jueves, 2 de abril de 2009

El vértigo de la realidad

Quizás esta sea una buena oportunidad para contar un poco de qué forma este blog va adquiriendo su fisonomía habitual. El texto de cada semana lo voy armando en la cabeza mientras pasan los días y guardo en mi memoria los apuntes que me parece relevante contarles. Desde el jueves pasado la mecánica fue la misma; malo, pero periodista al fin, los dos impactantes hechos de las últimas horas me obligaron a un replanteo. Por orden cronológico y de importancia, se impone empezar con el fallecimiento de Raúl Alfonsín, tema de comentario obligado entre los argentinos que nos juntamos a ver el partido contra Bolivia.
Tenía trece años en octubre de 1983. Entendía lo que pasaba. La sensación generalizada hasta el acto de cierre de campaña del justicialismo era que la fórmula Lúder-Bittel ganaría la elección y muchos analistas coinciden en destacar que la quema del cajón ornamentado aludiendo a la UCR por parte de Herminio Iglesias fue lo que volcó a mucha gente a votar por la lista 3.
Raúl Alfonsín fue el presidente que gobernó la Argentina durante mi adolescencia, la etapa en la que uno se familiariza con las cuestiones de la vida cívica, entre otras cosas. Recuerdo la atención con la que seguí el juicio a las juntas militares y su enorme importancia y también tengo presente que uno de los primeros dilemas que mi cabeza intentó dilucidar fue por qué un par de años después de ese hecho histórico del “Núremberg argentino” se sancionaron dos leyes que acotaban sus históricas resoluciones. Dicen que fue para salvar a las instituciones. Pero... ¿cómo se hace para defenderlas violentándolas? Además, como nunca antes ni después, nuestros mediocres políticos estuvieron juntos aportando a la causa que en ese momento era la de todos nosotros. Aun así, cedió a la presión sancionando dos leyes impresentables que abrieron el camino al no más presentable indulto decretado por quien sucedió a Alfonsín en la presidencia. Por otro lado, no voy a soslayar sus virtudes de hombre irrenunciablemente consustanciado con la vida republicana y de precursor permanente del diálogo constructivo. A lo que me resisto es a este ascenso que su muerte les adjudica a algunas personas públicas, cualquiera sea el ámbito en el que se hayan desempeñado en vida. Me resisto a denominaciones como “padre de la democracia” y otras grandilocuencias que terminan siendo injustas para con millones de anónimos que hicieron tanto o más que Alfonsín por la democracia, incluso entregando sus vidas en las manos de aquellos a los que después se liberó de culpa y cargo con las tristemente célebres leyes de “Punto Final” primero y de “Obediencia Debida” más tarde, error felizmente subsanado posteriormente. El pacto de Olivos es otra cosa por la cual la historia le va a dedicar algunas páginas de análisis. Tampoco me alcanza con agradecerle su honestidad, cuando ésta debe ser tomada como un requisito excluyente y no como una virtud para ejercer el mandato que más de la mitad del pueblo argentino le encomendó en 1983. Critiquemos y juzguemos penalmente a los que no la ejercen, pero no agradezcamos algo que tienen la obligación de darnos. No tengo nada con Alfonsín, de quien lamento profundamente su muerte y deseo que descanse en paz.
Nos reunimos en El Gaucho, el restaurante argentino que el catamarqueño Carlos Santillán instaló en Colonia en 1971, en Barbarossaplatz. Allí quedamos en encontrarnos con mi jefe, boliviano y con su camiseta puesta, y su familia, todos alemanes pero hinchas de Bolivia por obvia cercanía. Varios empleados y algunos otros comensales éramos argentinos. Mientras nos comíamos un bife con ensalada veíamos el partido. Hasta el final del primer tiempo, todo iba dentro de lo que podría ser previsible. El problema llegó en el segundo, cuando los bolivianos redondearon una goleada histórica que no estaba ni en sus sueños más optimistas y la Selección argentina no mostró ni el mínimo atisbo de reacción. Tan así fue que a Diego, cuando iba a hacer entrar a Montenegro, se le leyó claramente en los labios que le decía “tené la pelota”, con la evidente intención de evitar que los del altiplano siguieran aumentando las cifras de una derrota que ya era racionalmente irreversible.
Una muestra de nuestro irremediable exitismo argentino: hasta el descanso, éramos por lo menos diez argentinos pendientes del partido. Con el 1-3 parcial, el entusiasmo e interés iniciales mutaron en desazón y una andanada de reproches; más de uno empezó a decir cosas como “yo sabía que Maradona no iba a andar en la Selección” o “¿qué querés con ese planteo?”. Varios de los presentes aseguraban que la altura “es un verso”; el único que no se cansó de reiterar una y otra vez que en La Paz se dificulta la práctica de deportes para los foráneos fue justamente el único de los que estaba allí que conocía la ciudad y podía hablar con fundamento: Ernesto, mi jefe. Al segundo tiempo sólo lo seguimos unos pocos, ya que, para nuestros compatriotas, el fútbol sólo interesa mientras se gana o se mantiene chances de hacerlo.
Decididamente y por motivos de índole bien diferente, estos dos días no trajeron buenas noticias para nosotros. La eliminatoria es larga y la inolvidable derrota contra Bolivia no pone en riesgo las aspiraciones argentinas de llegar a la próxima Copa del Mundo. A Alfonsín deberemos homenajearlo tomando sus mejores enseñanzas para aplicarlas en beneficio de nuestra castigada república; y, también, teniendo en cuenta sus errores para que no volvamos a cometerlos.

