lunes, 24 de septiembre de 2007

Lejos, pero muy cerca

Esto es noticia. El sol brilló sobre Köln durante todo el fin de semana. Ideal para hacer rodar la bicicleta que me regaló un alemán, Thomas Schumacher, hace pocos días. Fue un gesto que no esperaba recibir de él, que acaba de casarse y con quien sólo había conversado tres o cuatro veces durante mi otra estada acá. Thomas tiene un local enorme en el que se dedica a la venta y acondicionamiento de este tipo de rodados, que comparte con los tranvías la preferencia de los coloneses para trasladarse dentro de la ciudad.
Aunque me gusta mucho hacerlo, llegué a la conclusión de que no es un buen ejercicio la lectura de los diarios argentinos. Quizás la distancia nos pone más sensibles a los que estamos lejos; pero hay cosas que, me parece, no tienen que ver con eso. Estoy escuchando la radio mientras escribo esto; Víctor Hugo y Daniel López comentan que las encuestas dicen que la inseguridad es el problema que más atormenta a los argentinos. La vida parece valer cada vez menos, todos los días alguien muere por unos pocos pesos o algún elemento de poco o mucho valor. Me cuesta creer lo que leí hace un rato: a un chico de doce años le reventaron la cabeza de un balazo en un cíber porque el padre tenía poco dinero encima. Pero desde arriba insisten con que los índices de pobreza bajan, aunque después de lo que pasó últimamente uno no sabe si eso es real o si también en este rubro los números son dibujados. No era fácil determinarlo estando allá, mucho menos lo es a una distancia que excede lo meramente geográfico.
Acá se vive seguro y se puede percibir hasta qué punto no estarlo degrada la calidad de vida. Se ven mujeres y chicos solos en bicicleta por la calle y a toda hora. La gente, en general, no necesita mirar para todos lados a ver de dónde viene el intento de atraco. Los cajeros automáticos dan a la calle y en todos los vagones de trenes y tranvías hay cámaras que permiten identificar inmediatamente al autor de cualquier tipo de ataque contra la integridad del otro; y un detalle fundamental, que lo expongo con una anécdota. Cuando me iba para la Argentina al regreso de mi viaje anterior a Alemania, la esposa de Gustavo me acercó un par de regalos para llevarles a mis sobrinos. A Camila le envió una carterita y otras cosas de nena. Para Ian había un autito de carreras; mientras yo le agradecía, Almut me explicó que “pensaba comprarle un auto de policía, pero como sé que en Argentina no tienen buena imagen preferí esto. Acá, a los chicos se les regala muchos juguetes alusivos a ellos, porque todos acá sabemos que los policías son nuestros amigos y que están para ayudarnos por cualquier problema que se nos presente”. Huelga cualquier comentario.
Gracias a nuestras joyitas, cada vez que hay elecciones viene la denuncia de fraude adjunta. Van a hacer el recuento de los votos, porque nunca es del todo confiable el primer conteo, y resulta que hay más sufragios que electores habilitados. Hay casos en los que hasta el que gana tiene dudas. Al ministro que maneja una de las áreas estratégicas del país le ponen como control a su esposa. Uno de los dos pares de bigotes mágicos que siempre intenta convencernos de que el sol sale de noche, Alberto, ahora dice que la inflación no existe en la Argentina; y para peor, tengo que aguantar que uno de los nuestros que lleva muchos años viviendo acá me diga que el otro, Aníbal, es un tipo brillante porque tiene respuesta para todo. Parece joda. Esto no es el Edén absoluto, acá también aparece cada tanto un caso de corrupción, pero cuando uno le cuenta estas cosas a los alemanes no pueden contener el sentimiento de compasión, que sucede a la incredulidad. Por estos lares todavía tienen valor las instituciones, el sistema tiene alguna defensa contra este tipo de enfermedades que a nosotros se nos han hecho crónicas. Para peor, parece que no vamos a curarnos; porque según los mismos diarios que todavía tengo en la pantalla, lo más probable es que después del ataque agudo que tendremos en octubre sigamos afectados por otra cepa de este mismo virus y quién sabe si la que viene no es todavía más virulenta que la que padecemos por estos días. Perdón a todos por la catarsis.
El otoño volvió a hacerse notar el lunes. Otra vez la lluvia, días cada vez más cortos. A las siete y media de la tarde ya no hay luz natural y cuentan que en el invierno eso sucede a las cinco. Todos dicen que es triste, pero voy a esperar a verlo para estar de acuerdo o no.

