el sexo, dos cosas que se pueden encontrar casi en cualquier rincón del planeta. Es posible que diga esto por desconocimiento, porque nos quedó un montón de cosas sin ver; pero creo que no haría demasiado esfuerzo por volver.
Estamos casi solos en el vagón. Hay sólo tres pasajeros más. Le pido a un guarda que por favor cierre la puerta porque ella tiene frío. Cinco minutos después, cuando el tren estaba más cálido y ya había cruzado la frontera, suben cuatro policías alemanes. Se presentan y nos piden documentos. Ella tiene pasaporte italiano y yo argentino, pero se lo entrego abierto en la hoja donde está pegado mi permiso de residencia en Alemania. Me preguntan si estoy llegando directamente desde Argentina y les explico que vivo en Köln y que estamos volviendo de un paseo de un día por Amsterdam. A ella le revisan el bolso delicadamente y se lo devuelven exactamente igual que como lo entregó. La inspección fue minuciosa, pero con mucho cuidado. Se lo devuelven, piden disculpas por la molestia y nos desean buen viaje.
Al día siguiente mi amiga dejaba Alemania. Volaba desde Frankfurt y para llegar hasta allí sacó un boleto de IC, un tren más lento y que cuesta la mitad que el ICE, el más rápido. Cuando llegamos al andén, el altavoz anuncia que el suyo viene con veinticinco minutos de demora, por lo que los pasajeros que debían tomarlo hacia el aeropuerto podían utilizar sin costo adicional el ICE que salía hacia Stuttgart y que lo tenía entre sus paradas. Igual que en los ferrocarriles de Jaime y Cristina, esos que subsidiamos todos.
Ella me dijo hasta pronto; yo les digo hasta el jueves.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Holanda se presenta, al imaginario de los que jamás la hemos pisado, como un país que se ha propuesto ir a la vanguardia de todo. Así se ha caracterizado por permitir muchas de las cosas que en el resto del mundo occidental son temas de inacabables debates. Me imagino que esto debe implicar ciudades alejadas del orden europeo que se puede encontrar en Londres, Frankfurt o Barcelona. Alejadas de ese orden, pero seguro con otro, tan particular como efectivo, sobre todo, como bien decís, para sus habitantes. Aunque queda claro que Amsterdam fue una ciudad que no te convenció y que difícilmente le recomiendes a un amigo que la visite.