jueves, 6 de septiembre de 2007

¡Hasta pronto!

-“Su asiento es el 9C. El equipaje va despachado directamente a Frankfurt. Que tenga buen viaje”, finalizó rutinariamente la empleada de Varig.
Eran las 5 de la mañana del miércoles 8 de agosto y en el aeropuerto de Ezeiza había pocos pasajeros. El último contacto con mi familia antes de ingresar al preembarque tuvo como broche el dulcísimo “chau, tío Feeeed” de la hermosísima Camila, que con sus tres años y sus pocas pulgas se bancó como la reina que es el inusual madrugón. Mi vuelo partía a las 7 con destino a Río de Janeiro; allí debía cambiar de avión para llegar a mi primer destino en Alemania. Después me esperaban casi 200 kilómetros por ferrocarril hasta Köln.
La cartelera dice que el tren que debía tomar sale diariamente del aeropuerto de Frankfurt a las 6.09, por eso no había mucho tiempo después de los trámites de migraciones, donde sellan enérgicamente mi pasaporte y me franquean el paso con un amable “willkommen und viel Spaß in Deutschland, herr Salceda (bienvenido y disfrute Alemania, señor Salceda)”. Una vez en el andén, al que llegué cerca de las 5.50, un letrero electrónico anunciaba que la formación entraría a la estación a las 6.00 y confirmaba la hora de la partida. Todo se cumplió con una precisión tan implacable que a uno le genera una envidia difícil de controlar y describir.
Ya estamos en movimiento. Un cartel electrónico con letras rojas emite mensajes en alemán, inglés, francés y holandés cíclicamente. Primero da la bienvenida a bordo, después informa el listado de paradas que tendrá el tren hasta el final de su recorrido, que será en Düsseldorf, y la hora estimada de arribo a la siguiente. Minutos antes de detenerse en cada punto intermedio recuerda a los pasajeros no dejarse el equipaje.
Dejé la valija más pesada en un espacio libre cerca de la puerta y me senté en una butaca de las cuatro ubicadas a ambos laterales de una mesa. La prolijidad y la limpieza del interior del coche inhiben hasta de hacer algún movimiento brusco y el aire acondicionado hace que rápidamente el pasajero se sienta a gusto. Del otro lado un señor arma su notebook y se pone a trabajar. A través de la ventanilla se disfruta un paisaje con muchísimo verde, pero nada agreste. A lo largo de todo el trayecto –repito, casi 200 kilómetros- se ven campos trabajados con plantaciones de muchas clases. Llueve mucho y noto que vamos cada vez más rápido. Enseguida aparece el guarda y le digo que voy hasta Köln; teclea con velocidad sobre una especie de posnet que tiene en la mano izquierda y sale impreso mi boleto, que me entrega a cambio de 56 euros. El cartel de los extremos del vagón parece haber notado mi inquietud por la velocidad y dice, como si tal cosa, que nos trasladamos a 259 kilómetros por hora, aunque uno tiene la certeza de que una taza de café con leche bien llena no derramaría una sola gota. El DB (Deutsche Bahn) es ultramoderno y funciona perfectamente, aunque es estatal. Estos alemanes son unos giles, unos verdes, no saben lo que es hacer grandes negoci(ad)os. Podríamos enseñarles, ya que nuestra Argentina está llena de científicos en esta materia y las universidades en las que deberían cursar tienen varias sedes, especialmente en La Rioja y en Santa Cruz.
La cuarta parada es mi destino. “Köln Hbf” (Hauptbahnhof, estación central), dicen los carteles de fondo rojo y letras blancas. Pero la eficiencia alemana con la que tanto machacan los que dicen que todo lo de afuera es mejor parece haberse manchado por el retraso, porque en la vitrina decía que llegaríamos 7.24 y eran las 7.26 cuando se abrió la puerta para poder bajar.
¿Vieron? Nadie es perfecto.

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