lunes, 17 de septiembre de 2007

Mi rincón en Köln


El barrio colonés en el que vivo se llama Ehrenfeld, que traducido al español significa “campo del honor”. Posiblemente se trate del sector más cosmopolita de una ciudad tan multirracial como esta. Es un Viertel que en los últimos tiempos se ha puesto “de moda”. Muchos intelectuales y gente de los medios buscan departamento por esta zona. Algo parecido a nuestro Palermo Viejo, con la diferencia de que acá no le agregaron “Soho” o “Hollywood”. Sigue siendo el Ehrenfeld de siempre.
En la esquina de la Simrockstraße y la Stammstraße está El Rincón, el restaurante de mi amigo y guía Gustavo Flamma. Oriundo de Sarandí, divide su amor futbolero entre Boca y Arsenal. Está casado con una alemana llamada Almut y desde hace algo más de dos años tienen a Adrián, que nació en Köln y se comunica en alemán con la madre (que habla casi perfecto castellano) y en español –porteño- con el padre. Gustavo vive en esta ciudad desde 1999 y es quien me da alojamiento durante mi estada acá y me acompaña en las gestiones para las cuales mi manejo del idioma es insuficiente, lo que equivale a decir casi todas. Pobre, de repente le cayó desde la Argentina un hijo que tiene casi su misma edad.
El Rincón fue inaugurado hace poco más de un año, en junio de 2006. Por ahora, sólo abre para la cena: martes a domingos de 18.00 a 1.00; los lunes está cerrado. Es un bar de tapas al estilo español que también ofrece algunas especialidades argentinas, como nuestros clásicos bifes. La clientela es de lo más variada. Uno de los más asiduos comensales, que viene dos o tres veces por semana sin fallar, es un escritor muy conocido en Alemania; se llama Günther Wallraff, es un señor muy atento y cordial que tiene unos sesenta años y habla con un pronunciado seseo. Una de sus obras más famosas es un libro que fue traducido a varios idiomas y que se titula “Cabeza de turco”, para cuya investigación Wallraff se hizo llamar Alí, se caracterizó como uno de ellos y durante dos años buscó los empleos, siempre insalubres y peligrosos, que estaban destinados a los turcos que llegaron en gran cantidad a trabajar en la reconstrucción de Alemania tras la guerra. Wallraff es muy consultado por estudiantes universitarios, a quienes cita en El Rincón para conversar con ellos durante la cena, siempre regada con los mejores tintos disponibles en la bodega. No son pocas las veces en las que no podemos dejar de mirar a las estudiantes que se entrevistan con este buen señor con modales de caballero, a quien en la cocina ya le conocen todos sus gustos y se los conceden.
Gustavo atiende casi personalizadamente a cada uno, lo que a los alemanes les gusta de manera especial. Va a saludarlos apenas entran, con un abrazo a los más conocidos, y les sugiere una mesa donde ubicarse. Muchos son visitantes frecuentes, que encuentran un ambiente cálido y familiar para sentarse a cenar y conversar. La luz es tenue y se suena mucha música en castellano, que incluye mayoritariamente a Joaquín Sabina, ritmos españoles tradicionales y tangos interpretados por el “Polaco” Goyeneche. Al momento de pedir la cuenta, los comensales reciben una última atención: “Was trinken Sie gerne auf El Rincón?” (algo así como “¿qué le gustaría beber por invitación de El Rincón?”). Cuando los clientes se retiran, el saludo se repite con la misma calidez que a la llegada y se escucha el habitual “schön Abend noch” del anfitrión, una forma muy atenta de despedirse entre los alemanes que quiere decir “que termine bien la noche”.
La galería de los personajes también tiene a los difíciles. Uno muy especial es un calabrés que vive a pocos metros, a quien Gustavo llama “allenatore (director técnico, en italiano)”. Hace treinta y cinco años que está radicado en Alemania y es vendedor ambulante de helados. No mide más de 1,60, casi es más ancho que alto y camina sacando pecho a lo compadrito. Pasa siempre después de cenar en su casa con la firme intención de que le inviten un café, cosa que a veces logra. Pero fue muy gracioso una noche en la que después de tomarse su “espresso” le acercó a Gustavo el puño cerrado como para pagarle con monedas, mientras le preguntaba cuánto era. Cuando escuchó “un euro con sesenta” se sorprendió y tuvo que meter la mano en el bolsillo para sacar monedas realmente, porque el puño estaba vacío. Un trucho.
Cerca de la hora del cierre, a la medianoche, suele venir Yuri, el mecánico de la mitad de cuadra. Es muy flaco y alto, tiene un poco más de cuarenta años, el pelo cano hasta los hombros y camina como esforzándose por mantener el equilibrio. Pide sugerencias sobre qué comer, pero siempre terminará eligiendo los chorizos a la sidra con papas. Parece divertirse haciendo ácidos comentarios mientras come sentado en un banco de la barra. Es como si se regodeara con el alemán en ningún caso perfecto de todos los que trabajan acá. Insiste en dialogar con Gustavo, pero éste adivina a dónde llevan esas charlas y las evita. Al final, Yuri paga y se va dejando la sensación, cada vez más certeza, de que tiene algún serio problema con la cisterna y no le llega el agua al tanque.

viernes, 14 de septiembre de 2007

¿Por qué es imposible para nosotros?


