Uno no se cansa de caminar por Roma; ni siquiera cuando ya ha tenido la enorme fortuna de haber estado más de una vez. A cada paso la historia se nos viene encima. Tan así es, que el desarrollo de la ciudad está condicionado por cada hallazgo. No son pocas las veces en las que, cuando se inician las excavaciones para alguna obra nueva, los trabajadores se encuentran con algún vestigio de varios siglos de antigüedad; cuando esto sucede, ahí mismo se interrumpe cualquier proyecto. Esto explica, entre otras cosas, la no muy extendida red de subterráneos romana. Muchos de los intentos por prolongarla chocaron contra la historia y perdieron; y no parece una mala decisión de las autoridades.
El martes el paseo elegido fueron los foros romanos, el Coliseo y las termas de Caracalla. A los dos primeros, por razones de tiempo, decidimos no entrar. El control personal de seguridad a cada visitante motivaba larguísimas colas. En las termas no hubo problemas. Pagamos los seis euros por persona de la entrada y nos internamos en un predio de unas seis hectáreas que servía como lugar de descanso y disfrute para determinados sectores sociales de la antigua Roma. Allí, los privilegiados que tenían acceso contaban con piletas cubiertas con agua fría y caliente, que estaban dentro de enormes edificios lujosamente adornados con mosaicos y esculturas. Algunos carteles situados en distintos puntos explican cómo funcionaba el lugar y muestran dibujos de lo que eran esas construcciones en su época de esplendor. Uno no puede dejar de asombrarse del concepto que esa gente tenía de los placeres. No escatimaban en lujos y todo era de dimensiones imponentes. Cuesta entender cómo en aquellos tiempos imaginaban, primero, y lograban construir, después, cosas así. Si cuando el visitante recorre las ruinas se detiene por un instante a pensar en lo que significa toda la Roma antigua, difícilmente pueda evitar la conmoción. Es una sensación muy fuerte y no tengo la certeza de estar siendo lo suficientemente elocuente para transmitirla.
La del miércoles pasado, el 31, sería la segunda vez que iba a pasar el fin de año lejos de mi familia. La anterior, casualmente, también había sido en la Ciudad Eterna, en los agitadísimos días en los que tuvimos cinco presidentes en una semana y en los que en Europa se concretaba la aparición del euro como moneda única para los países que en ese momento integraban la Unión Europea.
Íbamos a despedir a 2008 en un pequeño pueblito a unos cien kilómetros al norte de Roma, no muy distinto del que eligió Michael Corleone para refugiarse después de su bautismo como mafioso y en el que se casó por primera vez, según vimos en ese himno al cine que es El Padrino. La localidad se llama Grotte di Santo Stefano; allí, una compañera de trabajo de Mauricio y su esposo tienen una moderna casa de fin de semana que construyeron sobre la base de una edificación muy vieja. El lugar es agradable y muy cómodo, con mucho vidrio para aprovechar al máximo la luz natural, y tiene algo que no había visto nunca: el piso del living, que es de ladrillo, forma un círculo alrededor del tronco de un árbol que está cerca de la ventana dentro de la casa, al que se le respetó su ubicación original. Un detalle curioso.
El matrimonio dueño de casa está compuesto por una española y un italiano, por lo que la cena tuvo un poco de todo. Bruschettas, ensalada rusa, arroz con frutos de mar y un queso reggiano inolvidable, al que íbamos trozando a medida que lo comíamos, como dicen que debe comerse ese tipo de queso. Para beber, además del agua con gas y las gaseosas, Mauricio llevó para empezar un tinto argentino de lo mejor; después, los dueños de casa acercaron otras variedades que, como a la vuelta me tocaba manejar, apenas probé. Roxana dio fe de la alta calidad de los tintos y del champagne del brindis tras una minuciosa y exhaustiva prueba de cada uno de ellos.
