Valió la pena levantarse temprano el sábado. El plan era viajar a Nápoles, trescientos kilómetros al sur de Roma.
El viaje se hace íntegramente por autopistas que, a diferencia de Alemania, aquí sí tienen peaje. En el acceso se retira una tarjeta que luego se introduce en una lectora instalada en las cabinas de salida; la máquina establece cuántos kilómetros de autopista se utilizaron y calcula el importe a pagar. Nos costó once euros, lo que se podría decir que es caro. Para el pago se abre automáticamente una caja en la que se puede depositar monedas, pero también hay ranuras para introducir billetes o tarjetas de crédito o débito. Si, como en nuestro caso, uno inserta por error una tarjeta vencida, la máquina emite un papel que indica los pasos a seguir para concretar el pago por internet. Nada de esto podrá atestiguar Roxana, la novia de Mauricio, que aprovechó el trayecto para una gloriosa siesta.
Minutos antes del mediodía llegamos a Nápoles, lo que equivale a decir que entramos al caos mismo. Hay semáforos, obviamente, y señales por toda la ciudad; pero la gente maneja y se maneja como si no los hubiera. Curiosamente, en las horas que nos tomó el recorrido no presenciamos ningún incidente de tránsito derivado de ese desorden.
Mauricio insiste en dejar el auto en un estacionamiento cubierto, ya que no hay garantías de encontrarlo más tarde si se lo deja en la calle. Iniciamos la caminata hacia la costa y allí hallamos la primera gran imagen de la ciudad que ha santificado a Diego Maradona: el golfo de Nápoles, lindero al puerto y con una amplia vereda para recorrerlo casi íntegramente a pie mientras se disfruta de un paisaje fantástico, con la imponente figura del volcán Vesubio dominando toda la escena.
Caminamos unas diez cuadras antes de dejar el paseo ribereño; ahora nos internamos en la ciudad. En la Piazza del Plebiscito se encuentra el palacio real de los borbones, que gobernaban Nápoles siglos atrás; enfrente, la Catedral de Francisco de Paula. A pocas cuadras de allí uno puede caminar por las callecitas angostas que tantas veces hemos visto en las clásicas imágenes de la ciudad de San Gennaro. Nos chocamos con varios obradores de lo que se espera que en poco tiempo sean nuevas estaciones del subte napolitano. Hay muchos vendedores ambulantes; en los puestos que ofrecen ropa y, especialmente, camisetas de fútbol, hay tres nombres que resaltan en la espalda de las casacas. Dos de ellos son de las dos figuras del buen momento actual de Napoli: uno es el eslovaco Marek Hamsik y el otro es nuestro compatriota Ezequiel Lavezzi. ¿Hace falta aclarar que el tercer nombre es el de Diego Maradona?
En las callecitas angostas se advierte mucho desorden y bastante mugre. Son tan estrechas que no caben dos coches apareados. Un taxi quiere salir del sector y el chofer tiene que ser muy paciente para abrirse paso entre las personas que caminan, ya sea paseando o cumpliendo con sus tareas de todos los días. Mauricio dice que no podemos irnos de Nápoles sin comernos una clásica pizza y nos guía hacia un lugar que él conoce de una visita anterior. La pizzería, famosísima, se llama Trianon y el paisaje se repite: mucha gente agolpada en la puerta, mirando con atención a una señora de poca paciencia que se encarga de tomar nota de cuántos comensales tendrá cada mesa y del nombre de uno de los que se sentará en cada una de ellas, para poder hacer el llamado a medida que se van retirando los que terminan de comer. Nosotros éramos tres y debimos esperar veinte minutos para poder entrar.
Sobre la mesa hay una especie de plantilla con la lista de pizzas y casilleros para escribir cuántas se quiere de cada una. El pedido tarda. Cuando finalmente lo traen nos encontramos con pizzas individuales del mismo tamaño de una grande en Argentina; pero la masa es mucho más delgada y no tiene gran cantidad de ingredientes encima. Los tres elegimos la misma: mozzarella de búfala con salsa de tomates y albahaca, que retiré minuciosamente de mi plato y fue inmediatamente rescatada por otra de los comensales.
Es inevitable que al mencionar Nápoles también nos venga a la mente la Camorra, que en algunas partes de la ciudad, en las que el Estado está ausente, es la que gobierna y legisla a sus enteras voluntad y, fundamentalmente, conveniencia. Hemos visto, leído y escuchado de todo acerca de este fenómeno. Roberto Saviano es un periodista que publicó un libro con detalles sobre las actividades de la organización; hace dos años que vive escondido y protegido por un ejército de policías. Mauricio nos contó que a un conocido le robaron dos veces la moto que usaba para sus movimientos diarios. La recuperó acudiendo al capo mafioso de su zona, quién le cobró cien euros por los servicios de gestión, que a las pocas horas hizo que el señor se reencontrara con su vehículo.
Mientras me toca manejar a mí en el trayecto de vuelta a Roma no puedo ponerme de acuerdo conmigo mismo. La ciudad es pintoresca en algunos sectores y hermosa en otros. Diría que me gustó y que tengo ganas de volver. Pero también pienso que no viviría en Nápoles de ninguna manera. En ese permanente vaivén estoy cada vez que repaso los recuerdos de este paseo. Sí podría asegurar que la inmortal frase que da título a este texto me resulta un poco exagerada.