Mi amigo Roberto Aramayo redactó la carta en alemán y la envié por fax a la señora Keller, la encargada de prensa de la federación alemana de fútbol, quien pidió que adjuntara una fotocopia de mi carné de periodista. Debía retirar la credencial el día del partido en el hotel Intercontinental de Köln, en el centro. No hubo sorpresas. En la recepción me la entregaron con el solo requisito de acreditar mi identidad.
Tomamos el tranvía en Neumarkt, un punto de combinación de transportes. En los lados largos de la plaza hay andenes para los Straßenbahn. Para ocasiones como esta, el ente que los administra pone una persona en cada puerta con la sola misión de determinar cuándo no hay más lugar e impedir que suban más pasajeros y asegurarse de que las puertas pueden cerrarse sin riesgo. No hay aglomeración, porque ni bien sale una formación de la estación entra otra con el mismo destino. Ahí subimos a la línea E, que se habilita para los días de partido y termina a cien metros del Rhein Energie-Stadion.
A Roberto le negaron la acreditación, por lo que no tenía asegurada su presencia en el partido amistoso entre Alemania y Rumania. Ni bien nos bajamos del tranvía aparecieron los revendedores. Parece que encontramos novatos o muy urgidos, porque ofrecen a veinticinco euros la entrada que vale veinte.
Desde el ingreso al sector de prensa hasta mi ubicación, todos los controladores son, al menos, bilingües. Me tocó en el sector alto de la tribuna oeste. Para que tengan una idea, el estadio es parecido al de Vélez y estoy en las primera filas de la platea norte alta. El grupo más compacto de rumanos, unos tres mil, está en un codo; pero se ven camisetas amarillas, rojas y azules por todos lados. Dos de ellos están un par de butacas delante de la mía, en medio de todos los alemanes. En cada asiento pago hay una banderita alemana prolijamente enrollada.
Toda la previa tiene un conductor que está dentro de la cancha y es permanentemente mostrado por las dos pantallas gigantes, ubicadas en las esquinas sudeste y noroeste del estadio. Cuando anuncia las formaciones, primero nombran a los visitantes; después, se cumplirá con un rito de cada partido del fútbol alemán: empezando por el arquero y continuando en orden ascendente según el número de la camiseta de cada jugador, el anunciador menciona el nombre de pila y todos los hinchas corean el apellido. Hay dos que son los créditos locales: Lukas Podolski, que tras el Mundial pasó a Bayern Múnich, y Patrick Helmes, delantero de Colonia y único futbolista del Nationalmannschaft que no juega en Primera.
El entusiasmo de los alemanes sufre un rápido impacto. A los tres minutos, un centro desde la izquierda, toque de Goian al lado del arquero y gol de Rumania. Me pareció off side, pero la pantalla gigante no entrega una buena repetición. Los rumanos festejan el tanto y nadie los molesta. Me compadezco de ellos con sólo imaginarlos intentándolo contra la Argentina en la Bombonera o en el Monumental.
El aliento para los locales es constante. Todos siguen el ritmo que imponen diez bombistas “oficiales” que están detrás de los arcos, sobre el césped, en el espacio que queda entre los carteles de la publicidad y la tribuna. El tiempo pasa y el estadio sufre, porque los rumanos manejan bien los pelotazos cruzados y generan situaciones muy claras. Pero no se escuchan insultos ni gritos desaforados. A los cuarenta y uno empata Schneider –de Leverkusen, de cabeza- y los alemanes explotan. Por los parlantes sale una canción que obviamente no entiendo y todo el mundo la canta mientras agita las banderas alemanas.
En el entretiempo hay largas filas para comprar cerveza, que en este partido fue permitida. Para conseguirla, los hinchas debían adquirir antes de entrar una tarjeta a la que se le carga un crédito. Cuando pasan por el puesto de venta, un lector descuenta los cuatro euros que cuesta cada vaso. No se maneja dinero y eso agiliza mucho el movimiento porque, entre otras cosas, no hay que esperar el vuelto, mucho más si aparece alguno que no dispone de billetes “chicos”. Si quedó crédito, sirve para otro partido.
Alemania lo dio vuelta en el segundo tiempo con los goles de Odonkor –jugador de Betis, en España- y Podolski, el mimado de la gente. A pesar de que sus compañeros lo intentan por todos los medios y el técnico Joachim Löw lo deja en la cancha los noventa minutos, Helmes no convierte. La verdad es que creo que debe ser un gran pibe para que la gente lo banque tanto. Porque si es por lo que juega...
Cerca del final, las pantallas informan que hay 44,500 espectadores. Ni bien termina el partido salgo a buscar el punto de encuentro con Roberto, para ir a tomar el tranvía de vuelta. Hay uno que va al centro que me deja a dos cuadras de casa, pero el que está en el andén no tiene más lugar; y en la espera del siguiente, no más de dos minutos, percibo un detalle que me supera: los anuncios del recorrido de los trenes, tanto sonoros como en los carteles electrónicos, son hechos en alemán ¡¡¡y en rumano!!!
Con mi incredulidad a cuestas y media hora después del final del partido ya estoy cenando en El Rincón. A mis amigos futboleros les pido perdón por la ausencia de detalles sobre el partido. Le presté poca atención porque fui al estadio con la intención de ver otras cosas; y no saben cómo me duele haber comprobado que lo que en la Argentina es casi un delirio romántico en otros lugares es una realidad cotidiana.

lunes, 10 de septiembre de 2007

Buena onda a orillas del Rin


Después del primer mes de experiencia germana, que se cumplió el domingo 9, debo decir que no puedo quejarme de cómo me ha recibido este país. Vivo y trabajo sin ningún tipo de inconveniente dentro del marco de una ciudad acerca de la cual ya les conté en los envíos anteriores.