Hasta acá, como habrán podido notar, las costumbres no difieren demasiado de las nuestras. Para la medianoche se cumplió con un hábito español. A cada uno de los que estábamos allí esperando la llegada de 2009 se nos dio un platito con doce uvas que debíamos comer al ritmo de las doce campanadas del reloj de la Puerta del Sol de Madrid, que llegaban por medio de la televisión. Después del brindis, con el comando del dueño de casa, arrancó la sesión de fuegos artificiales, también similar a la de la mayoría de los hogares argentinos.
Lo que sí es bien diferente, creo, es la expectativa que se puede tener de uno y otro lado del Atlántico al levantar la copa. Fuera de las cuestiones íntimas y personales están las que nos comprenden a todos como conjunto. Hoy el mundo entero está afectado por la famosa crisis y Europa no zafa de ella. Los afecta indudablemente, pero aquí la gente la asume como un estado de excepción y no como la normalidad. Tienen la casi certeza de que más temprano que tarde pasará y que, mientras tanto, no deberán padecer calamidades. Posiblemente tengan que ajustarse un poco y optimizar la administración de los recursos, pero no les faltará lo que no debe faltarles. Nuestros brindis, en cambio, fuera de las cuestiones íntimas y personales, en lo que nos comprende a todos como conjunto, siempre llevan el austero pero siempre postergado deseo de que cada nuevo año nos dé la fuerza suficiente, aunque más no sea, para poder subir a la lona.
El martes el paseo elegido fueron los foros romanos, el Coliseo y las termas de Caracalla. A los dos primeros, por razones de tiempo, decidimos no entrar. El control personal de seguridad a cada visitante motivaba larguísimas colas. En las termas no hubo problemas. Pagamos los seis euros por persona de la entrada y nos internamos en un predio de unas seis hectáreas que servía como lugar de descanso y disfrute para determinados sectores sociales de la antigua Roma. Allí, los privilegiados que tenían acceso contaban con piletas cubiertas con agua fría y caliente, que estaban dentro de enormes edificios lujosamente adornados con mosaicos y esculturas. Algunos carteles situados en distintos puntos explican cómo funcionaba el lugar y muestran dibujos de lo que eran esas construcciones en su época de esplendor. Uno no puede dejar de asombrarse del concepto que esa gente tenía de los placeres. No escatimaban en lujos y todo era de dimensiones imponentes. Cuesta entender cómo en aquellos tiempos imaginaban, primero, y lograban construir, después, cosas así. Si cuando el visitante recorre las ruinas se detiene por un instante a pensar en lo que significa toda la Roma antigua, difícilmente pueda evitar la conmoción. Es una sensación muy fuerte y no tengo la certeza de estar siendo lo suficientemente elocuente para transmitirla.
La del miércoles pasado, el 31, sería la segunda vez que iba a pasar el fin de año lejos de mi familia. La anterior, casualmente, también había sido en la Ciudad Eterna, en los agitadísimos días en los que tuvimos cinco presidentes en una semana y en los que en Europa se concretaba la aparición del euro como moneda única para los países que en ese momento integraban la Unión Europea.
Íbamos a despedir a 2008 en un pequeño pueblito a unos cien kilómetros al norte de Roma, no muy distinto del que eligió Michael Corleone para refugiarse después de su bautismo como mafioso y en el que se casó por primera vez, según vimos en ese himno al cine que es El Padrino. La localidad se llama Grotte di Santo Stefano; allí, una compañera de trabajo de Mauricio y su esposo tienen una moderna casa de fin de semana que construyeron sobre la base de una edificación muy vieja. El lugar es agradable y muy cómodo, con mucho vidrio para aprovechar al máximo la luz natural, y tiene algo que no había visto nunca: el piso del living, que es de ladrillo, forma un círculo alrededor del tronco de un árbol que está cerca de la ventana dentro de la casa, al que se le respetó su ubicación original. Un detalle curioso.