El viaje se hace íntegramente por autopistas que, a diferencia de Alemania, aquí sí tienen peaje. En el acceso se retira una tarjeta que luego se introduce en una lectora instalada en las cabinas de salida; la máquina establece cuántos kilómetros de autopista se utilizaron y calcula el importe a pagar. Nos costó once euros, lo que se podría decir que es caro. Para el pago se abre automáticamente una caja en la que se puede depositar monedas, pero también hay ranuras para introducir billetes o tarjetas de crédito o débito. Si, como en nuestro caso, uno inserta por error una tarjeta vencida, la máquina emite un papel que indica los pasos a seguir para concretar el pago por internet. Nada de esto podrá atestiguar Roxana, la novia de Mauricio, que aprovechó el trayecto para una gloriosa siesta.
Minutos antes del mediodía llegamos a Nápoles, lo que equivale a decir que entramos al caos mismo. Hay semáforos, obviamente, y señales por toda la ciudad; pero la gente maneja y se maneja como si no los hubiera. Curiosamente, en las horas que nos tomó el recorrido no presenciamos ningún incidente de tránsito derivado de ese desorden.
Mauricio insiste en dejar el auto en un estacionamiento cubierto, ya que no hay garantías de encontrarlo más tarde si se lo deja en la calle. Iniciamos la caminata hacia la costa y allí hallamos la primera gran imagen de la ciudad que ha santificado a Diego Maradona: el golfo de Nápoles, lindero al puerto y con una amplia vereda para recorrerlo casi íntegramente a pie mientras se disfruta de un paisaje fantástico, con la imponente figura del volcán Vesubio dominando toda la escena.
Caminamos unas diez cuadras antes de dejar el paseo ribereño; ahora nos internamos en la ciudad. En la Piazza del Plebiscito se encuentra el palacio real de los borbones, que gobernaban Nápoles siglos atrás; enfrente, la Catedral de Francisco de Paula. A pocas cuadras de allí uno puede caminar por las callecitas angostas que tantas veces hemos visto en las clásicas imágenes de la ciudad de San Gennaro. Nos chocamos con varios obradores de lo que se espera que en poco tiempo sean nuevas estaciones del subte napolitano. Hay muchos vendedores ambulantes; en los puestos que ofrecen ropa y, especialmente, camisetas de fútbol, hay tres nombres que resaltan en la espalda de las casacas. Dos de ellos son de las dos figuras del buen momento actual de Napoli: uno es el eslovaco Marek Hamsik y el otro es nuestro compatriota Ezequiel Lavezzi. ¿Hace falta aclarar que el tercer nombre es el de Diego Maradona?
En las callecitas angostas se advierte mucho desorden y bastante mugre. Son tan estrechas que no caben dos coches apareados. Un taxi quiere salir del sector y el chofer tiene que ser muy paciente para abrirse paso entre las personas que caminan, ya sea paseando o cumpliendo con sus tareas de todos los días. Mauricio dice que no podemos irnos de Nápoles sin comernos una clásica pizza y nos guía hacia un lugar que él conoce de una visita anterior. La pizzería, famosísima, se llama Trianon y el paisaje se repite: mucha gente agolpada en la puerta, mirando con atención a una señora de poca paciencia que se encarga de tomar nota de cuántos comensales tendrá cada mesa y del nombre de uno de los que se sentará en cada una de ellas, para poder hacer el llamado a medida que se van retirando los que terminan de comer. Nosotros éramos tres y debimos esperar veinte minutos para poder entrar.
Sobre la mesa hay una especie de plantilla con la lista de pizzas y casilleros para escribir cuántas se quiere de cada una. El pedido tarda. Cuando finalmente lo traen nos encontramos con pizzas individuales del mismo tamaño de una grande en Argentina; pero la masa es mucho más delgada y no tiene gran cantidad de ingredientes encima. Los tres elegimos la misma: mozzarella de búfala con salsa de tomates y albahaca, que retiré minuciosamente de mi plato y fue inmediatamente rescatada por otra de los comensales.
Es inevitable que al mencionar Nápoles también nos venga a la mente la Camorra, que en algunas partes de la ciudad, en las que el Estado está ausente, es la que gobierna y legisla a sus enteras voluntad y, fundamentalmente, conveniencia. Hemos visto, leído y escuchado de todo acerca de este fenómeno. Roberto Saviano es un periodista que publicó un libro con detalles sobre las actividades de la organización; hace dos años que vive escondido y protegido por un ejército de policías. Mauricio nos contó que a un conocido le robaron dos veces la moto que usaba para sus movimientos diarios. La recuperó acudiendo al capo mafioso de su zona, quién le cobró cien euros por los servicios de gestión, que a las pocas horas hizo que el señor se reencontrara con su vehículo.
Mientras me toca manejar a mí en el trayecto de vuelta a Roma no puedo ponerme de acuerdo conmigo mismo. La ciudad es pintoresca en algunos sectores y hermosa en otros. Diría que me gustó y que tengo ganas de volver. Pero también pienso que no viviría en Nápoles de ninguna manera. En ese permanente vaivén estoy cada vez que repaso los recuerdos de este paseo. Sí podría asegurar que la inmortal frase que da título a este texto me resulta un poco exagerada.