Dicen que Colonia es un lugar especial de Alemania por la calidez de su gente, que difiere en este aspecto del resto de los alemanes. Alguna vez me referí al concepto que tenemos de ellos, a quienes definimos como gente fría y poco sociable. Estoy en lo de los franceses, como todos los mediodías. Olivier, fanático del rugby, me recibe con felicitaciones y un apretón de manos por la victoria de anoche de Los Pumas ante los suyos en el Mundial. Los nuestros les ganaron en el patio de su casa, en Saint Denis. Yo había pronosticado un triunfo con mucho trabajo de los azules, pero los de Loffreda defendieron como leones en el segundo tiempo e hicieron historia.
Para variar, afuera está nublado y la lluvia es una promesa que otra vez se cumple. Observo a mi alrededor en "Les saveurs de Provence" y veo las siete mesas ocupadas, incluyendo a la mía. Cualquier persona que entra saluda a todo aquel con quien cruce la mirada. Cada uno está en su tema, pero llama la atención la facilidad con la que nacen charlas de una mesa a otra. No son comentarios ocasionales sobre el tiempo, la caída de una servilleta o algo así. No se conocen, no se vieron nunca antes, pero conversan de cualquier cosa como si se conocieran de mucho tiempo. Mi escuálido alemán no me permite seguir la conversación, pero se los ve interesados en lo que dice el de la mesa de al lado; después de un rato, la distribución de las sillas no tiene nada que ver con el orden que tenían hace media hora. Esto es muy común verlo en cualquier café o restaurante y, cuando es necesario, los alemanes no tienen ningún inconveniente en hablar en inglés. Ya no me quedan dudas: sociables, son sociables; y extremadamente educados.
También es curioso lo que pasa a la hora de pagar. Si en la mesa hay dos o más personas, cuando se pide la cuenta viene la pregunta del mozo o de quien atienda: “¿getrennt oder zusamenn (separado o todo junto)?” Si no es una mesa ocupada por una familia, la respuesta mayoritaria es getrennt. Se le hace la cuenta a cada uno, paga y listo. Cuando alguien se va antes que el grupo que lo acompaña, pasa por la caja, recita todo lo que consumió y le cobran. Muchas veces, en las mesas con parejas o personas en tratativas para formarla, la que paga es la mujer. Hay otra situación que se observa con mucha frecuencia, que debiera parecernos normal y a la cual, lamentablemente, nosotros no estamos acostumbrados: puede suceder que haya un error en la cuenta y el beneficiado sea el cliente; éste, inmediatamente, advierte de la equivocación a quien sumó mal. Siempre. Lo hacen con la misma convicción con la que esperan los centavos de vuelto, tras lo cual dejarán la propina.
El fin de semana que pasó lo tuve libre porque la Liga entró en receso por el compromiso de la selección por las eliminatorias de la Eurocopa 2008. Dediqué toda la tarde del domingo a caminar por la ciudad. Frente a la catedral, hay una muestra de imágenes de los ataques nucleares de Estados Unidos sobre Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945. Allí se ven fotos espantosas y cuadros que aluden al tema, además de los testimonios escritos de algunos sobrevivientes. Cuesta desatar el nudo de la garganta para retomar la caminata.
Antes de llegar a la orilla del Rhein se pasa por la estación central de trenes de Colonia. Es increíble como el ferrocarril mueve a este país. El tránsito es incesante desde y hacia distintos puntos de Alemania y Europa. Planeando el viaje con cierta antelación y comprando el pasaje por Internet se consiguen muy buenos precios, por lo que es el medio de transporte preferido para cubrir recorridos cortos y medios; hay quienes también lo prefieren para trayectos más largos.
Una vez en la costa, hay que cerrar bien el abrigo porque el viento es frío. Justo detrás de la catedral hay un par de embarcaderos de los cuales parten los barcos que ofrecen viajes y paseos. Se puede navegar una hora por siete euros (tres para los chicos) y esas mismas empresas ofrecen programas de todo un día que cuestan un poco más de veinte. También se puede viajar a las ciudades cercanas –Bonn, Düsseldorf- por vía fluvial. A cada rato pasan también barcazas en las que se transporta todo tipo de elementos. El Rhein, que también recorre ciudades como Estrasburgo, Karlsruhe, Mannheim y Duisburgo, tiene más de 1300 kilómetros de longitud y desde 1868 es considerado como “aguas internacionales”, lo que le permite a la mediterránea Suiza acceso al Mar del Norte sin ningún tipo de restricción. Desde el punto suizo más cercano a la desembocadura, Basilea, son alrededor de 880 kilómetros de aguas navegables para llegar a Rotterdam, en Holanda, donde finaliza el curso del río.
Se hizo de noche y hace frío. Después de la caminata de vuelta, de casi cincuenta cuadras, el café con leche me devuelve la energía que consumí. Mientras, se pone en marcha la computadora para empezar a escribir.