El matrimonio dueño de casa está compuesto por una española y un italiano, por lo que la cena tuvo un poco de todo. Bruschettas, ensalada rusa, arroz con frutos de mar y un queso reggiano inolvidable, al que íbamos trozando a medida que lo comíamos, como dicen que debe comerse ese tipo de queso. Para beber, además del agua con gas y las gaseosas, Mauricio llevó para empezar un tinto argentino de lo mejor; después, los dueños de casa acercaron otras variedades que, como a la vuelta me tocaba manejar, apenas probé. Roxana dio fe de la alta calidad de los tintos y del champagne del brindis tras una minuciosa y exhaustiva prueba de cada uno de ellos.
Hasta acá, como habrán podido notar, las costumbres no difieren demasiado de las nuestras. Para la medianoche se cumplió con un hábito español. A cada uno de los que estábamos allí esperando la llegada de 2009 se nos dio un platito con doce uvas que debíamos comer al ritmo de las doce campanadas del reloj de la Puerta del Sol de Madrid, que llegaban por medio de la televisión. Después del brindis, con el comando del dueño de casa, arrancó la sesión de fuegos artificiales, también similar a la de la mayoría de los hogares argentinos.
Lo que sí es bien diferente, creo, es la expectativa que se puede tener de uno y otro lado del Atlántico al levantar la copa. Fuera de las cuestiones íntimas y personales están las que nos comprenden a todos como conjunto. Hoy el mundo entero está afectado por la famosa crisis y Europa no zafa de ella. Los afecta indudablemente, pero aquí la gente la asume como un estado de excepción y no como la normalidad. Tienen la casi certeza de que más temprano que tarde pasará y que, mientras tanto, no deberán padecer calamidades. Posiblemente tengan que ajustarse un poco y optimizar la administración de los recursos, pero no les faltará lo que no debe faltarles. Nuestros brindis, en cambio, fuera de las cuestiones íntimas y personales, en lo que nos comprende a todos como conjunto, siempre llevan el austero pero siempre postergado deseo de que cada nuevo año nos dé la fuerza suficiente, aunque más no sea, para poder subir a la lona.
9 comentarios:
Fernando, podría centrar mi comentario en todo lo que me despierta Roma, ciudad a la que sueño desde hace mucho pero nunca pude conocer. También serían varias las líneas que escribiría con pasión de la crisis financiera mundial y sus aristas en los países desarrollados y los otros.
Pero voy a apuntar a un placer de la carne. Y es el cosquilleo que me dio en el paladar el sólo hecho de leer sobre ese reggiano premiun junto a un tinto de alta gama (mendocino seguro, ¿de bodegas La Rural? o tal vez uno de los elíxires del Sr. Catena...).
Un gran abrazo.
Fer! menos mal que fuiste vos a la cena y no fue Patricio..si no qué iba a tomar yo??!! eh? el aguita mineral de la botella verde, esa que para vos estaba tan buena? :)
besos! Ro
Habiendo estado en la cena yo me preocuparía por Patricio más que por vos. Mirá si llega a viajar hasta allá y se encuentra con que sólo le dejaste una botellita verde de agua...
pero ojo que ese tipo de agua hace muy bien para los cálculos renales y la digestión... no es cualquier cosa.
agrego un detalle italiano a la cena: las lentejas después de las 12, como augurio de prosperidad económica (lentajas=monedas).
Tenés razón... pero cuando las sirvieron había comido tanto de lo que mencioné (especialmente arroz y queso) que casi no probé las lentejas.
Espero no haber quedado como un alegre señor de nariz colorada. Mi gusto por el vino, por mejor que éste sea, no pasa de dos copas. Y sí, el agua es muy rica y necesaria en cada cena.
patricio: dos copas por cada botella que se abre o en total?
Dos copas en total, Mauricio. Aunque si lo que se descorcha después de mi cuota habitual lo amerita puedo hacer una excepción...
Fer aprovecho este espacio para desearte un feliz cumpleaños.
Muy buenas tus crónicas de Fin de año en Italia.
saludos de Ivana y los Chicos.
Espero verte pronto.
Un abrazo
Rodrigo.
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