3 comentarios:

Patricio Insua dijo...

Fernando, creo que la muerte de alguien público no debe agigantar sus virtudes ni hacer desaparecer sus defectos. En el caso de Alfonsín pesa, al margen de sus ideas políticas, su simbolismo: el hecho de haber sido el primer presidente de la restitución democrática y, a su vez, el primer voto de muchos millones de personas le dan algo especial. Además, se agrega las esperanzas que el pueblo cifraba en la Democracia, las ganas de que se haga realidad eso de que con la democracia no sólo se vota, sino también se cura, se come y se educa, como pregonase el fallecido ex mandatario. No puedo dejar de mencionar que nada de eso pasó y que Argentina es -cuando no- el raro caso de un país que notoriamente involucionó: se está mucho peor que 25 o 24 años atrás, con más pobres, más exclusión, mayor brecha entre ricos y pobres, peor educación y saludo pública, más embrutecimiento, más violencia y un marcadísimo deterioro social.
Respecto de la Selección, creo que la mala planificación del partido explica la derrota y la altura define la goleada. Me llama la atención cómo los agoreros que relativizaron el triunfo 4 a 0 ante Venezuela son los mismo que ahora se rasgas las vestiduras: es decir, par ellos fue una fantasía el partido contra la Vinotinto y la realidad de la Selección es este 6 a 1. Es evidente que la histórica y dolora derrota de ayer es una excepción absoluta y no pude tomarse como elemento central de análisis de esta primera etapa del proceso Maradona. Veremos qué depara el futuro.
Un fuerte abrazo

Reinaldo Martínez. dijo...

Fer:
Aún estando de acuerdo con vos, creo que a Alfonsín se lo reconoció en vida y no or su muerte. Lo que se dijo ayer y hoy de él también se decía, al menos, hace un año. Coincido en que la muerte no mejora a nadie, aunque la mayoría de los argentinos piense otra cosa.
Sí. "Padre de la Democracia" es una desmesura. Creo que el padre involuntario de la democracia argentina es Galtieri y la madre, Margaret Thatcher, por obvias razones.
Pero los sucesores de Alfonsín estaban escondidos debajo de la cama cuando él defendía detenidos y buscaba desaparecidos DURANTE la dictadura. Después somos todos guapos.
No la quiero hacer muy larga. Firmo con las dos manos lo que decís de su gobierno y podría agregar varios puntos más en la columna del "debe". Simplemente creo que el gobernante mediocre fue un gran estadista.

Mauricio Monte dijo...

del mismo modo que la hiperinflación no es sólo patrimonio de alfonsín (porque no fue sólo patrimonio de argentina sino también, y sobre todo, de un momento coyuntural), tampoco lo es la democracia. hasta ahí estamos, creo yo, todos de acuerdo.
Sobre el comentario de patricio, creo que la brecha entre ricos y pobres tampoco es un patrimonio argentino, sino una consecuencia de un modelo que desde hace mucho, acentúa esta diferencia.
Con respecto a los sectores deteriorados, creo que son consecuencia de otro deterioro aun mayor: la clase política está deteriorada. y ahí empieza.