jueves, 6 de septiembre de 2007

¿Mejor o peor? Sin dudas, distinto

Hay algo que me separa decididamente de los alemanes: se puede fumar en casi todos lados, incluidos los lugares donde se come. Ese fue uno de los motivos por los cuales adopté el bistrot de mis amigos franceses; ellos no lo permiten. Pero hay una buena noticia: el próximo 1 de enero entrará en vigor en todo el país la ley que prohíbe terminantemente fumar en todos los espacios cerrados. ¡Vamos todavía!
Esta semana tuve mis primeros días seguidos de automovilista en Köln. El tránsito es tan ordenado que hasta aburre, pero hay que conocer bien la señalización y algunas reglas; por ejemplo, si uno llega a un cruce de avenidas por el carril derecho DEBE girar; si intenta seguir adelante por una distracción o un arrepentimiento súbito, es Strafe (multa) segura. Sí o sí hay que poner la luz de giro para cambiar de carril o para doblar, aunque no venga nadie detrás.
El peatón y el ciclista siempre tienen prioridad si no hay semáforo y al girar en una esquina hay que mirar si por la bicisenda o la vereda no viene nadie, porque en ese caso también tiene preferencia el que pedalea o camina. No dan tregua con el estacionamiento. El barrio en el que vivo, Ehrenfeld, no es céntrico. Pero permanentemente se ve a los inspectores con esos posnet con los que toman nota de las infracciones. Imprimen el comprobante y lo dejan en el parabrisas; mientras, en ese aparato quedan los datos que al final de la jornada se descargan en el sistema del municipio. A los pocos días llega la carta con la boleta y no hay amigos que eviten el pago, aunque los montos no son muy altos. Si hay un choque, por mínimo que sea el daño, el damnificado tiene que dar parte a la Policía si quiere cobrarle a alguna compañía de seguros. Sin esa constancia es imposible iniciar cualquier trámite. También existen las fotomultas para el exceso de velocidad, con variantes: la imagen incluye el rostro del conductor y el valor que se paga depende de la diferencia entre la velocidad registrada y el máximo permitido.
El tiempo sigue dándonos sol en dosis muy bajas y día a día se va sintiendo más cerca al frío. Ya hay que usar algo más que las remeras livianas de mangas largas. Dicen que el invierno va a ser duro, como lo es siempre, pero difícilmente tendremos nieve, al menos en la ciudad. Eso es cosa de uno o, como mucho, dos días por año y en la periferia. Cuentan que a las cuatro de la tarde ya es de noche –valga el juego de palabras-, que hay pocas horas de luz natural por día en diciembre y enero. Dicen que es triste a partir de noviembre; cuando llegue veremos qué tanto lo es.
Un amigo argentino estudioso de la Segunda Guerra, que vive acá, me contaba días atrás de qué manera le es difícil encontrar testimonios y evidencias de los años de nazismo en Alemania. Es algo de lo que a los alemanes no les gusta hablar en general, ya que a la inmensa mayoría la avergüenza. Existen, sin embargo, pequeños focos de reivindicación que se limitan a pocas personas de edad avanzada que por alguna razón inentendible sienten nostalgia por aquellos tiempos. Afortunadamente, la cantidad es mínima y no están bien vistos. Las generaciones más recientes quieren despegar la imagen de “su” Alemania de lo que consideran una etapa de bochorno internacional. Por eso, cuentan, el Mundial llenó de alegría a este país porque les permitió cubrir las ciudades con los colores de su bandera. Se permitieron mostrarle al mundo su orgullo por ser alemanes, cosa que antes dudaban en expresar abiertamente por la imagen todavía presente de lo que pasó entre 1939 y 1945, con la derrota militar y los crímenes del nazismo incluidos.
Los alemanes parecen haber hecho una profunda introspección después de ese horror. Quizás sea por eso que hoy no hay lugar para el racismo, al que combaten en todos los frentes. Les doy dos ejemplos: me contaron que hace un par de años, salió en los medios de Colonia la noticia de que en una discoteca le habían negado el acceso a un muchacho de origen africano. Poco tiempo después, el boliche debió cerrar por falta de asistentes. No hizo falta que lo clausuraran, porque los mismos clientes emitieron su veredicto: dejaron de ir. Así de simple. En lo que hace al fútbol, los reglamentos prevén sanciones que incluyen quita de puntos ante la eventualidad de una manifestación racista por parte de un jugador o de la hinchada de algún equipo. Hace dos semanas, Borussia Dortmund zafó con lo justo del descuento, aunque su arquero Roman Weidenfeller recibió tres fechas de suspensión y una multa de diez mil euros por una actitud discriminatoria contra Gerald Asamoah, el jugador de origen ghanés de Schalke 04. Éste último acusó a Weidenfeller de decirle “schwarzes Schwein” (negro cerdo) y, según lo que todos afirman, eso es lo que se lee en los labios del arquero en el primer plano de la acción. El equivalente a nuestro tribunal de disciplina tomó un camino intermedio: su presidente explicó públicamente que se castigó a Weidenfeller por discriminación y no por racismo, ya que ellos interpretaron que dijo “schwoles Schwein” (cerdo homosexual). Se mandaron una de la AFA pero a medias, porque, al menos, el agresor no quedó impune.

La carta de presentación de la ciudad


Hay dos cosas de las cuales Köln se enorgullece particularmente. Una de ellas es el 1.F.C. Köln, el equipo de fútbol de la ciudad y uno de los grandes del fútbol alemán, que desde hace un mes tiene como arquero a Faryd Mondragón y deberá jugar otro campeonato en la Zweite (segunda) Bundesliga, división a la que cayó en abril de 2006, meses antes del comienzo de la Copa del Mundo que se jugó en este país. El Rhein Energie-Stadion, que fue una de las nueve sedes del último Mundial, tiene lugar para alrededor de cincuenta mil espectadores y se llena para cada partido; para esto no hace falta que el equipo esté cerca de los primeros lugares, sino que siempre será casi imposible conseguir una entrada si no se está dispuesto a pagar los no menos de 70 u 80 euros que piden los revendedores, que acá también los hay. Ese valor es diez veces el de boletería. Tenía muchas ganas de ver el choque del lunes contra Alemannia Aachen, pero ni loco pago eso para ver fútbol. No este, al menos. Encima, malas noticias: Köln perdió 1 a 0.
El otro orgullo de los coloneses es der Dom, la Catedral. Es realmente imponente. Está a orillas del Rhein, sobre la margen occidental. Fue levantada como dándole la espalda al río, con la entrada orientada hacia el oeste. Es de estilo gótico y su construcción fue iniciada allá por los comienzos del segundo milenio. Por estos tiempos, además, tiene al lado la estación central de trenes, el Hauptbahnhof, esa a la que llegué dos minutos más tarde de lo previsto, como les conté. A tal punto la catedral es representativa de Köln que los logos que identifican al gobierno de la ciudad y a sus dependencias la tienen presente, así como también forma parte del escudo del club de fútbol entre otras alusiones que uno puede encontrar a cada paso.
Al entrar al Dom nos encontramos con la nave central y el altar, casi en el centro. Hay vitrales por donde uno mire y cuesta determinar cuál es el más lindo. Está lleno de turistas que hacen que el lugar esté permanentemente iluminado con los flashes de las cámaras, que acá también cumplen con la regla: detrás de casi todas ellas hay un japonés. ¿Nacerán ya con la camarita y el pasaporte en la mano?
Varias escaleras llevan a las distintas criptas, donde hay menos turistas y se puede percibir con facilidad el olor a humedad, que llega a molestar. Los ambientes son chicos y están dedicados a distintos santos. Algunos fieles rezan, por lo que uno se va rápido para no molestarlos. Volviendo hacia el portón principal está el acceso a la torre sur, a donde subir cuesta tres euros. Es una interminable escalera circular, muy angosta, y se usa tanto para subir como para bajar. A pesar de que permanentemente hay que frenar y ceder el paso a los que vienen en sentido contrario, nadie se fastidia. Todo el mundo se lo toma con paciencia. En un punto intermedio del ascenso se llega al recinto de las campanas, que tienen un diámetro de más de dos metros y una altura proporcional, así que imaginen lo que son y lo que pasa cuando suenan, cosa que ocurrió mientras caminaba por un pasillo contiguo. El ruido es estremecedor y el piso se mueve.
Al final, después de casi cuarenta minutos de trepada sin pausa, llegamos a la parte más alta. Nos separan un par de cientos de metros de la calle y hace siete u ocho grados menos que en el recorrido por la escalera. Los espacios abiertos están enrejados, tal como sucede en la torre Eiffel, para evitar que algún loco decida hacer desde allí el último vuelo de su vida. Se ve toda Köln y el panorama que se tiene de la ciudad es espectacular. Vale la pena el esfuerzo de subir semejante cantidad de peldaños.
Esta ciudad fue, como muchas otras en Alemania durante la Segunda Guerra, devastada por los bombardeos aliados; hay fotos que impresionan. En el Museo de Historia Alemana, en Bonn –un lugar imperdible a veinte minutos en tren desde Colonia-, también se puede ver videos de la época que muestran que hombres y mujeres, viejos, jóvenes y hasta chicos trabajaron en la reconstrucción. Llama la atención que esa tarea tenía como primer paso terminar de destruir lo poco que había quedado parcialmente en pie. Sin embargo, esta obra monumental atravesó indemne los años de la catástrofe. La primera pregunta que hice cuando bajé fue la misma que seguramente podrán estar haciéndose ustedes: ¿cómo sobrevivió der Dom a los ataques de los enemigos del Tercer Reich? Hay dos respuestas que entregan los estudiosos que se disputan la verosimilitud de sus conclusiones: una de ellas, difícilmente aceptable en el contexto de una guerra, dice que los mandos aliados ordenaron respetar la Catedral por su significado religioso. Puede ser, pero... La otra hipótesis, mucho más creíble, al menos para mí, sostiene que no fue derribada simplemente porque servía de referencia para establecer su posición en los raídes aéreos a los aviadores que usaban el curso del Rhein como guía. En aquellos tiempos no existían las ayudas con las que hoy cuentan los pilotos de avión de todas especialidades. Se volaba mucho más “a ojo” y la guerra terminó doce años antes de que los rusos enviaran al espacio el primer satélite artificial, el “Sputnik I”, en 1957.
A esta altura, ustedes estarán aburridos y yo con hambre. Me voy a comer y resuelvo los dos problemas.

Los primeros pasos

Es lunes; como cada día, vengo a almorzar al bistrot (eso dice en la vidriera) de mis amigos franceses Nicholas y Olivier, en la Venloerstraße. Este lugar está hecho para mí; la comida es excelente y no muy costosa, la atención es inmejorable, no permiten fumar y, por último, tiene conexión WiFi. Pero no sé qué problema hay y es imposible conectarse. Sin Internet, empiezo ahora lo que pensaba redactar más tarde.
El miércoles pasado, 15 de agosto, fue mi séptimo día completo en Köln; tuve que ir hasta Bergisch Gladbach para registrarme en la oficina de extranjeros. El recorrido comprende unos treinta kilómetros desde el centro de la ciudad. En la Rudolfplatz me subí al Straßenbahn (tranvía), línea 1, que llegó puntualmente a las 10:21. Caminé veinte minutos para llegar a la parada, así que imagínense a qué hora me levanté. Para muchos de ustedes será normal, pero para mí estos son horarios de madrugada.
En la parte inicial del trayecto nos mantenemos sobre la superficie. A medida que salimos de la ciudad vamos alternando con tramos subterráneos; las luces de los vagones se encienden automáticamente al entrar a la zona de túnel y se apagan cuando salimos. Una voz grabada va diciendo cuál es la próxima parada. Cerca del destino, las vías están tendidas en una zona boscosa y se ve verde intenso en cualquier dirección a la que se dirija la mirada. Por fin llegamos a la terminal, Bensberg, donde está esperándome mi jefe para ir a hacer el trámite de permiso de residencia. La señora que atiende, extremadamente amable y cordial, me pide el pasaporte y el formulario que tuve que llenar durante la espera. Encuentra un casillero libre, en el que se debe informar la religión que se profesa; ella me pregunta qué debe poner ahí y le digo “nichts” (nada). Después supe que de haber puesto cualquier otra cosa se descontaría un porcentaje de mis ingresos que iría a las arcas de la Iglesia de la que figurase como miembro. Menos mal, porque al único vago al que acepto mantener acá soy yo mismo; a ninguno más. Todo fue rápido, no más de diez minutos.
Pasó el segundo fin de semana de trabajo, con saldo muy positivo. El sábado último hice, creo, mi mejor transmisión. Conocía bien a todos los jugadores de los dos equipos y relaté sin mirar la hoja con las formaciones, por lo que pude mantener la vista siempre sobre la pantalla. Bayern Múnich aplastó 4 a 0 como visitante a Werder Bremen. El domingo, una buena y una mala. La favorable es que el gol de penal de Van der Vaart para la victoria de Hamburgo sobre Leverkusen deja de pie a mi invicto: diecisiete partidos de Bundesliga y ningún 0 a 0. La faceta negativa: por primera vez hay que repetir una grabación por mi culpa. Me taré con los números de la tabla de posiciones y la ida a la banquina fue inevitable. “Kein Problem” (no hay problema), dicen todos ante mis reiteradas ofertas de disculpas que acepta con la mejor onda hasta el relator en inglés tuvo que volver a hacer un segmento que le había salido perfecto.
Una buena noticia como paréntesis en este relato desde mi refugio francés (pero no “afrancesado”); la computadora encontró otra red inalámbrica que no pide contraseña; otra vez tengo acceso a Internet.
Hace cuatro días que llueve y para, llueve y para. Si hay sol es tenue y dura poco. Alemania, mientras tanto, está conmocionada por un crimen mafioso en la ciudad de Duisburgo, a unos 80 kilómetros al norte de esta ciudad, en el que asesinaron a seis italianos de entre 16 y 39 años. Salieron de cenar, se subieron a dos coches y les llenaron el cráneo de balas. Los indicios conducen a un ajuste de cuentas entre “famiglias” calabresas y el hecho ha motivado contactos a nivel de los gobiernos para intentar esclarecerlo. Las muertes violentas acá no son frecuentes y, además, no hay ningún Aníbal o Alberto que intente explicar lo inexplicable cuando pasan cosas de esta índole.
Hay un aspecto que predomina con mucha claridad en la vida de todos los días: hay un altísimo grado de compromiso con las reglas del civismo. Por citarles un ejemplo, basta que un peatón apenas pise la calle para que el automovilista se detenga, aunque no se trate de un cruce peatonal demarcado. Es muy infrecuente escuchar un bocinazo, cosa que está penada por la ley en los casos en los que se la juzga innecesaria. La gente en general, no sólo los alemanes oriundos, respeta sin concesiones las reglas. La mayoría lo hace por legítima convicción y otros porque saben que transgredirlas tiene costo, a veces muy alto. La autoridad del Estado, representada por la Policía, está siempre presente. Aun con errores, no existe el concepto de la impunidad que, lamentablemente, reina en nuestra querida Argentina.
Tampoco es la desconfianza lo primero que aflora ante la interrelación personal, sino todo lo contrario. También puedo citar a mis amigos galos para otra muestra de buena convivencia: cuando termino de almorzar pongo a funcionar la notebook y me conecto a Internet por un buen rato, a veces largo. No sólo no me ponen cara de “estás abusando” ni nada parecido, sino que para lo único que se acercan a mi mesa es para ofrecerme un café. Si yo tengo ganas de tomarlo sin que me lo ofrezcan, debo aclararles que “es geht auf mich” (va por mi cuenta), ya que si no lo hago tampoco me lo cobran.

¡Hasta pronto!

-“Su asiento es el 9C. El equipaje va despachado directamente a Frankfurt. Que tenga buen viaje”, finalizó rutinariamente la empleada de Varig.
Eran las 5 de la mañana del miércoles 8 de agosto y en el aeropuerto de Ezeiza había pocos pasajeros. El último contacto con mi familia antes de ingresar al preembarque tuvo como broche el dulcísimo “chau, tío Feeeed” de la hermosísima Camila, que con sus tres años y sus pocas pulgas se bancó como la reina que es el inusual madrugón. Mi vuelo partía a las 7 con destino a Río de Janeiro; allí debía cambiar de avión para llegar a mi primer destino en Alemania. Después me esperaban casi 200 kilómetros por ferrocarril hasta Köln.
La cartelera dice que el tren que debía tomar sale diariamente del aeropuerto de Frankfurt a las 6.09, por eso no había mucho tiempo después de los trámites de migraciones, donde sellan enérgicamente mi pasaporte y me franquean el paso con un amable “willkommen und viel Spaß in Deutschland, herr Salceda (bienvenido y disfrute Alemania, señor Salceda)”. Una vez en el andén, al que llegué cerca de las 5.50, un letrero electrónico anunciaba que la formación entraría a la estación a las 6.00 y confirmaba la hora de la partida. Todo se cumplió con una precisión tan implacable que a uno le genera una envidia difícil de controlar y describir.
Ya estamos en movimiento. Un cartel electrónico con letras rojas emite mensajes en alemán, inglés, francés y holandés cíclicamente. Primero da la bienvenida a bordo, después informa el listado de paradas que tendrá el tren hasta el final de su recorrido, que será en Düsseldorf, y la hora estimada de arribo a la siguiente. Minutos antes de detenerse en cada punto intermedio recuerda a los pasajeros no dejarse el equipaje.
Dejé la valija más pesada en un espacio libre cerca de la puerta y me senté en una butaca de las cuatro ubicadas a ambos laterales de una mesa. La prolijidad y la limpieza del interior del coche inhiben hasta de hacer algún movimiento brusco y el aire acondicionado hace que rápidamente el pasajero se sienta a gusto. Del otro lado un señor arma su notebook y se pone a trabajar. A través de la ventanilla se disfruta un paisaje con muchísimo verde, pero nada agreste. A lo largo de todo el trayecto –repito, casi 200 kilómetros- se ven campos trabajados con plantaciones de muchas clases. Llueve mucho y noto que vamos cada vez más rápido. Enseguida aparece el guarda y le digo que voy hasta Köln; teclea con velocidad sobre una especie de posnet que tiene en la mano izquierda y sale impreso mi boleto, que me entrega a cambio de 56 euros. El cartel de los extremos del vagón parece haber notado mi inquietud por la velocidad y dice, como si tal cosa, que nos trasladamos a 259 kilómetros por hora, aunque uno tiene la certeza de que una taza de café con leche bien llena no derramaría una sola gota. El DB (Deutsche Bahn) es ultramoderno y funciona perfectamente, aunque es estatal. Estos alemanes son unos giles, unos verdes, no saben lo que es hacer grandes negoci(ad)os. Podríamos enseñarles, ya que nuestra Argentina está llena de científicos en esta materia y las universidades en las que deberían cursar tienen varias sedes, especialmente en La Rioja y en Santa Cruz.
La cuarta parada es mi destino. “Köln Hbf” (Hauptbahnhof, estación central), dicen los carteles de fondo rojo y letras blancas. Pero la eficiencia alemana con la que tanto machacan los que dicen que todo lo de afuera es mejor parece haberse manchado por el retraso, porque en la vitrina decía que llegaríamos 7.24 y eran las 7.26 cuando se abrió la puerta para poder bajar.
¿Vieron? Nadie es perfecto.